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10 de agosto de 2017

La tumba, H. P. Lovecraft


LA TUMBA
H. P. LOVECRAFT

Al relatar las circunstancias que han conducido a mi reclusión en este refugio para enfermos mentales, me doy cuenta de que mi situación actual suscitará las naturales dudas sobre la autenticidad de mi relato. Es una lástima que la mayor parte de la humanidad tenga una visión mental tan limitada a la hora de sopesar con calma y con inteligencia aquellos fenómenos aislados, vistos y sentidos sólo por unas pocas personas psíquicamente sensibles, que acontecen más allá de la experiencia común. Los hombres de más amplia mentalidad saben que no hay una distinción clara entre lo real y lo irreal; que todas las cosas parecen lo que parecen sólo en virtud de los delicados instrumentos psíquicos y mentales de cada individuo, merced a los cuales llegamos a conocerlos; pero el prosaico materialismo de la mayoría condena como locura los destellos de clarividencia que traspasan el velo común del claro empirismo.
Me llamo Jervas Dudley, y desde mi más tierna infancia he sido soñador y visionario. Dueño de una fortuna comercial, y temperamentalmente incapaz de seguir unos estudios tradicionales y de gozar del trato social de mis amistades, he vivido siempre en regiones alejadas del mundo visible; he pasado mi adolescencia y mi juventud inmerso en libros antiguos y poco conocidos, y vagando por los campos y arboledas próximas a mi casa solariega. No creo que lo que leía en aquellos libros y veía en aquellos campos y arboledas fuera exactamente lo que podían leer y ver otros niños allí; pero no debo hablar demasiado de esto, ya que una referencia más detallada serviría para confirmar las crueles calumnias sobre mi cordura que oigo contar a veces en voz baja a los
furtivos enfermeros que tengo a mi alrededor. Me limitaré a relatar los hechos sin analizar sus causas.
He dicho que viví separado del mundo visible, pero no que viviera solo. Ninguna criatura humana sería capaz de tal cosa; porque la falta de compañía de los vivos empuja a uno inevitablemente a buscar la de seres que no lo son, o ya no lo están. Cerca de mi casa hay una hondonada boscosa, en cuyas profundidades crepusculares pasaba yo la mayor parte de mi tiempo, leyendo, pensando o soñando. Al pie de sus musgosas laderas di mis primeros pasos, y alrededor de sus robles grotescos y nudosos tejí mis primeras fantasías de adolescente. Llegué a conocer bastante bien a las dríadas tutelares de aquellos árboles, y presencié a menudo sus danzas delirantes bajo el forzado resplandor de una luna menguante... Pero no debo hablar ahora de estas cosas.
Hablaré únicamente de la tumba solitaria que había en la más intrincada espesura de la ladera la tumba abandonada de los Hyde, vieja y eminente familia cuyo último descendiente directo había sido depositado en sus negras cavidades bastantes decenios antes de que yo naciera.
La cripta a la que me refiero es de antiguo granito, gastado por el tiempo y manchado por las brumas y humedades de generaciones. Excavado en la falda del monte, el recinto sólo tiene visible la entrada. La puerta, una losa imponente, está sostenida por unos goznes de hierro herrumbroso y permanece extraña y siniestramente entornada sólidamente sujeta con candados ypesadas cadenas de hierro, a la tosca manera de hace medio siglo. La residencia de la familia cuyos vástagos descansan aquí en sus urnas coronaba en otro tiempo el declive en el que se encuentra la tumba; pero hace tiempo ya que se derrumbó, presa de las llamas que un rayo provocó. Los habitantes más viejos de la región hablan con voz atemorizada de aquella tormenta que destruyó a media noche la sombría mansión, aludiendo de tal forma a lo que ellos llaman la «ira divina», que en los últimos años se avivó vagamente en mí la siempre fuerte fascinación que había sentido por el sepulcro oculto en la espesura. Sólo un hombre había perecido en el incendio. Cuando el último de los Hyde fue enterrado en este lugar de quietud y de sombras, la urna de sus cenizas llegó de un lejano país, al que la familia fue a establecerse tras el incendio. Ya no hay nadie que deposite flores ante ese pórtico de granito, y son pocos los que desafían las lúgubres sombras que parecen demorarse extrañamente junto a sus piedras desgastadas por el agua.
Nunca olvidaré la tarde en que descubrí esa semioculta morada de la muerte. Fue a mediados del verano, cuando la alquimia de la naturaleza transmuta el paisaje selvático en vívida y casi homogénea masa de verde; cuando los sentidos se embriagan con esas oleadas de húmedo verdor y de fragancia sutilmente indefinible a tierra y a vegetación. En tal ambiente, la razón pierde perspectiva; el tiempo y el espacio se vuelven triviales e irreales, y los ecos de un pasado prehistórico llama con insistencia a las puertas de la conciencia cautivada.
Había estado vagando todo el día por las místicas arboledas de la hondonada, inmerso en pensamientos que no vienen al caso, y conversando con seres a los que no hay por qué mencionar. A la edad de diez años había visto y oído muchos prodigios ignorados por la multitud, y endeterminados aspectos me sentía extrañamente anciano. Cuando —después de abrirme paso entre dos zarzas enmarañadas- encontré la entrada de la cripta, no tenía ideade lo que había descubierto. Los bloques de oscuro granito, la puerta extrañamente entornada, y los relieves funerarios esculpidos en el arco, no suscitaron en mí ninguna asociación dolorosa ni terrible. Yo sabía y había imaginado muchas cosas acerca de las sepulturas y las tumbas; pero debido a mi carácter especial, me habían tenido apartado de todo contacto con cementerios y lugares de enterramiento. La extraña construcción de piedra de la boscosa ladera era para mi simple motivo de curiosidad y divagación; y su interior frío y húmedo, que en vano traté de escrutar desde la tentadora rendija, no contenía para mí signo alguno de corrupción o de muerte. Pero en aquel instante de curiosidad nació en miel loco e irrazonado deseo que me ha traído a este infernal confinamiento. Acuciado por una voz que debió de brotar del alma espantosa del bosque, decidí penetrar en la atrayente oscuridad a pesar de las gruesas adenas que me cerraban el paso. A la luz débil del día, sacudí los herrumbrosos obstáculos con objeto de abrir más la puerta de piedra, y traté de deslizar mi cuerpo delgado por la angosta holgura; pero ninguno de mis intentos tuvo éxito.
