Por correo
O. Henry
No era ni la estación ni la hora en que el parque se
hallaba frecuentado; era muy posible que la joven que estaba sentada en uno de
los bancos, al lado del camino, hubiera obedecido simplemente a un súbito
impulso de sentarse un rato y gozar de antemano la llegada de la primavera.
Descansaba allí, pensativa y quieta. Cierta melancolía,
que rozaba su semblante, debía ser de fecha reciente, pues aun no había
alterado los finos y juveniles contornos de sus mejillas, ni dominado el arco
picaresco, aunque resoluto, de sus labios.
Cerca de donde estaba sentada, apareció un joven que
avanzó por el camino. Detrás de él marchaba un muchacho llevando una valija. Al
ver a la joven, el rostro del hombre enrojeció, palideciendo luego. Mientras se
acercaba, observó la cara de la muchacha con la ansiedad y la esperanza
mezcladas en su expresión. Pasó a pocos metros, mas ella no dio muestra alguna
de percatarse de su presencia o enterarse de su existencia.
A unos cuarenta y cinco metros, se detuvo de súbito y se
sentó en un banco, a un costado. El muchacho dejó la valija y le clavó la
mirada con sorprendidos, astutos ojos. El joven sacó el pañuelo y se secó la
frente. Era un buen pañuelo, una frente bien formada y su dueño tenía un
excelente aspecto. Luego, le dijo al muchacho:
-Deseo que le transmitas un mensaje a esa joven que está
sentada en el banco. Exprésale que voy camino a la estación para marchar a San
Francisco, donde me uniré a la expedición de caza en Alaska. Dile que, puesto
que me ha ordenado que ni le hable ni le escriba, recurro a este medio de hacer
un último llamado a su sentido de justicia, en aras de lo que ha sido. Que
condenar y rechazar a una persona que no merece tal tratamiento, sin darle sus
razones o brindarle la oportunidad de que se explique, es contrario a la
naturaleza de ella, según yo la juzgo. Que, hasta cierto punto, he desobedecido
así sus órdenes, esperando que pudiera inclinarse a hacer justicia. Ve y dile
eso.
El joven deslizó medio dólar en la mano del muchacho.
Este lo miró durante un momento con brillantes y sagaces ojos, desde su sucia e
inteligente cara, y luego marchó a la carrera. Se aproximó, con cierta duda,
pero sin embarazo, a la muchacha que estaba sentada en el banco. Se tocó la
parte de atrás de la vieja gorra a cuadros de ciclista. La muchacha lo miró con
frialdad, sin prejuicio ni favor.
-Señora -dijo-, ese caballero que está en el otro banco
le envía a usted una canción y una danza por mi intermedio. Si usted no conoce
al tipo y él está tratando de hacerse el fresco, dígamelo, y llamaré a un
vigilante en tres minutos. Si realmente lo conoce usted, y es correcto, le
transmitiré la sarta de cosas que le manda decir.
La muchacha mostró cierto interés.
-¡Una canción y una danza! -exclamó la joven con un tono
decidido y dulce, que parecía envolver sus palabras en un diáfano manto de
impalpable ironía-. Supongo que se trata de una nueva idea dentro de la
especialidad de los trovadores. Yo... conocía al caballero que lo envió a
usted, de manera que apenas me parece necesario llamar a la policía. Puede
usted ejecutar su danza y su canción, pero sin elevar mucho la voz. Es
demasiado pronto para realizar espectáculos de vodevil al aire libre, por lo
cual podríamos llamar la atención de la gente.
-Ah -dijo el muchacho con un encogimiento de hombros que
recorrió la distancia de su estatura-, usted sabe a qué me refiero, señora. No
es un acto de vodevil; es un secreto. Me dijo que le dijera a usted que tiene
los cuellos y los puños de las camisas en la mano, listos para disparar a
Prisco37. Luego va a cazar pinzones de las nieves del Klondike. Dice que usted
le dijo que no le enviara más esquelas rosadas, ni se acercara al portón del
jardín, y él emplea este medio de enterarla. Dice que usted se refería a él
como a algo pasado, sin haberle dado derecho al pataleo. Dice que usted le dio
el olivo y nunca le dijo por qué.