Mi inicial curiosidad se volvió ahora frenética; y cuando regresé a casa en el creciente crepúsculo, había jurado a ¡os cien dioses del bosque que, costara lo que costase, algún día forzaría la entrada de esas frías y tenebrosas profundidades que parecían llamarme. El médico de barba gris que entra a diario en mi habitación dijo una vez a un visitante que tal decisión marcó el principio de una lamentable monomanía; pero dejaré que el juicio definitivo lo emitan los lectores, cuando lo sepan todo.
Los meses siguientes a mi descubrimiento los pasé haciendo inútiles intentos de forzar el complicado candado de la cripta, y discretas averiguaciones sobre la naturaleza e historia del recinto. Con el oído tradicionalmente receptivo de los niños, me enteré de muchas cosas, aunque mi habitual reserva me impedía contar a nadie lo que sabía yo que me proponía. Quizá merezca la pena aclarar que no me sorprendió ni me produjo terror el enterarme de la naturaleza de la cripta. Mis originales ideas sobre la vida y la muerte me habían llevado a asociar vagamente el barro frío con el cuerpo que respira, e intuía que la grande y siniestra familia de la mansión incendiada estaba representada en cierto modo en el recinto de piedra que trataba de explorar. Los rumores que corrían sobre ritos misteriosos y profanas orgías que se habían celebrado en épocas pasadas en la antigua residencia despertaron en mi un poderoso interés por la tumba, ante cuya puerta permanecía sentado a diario durante horas y horas. Una de las veces arrojé una vela por la rendija de la puerta, pero no conseguí ver nada, salvo un tramo de húmedas escaleras de piedra que descendían. El olor del lugar me producía repugnancia, y no obstante, me fascinaba. Sentía que lo había percibido anteriormente, en un pasado remoto más allá de todo recuerdo; antes incluso de encarnarme en este cuerpo que ahora poseo.
Al año siguiente de mi descubrimiento de la tumba, di con una traducción carcomida de las Vidas de Plutarco en el desván de mi casa, atestado de libros. Leyendo la vida de Teseo, me sentí muy impresionado por ese pasaje en que habla de una gran piedra bajo la cual el joven héroe encontraría la prueba de su destino cuando fuese lo bastante fuerte para levantar su enorme peso. La leyenda tuvo el efecto de aplacar mi vivísima impaciencia por entrar en la cripta, ya que me hizo comprender que aún no había llegado el momento. Más tarde, me decía, llegaría a tener una fuerza y una ingeniosidad que me permitirían abrir fácilmente la puerta encadenada; pero hasta entonces, debía conformarme con lo que parecía ser la voluntad del Destino.
Así que mis vigilancias junto a la húmeda entrada se volvieron menos insistentes, y dediqué gran parte de mi tiempo a otras ocupaciones, aunque eran igualmente extrañas.
Me levantaba a veces en silencio, por la noche, y salía furtivamente a pasear por los cementerios y lugares de enterramiento, de los que mis padres me habían tenido apartado. No puedo decir qué hacía yo allí, ya que ahora no estoy seguro de la realidad de ciertas cosas; pero sé que al día siguiente de esos vagabundeos nocturnos asombraba a menudo a los queme rodeaban mostrando un conocimiento de cosas casi olvidadas desde hacía generaciones. Fue después de una noche así cuando escandalicé a la comunidad con un extraño comentario sobre el entierro del rico y afamado Squire Brewster, artífice de la historia local inhumado en 1711, y cuya lápida de pizarra, con una calavera y dos tibias cruzadas, se iba convirtiendo lentamente en polvo. En un momento de infantil imaginación, juré no sólo que el empresario de la funeraria Goodman Simpson le habíarobado al difunto los zapatos de hebilla de plata, las calzas de seda y el calzón de raso antes de enterrarlo, sino que el propio squire, que no había muerto del todo, se había dado la vuelta dos veces en el ataúd, el día después del entierro.
Pero la idea de entrar en la tumba jamás se me fue del pensamiento, hasta que me la reavivó efectivamente el inesperado descubrimiento genealógico de que mis propios antepasados maternos poseían al menos un ligero vinculo con la familia supuestamente extinguida de los Hyde. Ultimo vástago de mi línea paterna, era igualmente el último de esta otra más vieja y misteriosa. Empecé a sentir que la tumba era mía, y a pensar con ardiente ansiedad en el momento en que pudiera trasponer el umbral de piedra y bajar a la oscuridad por aquella escalera cubierta de limo. Adopté entonces la costumbre de escuchar con intensa atención en la puerta entornada eligiendo para esta extraña vigilancia mis horas predilectas: la quietud de la medianoche. Por la época en que llegué a mayor, había hecho un pequeño claro en los matorrales delante de la mohosa fachada de la ladera, dejando que la vegetación de su alrededor lo cubriera como las paredes y techumbre de un cenador silvestre. Este cenador era mi templo; y la puerta encadenada, mi altar; y aquí me tumbaba en el suelo musgoso, pensando extraños pensamientos y soñando extraños sueños.
La noche en que tuve la primera revelación fue bochornosa. Debí de quedarme dormido de cansancio, porque cuando oí voces tuve la clara sensación de despertar. No quiero hablar de sus tonos y acentos, ni referirme a su calidad; pero sí puedo decir que noté extrañas peculiaridades en el vocabulario, la pronunciación y el modo de vocalizar. En aquel oscuro coloquio parecían estar representados todo los matices del dialecto de Nueva Inglaterra desde las toscas expresiones de los colonialistas puritanos a la retórica precisa de hace cincuenta años; pero de eso me di cuenta después. En aquel momento, mi atención estaba en otro fenómeno: un fenómeno tan fugaz, que no puedo jurar que fuese real. Al volver a casa, fui sin vacilar a un cofre carcomido que había en el desván, y allí encontré la llave que al día siguiente abrió con toda sencillez el obstáculo que durante tanto tiempo había tratado de forzar en vano.
Había una luz suave de atardecer, la primera vez que entré en la cripta de la ladera abandonada. Me sentía embargado por un hechizo, y el corazón me saltaba con una exultación difícil de describir. Cuando cerré la puerta detrás de mí, y empecé a descender por los goteantes peldaños a la luz de mi vela, tuve la impresión de que conocía el camino; y aunque la vela chisporroteaba por el vaho sofocante del lugar, me sentí extrañamente a gusto en aquel ambiente estancado de pudridero. Al mirar a mi alrededor, descubrí numerosas losas de mármol sobre las que descansaban ataúdes o restos de ataúdes. Algunos de ellos estaban cerrados e intactos; otros
casi habían desaparecido, quedando sus asas de plata y sus placas aisladas entre curiosos montones de polvo blanquecino. En una de las placas leí el nombre de sir Geoffrey Hyde, quien había venido de Sussex en 1640 y había muerto aquí unos años más tarde. En un nicho llamativo había un ataúd bastante bien conservado y vacío, adornado con un simple nombre que me hizo sonreír y estremecer a la vez. Un inexplicable impulso me decidió a subir a la ancha losa, apagar la vela, y tumbarme en el interior de la caja vacía.
Salí tambaleante de la cripta, a la luz gris del amanecer, y cerré la puerta y la cadena, detrás de mí. Ya no era joven, aunque sólo veintiún inviernos habían enfriado mi envoltura corporal. Los aldeanos madrugadores que me vieron regresar me miraron con extrañeza, asombrados ante los signos de obscena disipación que observaban en alguien cuya vida tenía fama de austera y solitaria. No me presenté ante mis padres hasta después de un sueño largo y reparador.
A partir de entonces, acudí a la tumba cada noche, viendo y oyendo y haciendo cosas que no debo recordar. Mi modo de hablar, siempre sensible a las influencias ambientales, fue lo primero en sucumbir al cambio, y no tardaron en notar mi arcaísmo de dicción tan súbitamente adquirido. Después, apareció en mi comportamiento un extraño descaro y temeridad, hasta que, de manera inconsciente, asumí la actitud de un hombre de mundo, a pesar de mi vida recluida. Mi lengua, anteriormente reservada, se volvió voluble, adquiriendo la gracia fácil de un Chesterfield y el cinismo descreído de un Rochester. Exhibí una erudición singular, totalmente distinta del saber fantástico y monacal que había adquirido en mi juventud, y cubrí las guardas de mis libros con fáciles e improvisados epigramas que revelaban influencias de Gay, de Prior y de los más ágiles ingenios y rimadores augustos. Una mañana, durante el desayuno, estuve al borde del desastre, al ponerme a declamar con acento claramente ebrio una efusión de júbilo báquico del siglo XVIII, alegre y georgiana, jamás registrada en libro alguno, y que decía así: Venid, muchachos, con la jarra de cerveza, Bebed por el presente, antes de que huya; Apilad en vuestro plato una montaña de carne, Pues el comer y el beber nos vuelve alegres; Llenad, pues, vuestros vasos:
Pronto pasar la vida ¡Y muertos, ya no brinda réis por vuestro rey y vuestra amiga!Dicen que Anacreonte tenía roja la nariz. Dios me bendiga. Prefiero estar rojo aquí abajo, Que hecho un lirio... ¡y muerto la mitad del año! Así que ven, Betty, querida; Ven y bésame;¡No hay en el averno otra hija de tabernero como tú!
El joven Harry anda tan tieso como puede, Ya perderá la peluca y rodará bajo las metas. Pero llenad llenad vuestros vasos.
¡Es mejor estar bajo la mesa que encontrarse bajo tierra! Así que disfrutad, reíd, Bebed a garganta llena. ¡Menos risa habrá con seis pies de tierra encima! ¡Que el demonio me fulmine! No puedo dar un paso, ¡Maldito si puedo tenerme en pie! Ea, tabernero, di a Betty que traiga una silla; ¡Quiero quedarme otro rato, ya que mi esposa no esta!Echadme una mano, Que no puedo tenerme, ¡Pero quiero disfrutar mientras estoy sobre la tierra! Fue por entonces cuando concebí el miedo que ahora me dan las tormentas. Indiferente antes a esas cosas, ahora me producían un horror indecible, y trataba de esconderme en el último rincón de la casa cada vez que el cielo amenazaba desencadenar una tormenta con todo el aparato eléctrico. Un lugar que frecuentaba con predilección durante el día era el sótano ruinoso de la mansión incendiada; y en la imaginación me representaba el edificio tal como fuera al principio. En una ocasión, sobresalté a un aldeano llevándole confiadamente a un subsótano poco profundo, cuya existencia parecía conocer yo a pesar de que había permanecido ignorado y olvidado durante generaciones.
Por último, ocurrió lo que había estado temiendo durante mucho tiempo. Mis padres, alarmados por el cambio operado en la actitud y el aspecto de su único hijo, empezaron a ejercer sobre todos mis movimientos un afectuoso espionaje que amenazaba resultar catastrófico. No había hablado a nadie de mis visitas a la tumba, y había guardado mi secreto propósito con celo religioso desde mi niñez; pero ahora me vi obligado a adoptar la precaución al recorrer los laberintos de la hondonada boscosa, con el fin de despistar a un posible perseguidor. Conservaba siempre la llave de la cripta colgada del cuello con un cordón, procurando que nadie conociese su existencia. Jamás saqué del sepulcro nada de lo que encontré entre sus muros.
Una mañana, al salir de la húmeda tumba y cerrar la cadena de la puerta con mano no muy firme, descubrí entre unos arbustos la temida cara de un espía. Sin duda se aproximaba el final, puesto que se había descubierto elcenador y desvelado el objetivo de mis excursiones nocturnas. Pero el hombre no me abordó, de modo que me apresuré a regresar a casa, a fin de escuchar a escondidas lo que le contara a mi preocupado padre. ¿Iban a ser divulgadas al mundo mis permanencias en el otro lado de la puerta encadenada? ¡Imaginad mi maravillado asombro al oír al espía informar a mi padre con cauteloso susurro que yo había pasado la noche en el cenador, delante de la tumba, con mis soñolientos ojos clavados en la rendija de la puerta encadenada! ¿Por qué milagro había sufrido mi espía semejante ilusión? Ahora me sentí convencido de que un agente sobrenatural me protegía. Envalentonado por esta circunstancia providencial, reanudé mis visitas a la cripta sin el menor disimulo, confiado en que nadie podía presenciar mi entrada.