El interés ligeramente despertado en la muchacha y
reflejado en sus ojos, no disminuía. Quizá lo había suscitado la originalidad o
la audacia del cazador de pinzones de las nieves para enredar en esa forma las
expresas órdenes de ella contra el empleo de los medios ordinarios de
comunicación. Fijó los ojos en una estatua parada, desolada, en el descuidado
parque, y le habló al transmisor:
-Dígale al caballero que no necesito repetirle la
descripción de mis ideales. Él sabe cuáles fueron y cuáles son todavía. En lo
que concierne a ellos en este caso, la lealtad y la verdad absolutas son de
primerísima importancia. Dígale que he estudiado mi propio corazón tan bien
como a uno mismo le es posible hacerlo y conozco sus debilidades, así como sus
necesidades. Por eso decliné prestar atención a sus ruegos, sea cuales fueren.
No lo condeno por oídas o pruebas dudosas, y es por eso que no formulo cargos.
Pero, puesto que insiste en oír lo que conoce muy bien, puede usted
transmitirle la cuestión.
“Dígale que esa noche entré en el conservatorio por la
puerta trasera, con el objeto de cortar una rosa para mi madre. Que los vi a él
y a la señorita Ashburton debajo de la rosa adelfa. El cuadro vivo era lindo,
pero la pose y la yuxtaposición demasiado elocuentes y evidentes para requerir
explicación. Abandoné el conservatorio y, al mismo tiempo, la rosa y mi idea.
Puede usted llevarle esa canción y esa danza a su empresario”.
-Tengo reparo en cuanto a una palabra, señora. Yux...
yux... explíquemela, ¿quiere?
-Yuxtaposición, o puede usted decir también proximidad o,
si le agrada, estando demasiado cerca para que una conserve la posición de un
ideal.
Las piedras giraban debajo de los pies del muchacho, que
se paró al lado del otro banco. Los ojos del hombre lo interrogaban sediento.
Los del muchacho brillaban con el celo impersonal del traductor.
-La señora dice que sostiene que las muchachas son presa
fácil cuando los tipos cuentan historias de fantasmas y tratan de fingir, y que
por eso no atenderá charlas falsas. Dice que lo sorprendió a usted abrazando a
una muchacha en un invernáculo. Ella se estiró para cortar unas flores y usted
estaba abrazando a la otra muchacha en gran forma. Dijo que el cuadro tenía
lindo aspecto, perfecto, perfecto, pero la puso furiosa. Dice que es mejor que
usted se ocupe en ir a tomar el tren.
El joven emitió un largo silbido y sus ojos chispearon
con una súbita idea. Sus manos se hundieron en el bolsillo interno de su saco,
del que extrajo un manojo de cartas. Eligió una, que le entregó al muchacho,
seguida de un dólar que sacó del bolsillo del chaleco.
-Entrégale esta carta a la señorita -dijo- y pídele que
la lea. Dile que ella explicará la situación. Dile que, si hubiera mezclado un
poco de confianza en su concepción del ideal, se habría evitado muchos dolores
de cabeza. Que la lealtad que ella tanto estima nunca ha vacilado. Que espero
una contestación.
El mensajero se presentó frente a la muchacha.
-El caballero dice que se lo ha cargado sin motivo. Dice
que no es un holgazán y, señora, lea usted la carta y le aseguro que es un buen
tipo.
La joven desdobló el papel con cierta duda y lo leyó.
"Estimado doctor Arnold:
Le estoy muy agradecido por su bondadosa y oportuna ayuda
prestada a mi hija, el viernes por la noche, cuando ella fue presa de un ataque
de su vieja afección al corazón en el conservatorio, en la recepción de la
señora Waldron. Si usted no hubiera estado cerca para sostenerla mientras caía
y para prestarle la atención requerida, podríamos haberla perdido. Me sentiría
contento si nos visitara y emprendiese el tratamiento de su caso.
Agradecidamente suyo,
Robert Ashburton"
La joven dobló la carta y se la entregó al muchacho.
-El caballero desea una contestación -dijo el mensajero-
¿Qué le digo?
Los ojos de la muchacha relampaguearon rápidamente,
brillantes, sonrientes y húmedos.
-Dígale al tipo que está sentado en ese banco -dijo con
una risa feliz y trémula- que esta muchacha lo desea.
FIN
O. Henry
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