Durante una semana, disfruté plenamente de esa jovialidad macabra que no puedo describir, cuando sucedió aquello, y me trajeron a esta morada maldita de monotonía y de dolor.
No debí aventurarme a salir de casa aquella noche, ya que los truenos corrompían las nubes, y de la fétida ciénaga del fondo de la hondonada se elevaba una infernal fosforescencia. La llamada de los muertos era distinta también. En vez de brotar de la tumba de la ladera, me llegó del sótano carbonizado de lo alto, cuyo demonio tutelar me hacia señas con dedos invisibles. Al salir de la arboleda a la planicie que rodea las ruinas descubrí, al resplandor brumoso de la luna, algo que siempre había esperado vagamente. La mansión que había desaparecido hacía un siglo, se alzaba de nuevo con solemne majestuosidad ante mis ojos arrobados; cada ventana estaba iluminada con el resplandor de numerosas velas. Por el largo camino subían los coches de la aristocracia de Boston, mientras que acudía a pie un numeroso grupo de gentes exquisitamente empolvadas de las mansiones vecinas. Me mezclé con esa multitud, aunque sabía que yo debía estar entre los anfitriones, y no en el grupo de los invitados. En el salón había música, risas, y vino en cada mano. Reconocí varias caras, aunque las habría reconocido mucho mejor si las hubiese visto consumidas o devoradas por la muerte y la descomposición; y en medio de aquella multitud desenfrenada e inconsciente. yo era el más violento y atrevido. Mis labios proferían torrentes de alegres blasfemias, y en mis escandalosas ocurrencias no respetaba ninguna ley humana, de la naturaleza o de Dios.
De pronto, estalló un trueno que se oyó incluso por encima del clamor de la embrutecida orgía, hendió la misma techumbre e impuso un sobrecogido silencio a la bulliciosa concurrencia. Rojas lenguas de fuego y abrasadoras bocanadas de calor envolvieron la casa; y los juerguistas, aterrados ante la calamidad desencadenada, que parecía rebasar los limites de la naturaleza, huyeron gritando y desaparecieron en la noche. Sólo me quedé yo, retenido en mi butaca por un miedo insuperable como no había experimentado jamás. Y entonces, un segundo horror se apoderó de mi. ¡Reducido en vida a cenizas, esparcido mi cuerpo a los cuatro vientos, no podría descansar jamas en la tumba de los Hyde! ¿No estaba mi ataúd preparado para mí? ¿No tenía yo derecho a descansar hasta la eternidad entre los descendientes de sir Geoffrey Hyde? ¡Sí! Reclamaría mi herencia de muerte, aun cuando mi alma vagase durante siglos en busca de otra morada corporal que la supliese en aquel féretro vacío del nicho de la cripta. ¡Jervas Hyde no compartiría jamás el triste destino de Palinuro!
Al desvanecerse el fantasma de la casa incendiada, me desperté gritando y forcejeando locamente en brazos de dos hombres, uno de los cuales era el espía que me había seguido hasta la tumba. Caía una lluvia torrencial, y se veían alejarse hacia el horizonte sur los relámpagos que poco antes habían pasado por encima de nosotros. Mi padre, con el rostro contraído de aflicción, permanecía inmóvil mientras yo pedía a gritos que me dejasen descansar dentro de la tumba, rogando con frecuencia a los que me sujetaban que me tratasen con la mayor suavidad. Un círculo ennegrecido en el suelo del sótano ruinoso revelaba el lugar donde había caído un violento rayo del cielo; y en ese mismo lugar unos cuantos aldeanos provistos de linternas observaban curiosos una pequeña caja de antigua artesanía que el rayo había sacado a la superficie.
Renunciando a mis vanos forcejeos, miré a los que contemplaban el hallazgo. y me permitieron compartir el descubrimiento. La caja, cuyos cierres se habían roto por el impacto que le había desenterrado, contenía muchos papeles y objetos de valor; pero yo sólo tuve ojos para una cosa. Era la miniatura en porcelana de un joven con una elegante peluca rizada, y las iniciales «J.H. » El rostro que tenía era tal, que era como contemplar mi propia imagen en el espejo.
Al día siguiente me trajeron a esta habitación de ventana enrejada; pero he seguido informado de ciertas cosas gracias a un viejo criado, por quien sentí mucho cariño durante mi infancia, y el cual tiene afición a los cementerios como yo. Lo que me he atrevido a contar de mis experiencias en el interior de la cripta no ha hecho sino despertar sonrisas compasivas. Mi padre, que me visita con frecuencia, afirma que en ningún momento he cruzado la puerta encadenada, y jura que el herrumbroso candado seguía intacto desde hace cincuenta años cuando él lo examinó. Dice incluso que todo el pueblo conocía mis excursiones a la tumba, y que me vigilaban muchas veces, cuando me dormía en el cenador frente a la tétrica entrada, con los ojos semiabiertos y fijos en la rendija que conduce al interior. No tengo ninguna prueba palpable que alegar contra todas estas afirmaciones, ya que perdí la llave en los forcejeos, aquella noche de horror. Mi conocimiento de extrañas cosas del pasado, de las que me fui enterando durante aquellas reuniones nocturnas con los muertos, lo atribuyen, a mi constante y omnívoro huronear entre los viejos volúmenes de la biblioteca de la familia. De no ser por mi viejo criado Hiram, a estas horas me habrían convencido totalmente de mi locura Pero Hiram, leal hasta el fin, ha conservado la fe en mí, y ha hecho lo que ahora me impulsa a publicar al menos parte de mi historia. Hace una semana, abrió violentamente el cierre que mantenía la puerta de la tumba perpetuamente entornada, y descendió con una linterna a las lóbregas profundidades.
Sobre la losa de un nicho, encontró un ataúd viejo y vacío cuya placa empañada ostenta un solo nombre: Jervas. En ese ataúd, y en esa cripta, han prometido enterrarme.
 


H. P. LOVECRAFT



9 de agosto de 2017

Algunas notas sobre algo que no existe por H. P. Lovecraft (1890-1937).

Algunas notas sobre algo que no existe por H. P. Lovecraft (1890-1937).

Escrito publicado de forma póstuma.
Título original en inglés: «Some Notes On A Nonentity»

Para mí, la principal dificultad al escribir una autobiografía es encontrar algo importante que contar. Mi existencia ha sido reservada, poco agitada y nada sobresaliente; y en el mejor de los casos sonaría tristemente monótona y aburrida sobre el papel.
Nací en Providence, R.I. -donde he vivido siempre, excepto por dos pequeñas interrupciones- el 20 de agosto de 1890; de vieja estirpe de Rhode Island por parte de mi madre, y de una línea paterna de Devonshire domiciliada en el estado de Nueva York desde 1827.
Los intereses que me llevaron a la literatura fantástica aparecieron muy temprano, pues hasta donde puedo recordar claramente me encantaban las ideas e historias extrañas, y los escenarios y objetos antiguos. Nada ha parecido fascinarme tanto como el pensamiento de alguna curiosa interrupción de las prosaicas leyes de la Naturaleza, o alguna intrusión monstruosa en nuestro mundo familiar por parte de cosas desconocidas de los ilimitados abismos exteriores.
Cuando tenía tres años o menos escuchaba ávidamente los típicos cuentos de hadas, y los cuentos de los hermanos Grimm están entre las primeras cosas que leí, a la edad de cuatro años. A los cinco me reclamaron Las mil y una noches, y pasé horas jugando a los árabes, llamándome «Abdul Alhazred», lo que algún amable anciano me había sugerido como típico nombre sarraceno. Fue muchos años más tarde, sin embargo, cuando pensé en darle a Abdul un puesto en el siglo VIII y atribuirle el temido e inmencionable Necronomicon!
Pero para mí los libros y las leyendas no detentaron el monopolio de la fantasía.
En las pintorescas calles y colinas de mi ciudad nativa, donde los tragaluces de las puertas coloniales, los pequeños ventanales y los graciosos campanarios georgianos todavía mantienen vivo el encanto del siglo XVIII, sentía una magia entonces y ahora difícil de explicar. Los atardeceres sobre los tejados extendidos por la ciudad, tal como se ven desde ciertos miradores de la gran colina, me conmovían con un patetismo especial. Antes de darme cuenta, el siglo XVIII me había capturado más completamente que al héroe de Berkeley Square; de manera que pasaba horas en el ático abismado en los grandes libros desterrados de la biblioteca de abajo y absorbiendo inconscientemente el estilo de Pope y del Dr.  Johnson como un modo de expresión natural. Esta absorción era doblemente fuerte debido a mi frágil salud, que provocó que mi asistencia a la escuela fuera poco frecuente e irregular. Uno de sus efectos fue hacerme sentir sutilmente fuera de lugar en el período moderno, y pensar por lo tanto en el tiempo como algo místico y portentoso donde todo tipo de maravillas inesperadas podrían ser descubiertas.
También la naturaleza tocó intensamente mi sentido de lo fantástico. Mi hogar no estaba lejos de lo que por entonces era el límite del distrito residencial, de manera que estaba tan acostumbrado a los prados ondulantes, a las paredes de piedra, a los olmos gigantes, a las granjas abandonadas y a los espesos bosques de la Nueva Inglaterra rural como al antiguo escenario urbano. Este paisaje melancólico y primitivo me parecía que encerraba algún significado vasto pero desconocido, y ciertas hondonadas selváticas y oscuras cerca del río Seekonk adquirieron una aureola de irrealidad no sin mezcla de un vago horror. Aparecían en mis sueños, especialmente en aquellas pesadillas que contenían las entidades negras, aladas y
gomosas que denominé «night-gaunts» [espectros nocturnos o alimañas descarnadas].
Cuando tenía seis años conocí la mitología griega y romana a través de varias publicaciones populares juveniles, y fui profundamente influido por ella. Dejé de ser un árabe y me transformé en romano, adquiriendo de paso una rara sensación de familiaridad y de identificación con la antigua Roma sólo menos poderosa que la sensación correspondiente hacia el siglo XVIII. En un sentido, las dos sensaciones trabajaron juntas; pues cuando busqué los clásicos originales de los cuales se tomaron los cuentos infantiles, los encontré en su mayoría en traducciones de finales del siglo XVII y del XVIII. El estímulo imaginativo fue inmenso, y durante una temporada creí realmente haber vislumbrado faunos y dríadas en ciertas arboledas venerables. Solía construir altares y ofrecer sacrificios a Pan, Diana, Apolo y Minerva.
En este período, las extrañas ilustraciones de Gustave Doré‚ -que conocí en ediciones de Dante, Milton y La balada del Antiguo Marinero- me afectaron poderosamente. Por primera vez empecé‚ a intentar escribir: la primera pieza que puedo recordar fue un cuento sobre una cueva horrible perpetrado a la edad de siete años y titulado «The Noble Eavesdropper» [El noble fisgón]. Este no ha sobrevivido, aunque todavía poseo dos hilarantes esfuerzos infantiles que datan del año siguiente: «The Mysterious Ship» [La nave misteriosa] y «The Secret of
the Grave» [El secreto de la tumba], cuyos títulos exhiben suficientemente la orientación de mi gusto.
A la edad de casi ocho años adquirí un fuerte interés por las ciencias, que surgió sin duda de las ilustraciones de aspecto misterioso de «Instrumentos filosóficos y científicos» al final del Webster's Unabrigded Dictionary. Primero vino la química, y pronto tuve un pequeño laboratorio muy atractivo en el sótano de mi casa. A continuación vino la geografía, con una extraña fascinación centrada en el continente antártico y otros reinos inexplorados de remotas maravillas.
Finalmente amaneció en mí la astronomía; y el señuelo de otros mundos e inconcebibles abismos cósmicos eclipsó todos mis otros intereses durante un largo período hasta después de mi duodécimo cumpleaños. Publicaba un pequeño periódico hectografiado titulado The Rhode Island Journalof Astronomy, y finalmente -a los dieciséis- irrumpí en la publicación real en la prensa local con temas de astronomía, colaborando con artículos mensuales sobre fenómenos de actualidad para un periódico local, y alimentando la prensa rural semanal con misceláneas más expansivas.
Fue durante la secundaria -a la que pude asistir con cierta regularidad- cuando produje por primera vez historias fantásticas con algún grado de coherencia y seriedad. Eran en gran parte basura, y destruí la mayoría a los dieciocho, pero una o dos probablemente alcanzaron el nivel medio del «pulp». De todas ellas he conservado solamente «The Beast in the Cave» [La bestia de la cueva] (1905) y «The Alchemist» [El alquimista] (1908). En esta etapa la mayor parte de mis escritos, incesantes y voluminosos, eran científicos y clásicos, ocupando el material fantástico un lugar relativamente menor. La ciencia había eliminado mi creencia en lo sobrenatural, y la verdad por el momento me cautivaba más que los sueños. Soy todavía materialista mecanicista en filosofía. En cuanto a la lectura: mezclaba ciencia, historia, literatura general, literatura fantástica, y basura juvenil con la más completa falta de convencionalismo.
Paralelamente a todos estos intereses en la lectura y la escritura, tuve una niñez muy agradable; los primeros años muy animados con juguetes y con diversiones al aire libre, y el estirón después de mi décimo cumpleaños dominado por persistentes pero forzosamente cortos paseos en bicicleta que me familiarizaron con todas las etapas pintorescas y excitadoras de la imaginación del paisaje rural y los pueblos de Nueva Inglaterra. No era de ningún modo un ermitaño: más de una banda de la muchachada local me contaba en sus filas.
Mi salud me impidió asistir a la universidad; pero los estudios informales en mi hogar, y la influencia de un tío médico notablemente erudito, me ayudaron a evitar algunos de los peores efectos de esta carencia. En los años en que debería haber sido universitario viré de la ciencia a la literatura, especializándome en los productos de aquel siglo XVIII del cual tan extrañamente me sentía parte. La escritura fantástica estaba entonces en suspenso, aunque leía todo lo espectral que podía encontrar -incluyendo los frecuentes sueltos extraños en revistas baratas tales como All-Story y TheBlack Cat-. Mis propios productos fueron
mayoritariamente versos y ensayos: uniformemente despreciables y relegados ahora al olvido eterno.
En 1914 descubrí la United Amateur Press Association y me uní a ella, una de las organizaciones epistolares de alcance nacional de literatos noveles que publican trabajos por su cuenta y forman, colectivamente, un mundo en miniatura de crítica y aliento mutuos y provechosos. El beneficio recibido de esta afiliación apenas puede sobrestimarse, pues el contacto con los variados miembros y críticos me ayudó infinitamente a rebajar los peores arcaísmos y las pesadeces de mi estilo.
Este mundo del «periodismo aficionado» está ahora mejor representado por la National Amateur Press Association, una sociedad que puedo recomendar fuerte y conscientemente a cualquier principiante en la creación. Fue en las filas del amateurismo organizado donde me aconsejaron por primera vez retomar la escritura fantástica; paso que dí en julio de 1917 con la producción de «La tumba» y «Dagon» (ambos publicados después en Weird Tales) en rápida sucesión.
También por medio del amateurismo se establecieron los contactos que llevaron a la primera publicación profesional de mi ficción: en 1922, cuando Home Brew publicó un horroroso serial titulado «Herbert West - Reanimator». El mismo círculo, además, me llevó a tratar con Clark Ashton Smith, Frank Belknap Long, Wilfred B. Talman y otros después celebrados en el campo de las historias extraordinarias.
Hacia 1919 el descubrimiento de Lord Dunsany -de quien tomé la idea del panteón artificial y el fondo mítico representado por «Cthulhu», «Yog-Sothoth», «Yuggoth», etc.- dio un enorme impulso a mi escritura fantástica; y saqué material en mayor cantidad que nunca antes o después. En aquella época no me formaba ninguna idea o esperanza de publicar profesionalmente; pero el hallazgo de Weird Tales en 1923 abrió una válvula de escape de considerable regularidad.
Mis historias del período de 1920 reflejan mucho de mis dos modelos principales, Poe y Dunsany, y están en general demasiado fuertemente inclinadas a la extravagancia y un colorismo excesivo como para ser de un valor literario muy serio.
Mientras tanto mi salud había mejorado radicalmente desde 1920, de manera que una existencia bastante estática comenzó a diversificarse con modestos viajes, dando a mis intereses de anticuario un ejercicio más libre. Mi principal placer fuera de la literatura pasó a ser la búsqueda evocadora del pasado de antiguas impresiones arquitectónicas y paisajísticas en las viejas ciudades coloniales y caminos apartados de las regiones más largamente habitadas de América, y gradualmente me las he arreglado para cubrir un territorio considerable desde la glamorosa Quebec en el norte hasta el tropical Key Westen el sur y el colorido Natchez y New Orleans por el oeste. Entre mis ciudades favoritas, aparte de Providence, están Quebec; Portsmouth, New Hampshire; Salem y Marblehead en Massachusetts; Newport en mi propio estado; Philadelphia; Annapolis; Richmond con su abundancia de recuerdos de Poe; la Charleston del siglo XVIII, St. Augustine del XVI y la soñolienta Natchez en su peñasco vertiginoso y con su interior subtropical magnífico. Las «Arkham» y «Kingsport» que salen en algunos de mis cuentos son versiones más o menos
adaptadas de Salem y Marblehead. Mi Nueva Inglaterra nativa y su tradición antigua y persistente se han hundido profundamente en mi imaginación y aparecen frecuentemente en lo que escribo. Vivo actualmente en una casa de 130 años de antigüedad en la cresta de la antigua colina de Providence, con una vista arrobadora de ramas y tejados venerables desde la ventana encima de mi escritorio.
Ahora está claro para mí que cualquier mérito literario real que posea está confinado a los cuentos oníricos, de sombras extrañas, y «exterioridad» cósmica a pesar de un profundo interés en muchos otros aspectos de la vida y de la práctica profesional de la revisión general de prosa y verso. Por qué es así, no tengo la menor idea. No me hago ilusiones con respecto al precario estatus de mis cuentos, y no espero llegar a ser un competidor serio de mis autores fantásticos favoritos: Poe, Arthur Machen, Dunsany, Algernon Blackwood, Walter de la Mare, y Montague Rhodes James. La única cosa que puedo decir en favor de mi trabajo es su sinceridad. Rechazo seguir las convenciones mecánicas de la literatura popular o llenar mis cuentos con personajes y situaciones comunes, pero insisto en la reproducción de impresiones y sentimientos verdaderos de la mejor manera que pueda lograrlo. El resultado puede ser pobre, pero prefiero seguir aspirando a una expresión literaria seria antes que aceptar los estándares artificiales del romance barato.
He intentado mejorar y hacer más sutiles mis cuentos con el paso de los años, pero no logré el progreso deseado. Algunos de mis esfuerzos han sido mencionados en los anuarios de O'Brien y O. Henry, y unos pocos tuvieron el honor de ser reimpresos en antologías; pero todas las propuestas para publicar una colección han quedado en nada. Es posible que uno o dos cuentos cortos puedan salir como separatas dentro de poco. Nunca escribo si no puedo ser espontáneo: expresando un sentimiento ya existente y que exige cristalización. Algunos de mis
cuentos involucran sueños reales que he experimentado. Mi ritmo y manera de escribir varían bastante en diferentes casos, pero siempre trabajo mejor de noche.
De mis producciones, mis favoritos son «The Colour Out of Space» [El color que cayó del cielo] y «The Music of Erich Zann» [La música de Erich Zann], en el orden citado. Dudo si podría tener algún éito en el tipo ordinario de ciencia ficción.
Creo que la escritura fantástica ofrece un campo de trabajo serio nada indigno de los mejores artistas literarios; aunque uno muy limitado, ya que refleja solamente una pequeña sección de los infinitamente complejos sentimientos humanos. La ficción espectral debe ser realista y centrarse en la atmósfera; confinar su salida de la Naturaleza al único canal sobrenatural elegido, y recordar que el escenario, el  tono y los fenómenos son más importantes para comunicar lo que hay que comunicar que los personajes y la trama. La «gracia» de un cuento
verdaderamente extraño es simplemente alguna violación o superación de una ley cósmica fija, una escapada imaginativa de la tediosa realidad; por lo tanto son los fenómenos más que las personas los «héroes» lógicos. Los horrores, creo, deben ser originales: el uso de mitos y leyendas comunes es una influencia debilitadora.
La ficción publicada actualmente en las revistas, con su orientación incurable hacia los puntos de vista sentimentales convencionales, estilo enérgico y alegre, y artificiales tramas de «acción», no puntuan alto. El mejor cuento fantástico jamás escrito es probablemente «The Willows» [Los sauces] de Algernon Blackwood.


23 de noviembre de 1933.

8 de agosto de 2017

Los trabajos y los días de Howard Phillips Lovecraft, Juan Jacobo Bajarlia

 Los trabajos y los días de Howard Phillips Lovecraft, Juan Jacobo Bajarlia

1890 Nace en Providence, Estado de Rhode Island, un 20 de agosto, año en que muere Vincent Van Gogh, y en que Friedrich Nietzsche pierde la razón. Sus padres son Winfield Scott Lovecraft y Sara Susan Phillips.
El padre, atacado por una parálisis progresiva de origen sifilítico (L. Sprague de Camp lo califica de loco violento) debe ser internado en 1893. Se le nombra un curador para disponer de sus actos jurídicos. La madre, a su vez, contrae una neurosis. Vivían entonces en el 194 (después 454) de Angell Street.
Un niño, de ojos castaños y nariz aguileña, cabello rubio de cuidados bucles, aficionado a los gatos, es sobreprotegido y criado en calidad de niña, por su madre, ya trastornada por la enfermedad del padre. Sólo cuando Howard tiene 6 años, accediendo ella a los deseos del niño, le corta los bucles y atempera su tratamiento de índole femenina. Enfermizo y alérgico al frío, no se mueve durante la infancia y la adolescencia, de la nutrida biblioteca de su abuelo Whipple Phillips, donde devora toda clase de libros y los volúmenes de astronomía adquiridos por su abuela. El abuelo, a su vez, lo entretiene con cuentos de brujas y fantasmas en los que no faltan los calderos y los gemidos; inventa un mundo terrorífico que influiría en el futuro escritor.
1895 Ingresa en la escuela dominical de la Iglesia Anabaptista de College Hill.
1896 Lee la mitología clásica en la obra de Thomas Bulfinch (The age of fable), y adopta el seudónimo de Lucius Valerius Messala. Se considera ya un “joven ateo”.
1898 Un 19 de julio, muere Winfield Scott Lovecraft.
1901 Compone Poemata minora, hoy perdido, e imita los pareados pseudogeorgianos de Dryden, Alison y Poe.
1903 Tiene 13 años y vive fascinado por la figura de Sherlock Holmes. Funda la Providence Detective Agency, y escribe The beast in the cave, su primer cuento completo, en el que ya están los elementos de su futura literatura de terror. Colabora también con temas de astronomía en la revista mimeografiada The Rhode Island Journal of Astronomy.
1904 Se afilia a la United Press Amateur Association, institución que luego publicará The alchemist, escrito en 1908, a los 18 años. Muere su abuelo Wipple V. Phillips. Ingresa en la escuela secundaria y se destaca en latín.
1906 A partir de este año comienza a publicar mensualmente un artículo sobre meteorología en la Tribune de Providence. Edita para sus amigos, en copias mimeográficas, la Scientific Gazzette y el Rhode Island Journal, dando noticias sobre distintos temas científicos y literarios.
1907 Se deja fascinar por el paganismo, por el barroco, y por el racionalismo del siglo XVIII, y reafirma su tendencia al materialismo. El mismo dirá (L. Sprague de Camp, c. 2):
“Creo que soy, probablemente, la única persona para quien la lengua antigua del siglo XVIII es realmente lengua madre en prosa y en poesía (...) A partir del siglo XVIII todo es irreal o ilusorio, una especie de grotesca pesadilla o caricatura.”
Escribe El cuadro, un relato fantástico en el que un pintor es desfigurado y muerto por la imagen bestial y horrorosa llevada al lienzo. A pesar de tener una Remington escribe a mano sentado en la cama, y lo hace de noche o durante el día pero con los postigos cerrados y alumbrándose con luz eléctrica. A la alergia al frío se le suma la depresión y sus malas digestiones. A esto se le añade el poikilotermismo, incapacidad fisiológica para adaptarse a los cambios térmicos. Esto no le impedirá el consumir chocolate y helados permanentemente. Intenta la música, la química, la astronomía y la pintura. Por falta de voluntad, abandona sus proyectos a poco de iniciarlos. Tiene facilidad para los idiomas. Además del latín, lee griego, francés y castellano. Es el año en que deja de concurrir a la escuela secundaria. Se convierte en gran autodidacta.
1913 Racista, seguidor de Gobineau en cuyo Essai sur l'egalité de races humaines (1856) se exalta la raza aria (cabeza alargada, cabello rubio, ojos azules y alto como los nórdicos), se pronuncia contra los negros en estos versos:

Sobre la creación de los negros

Cuando en el pasado los dioses crearon la Tierra,
formaron al Hombre a imagen de Júpiter.
Las bestias, inferiores, fueron creadas después,
porque estaban muy lejos de lo humano.
Para llenar el vacío y unir el resto al Hombre,
el morador del Olimpo ideó un sabio plan:
creó una bestia de forma semihumana,
la llenó de vicio y la llamó NEGRO.

Le adjudica a sus amigos unos nombres especiales que aparecen en sus relatos. August Derleth se convierte en el Conde d'Erlette. Robert Bloch, en Bho-Block. Frank Belknap Long, en Belknapius, Robert E. Howard, en Bob-Dos Pistolas. Clark Ashton Smith, en Klarkash-Ton. Y así muchos otros. A pesar de sus fobias y sus reacciones ideológicas, tiene un espíritu infantil que lo pone a cubierto de la maledicencia.
1915 Funda The Conservative, un periódico en el que colaboran sus amigos. Era ya un anglófilo rabioso.
“Se negaba por principio a vestir alguna prenda de color verde en el día de San Patricio. El hecho de que en el siglo XII el Papa Adriano IV entregara Irlanda a Enrique II de Inglaterra –como si dispusiera de algo suyo–, no confería ninguna simpatía a los irlandeses.”
Lovecraft, a biography
En el número I del Conservative, analizando la Primera Guerra, se muestra reaccionario y germanófilo. Proclama la superioridad de la “magnífica estirpe teutónica” y la “declinaciónde las civilizaciones latinas”, de modo tal, sigue diciendo, que: “Francia, Italia y España, hoy, muestran la huella de la degeneración nacional”.
1916 La United Press Association publica The alchemist, que data de 1908.
1917 Dagon. Este año, al enrolarse en Rhode Island, es rechazado por malestares nerviosos.
1919 Más allá del muro de los sueños y La maldición que cayó sobre Sarnath. Admira a Lord Dunsany (Edward John Moreton Drax Plunkett). Muy influido por él, se traslada a Boston para escucharlo en una conferencia del Corey-Plaza Hotel. Lo admira como creador de mitos, por haber participado en la guerra contra los boers y en la Gran Guerra, y por haber sido, en algunas empresas, compañero de William Butler Yeats. A él le dedica un poema de 64 versos: A Edward John Moreton Drax Plunkett, Décimo Baron Dusany, publicado en el Tryout. Transcribo algunos de esos versos:

Igual que el Sol sobre el sombrío Mundo
surge y convierte en oro la tiniebla,
(...)
así ahora sobre el reino donde reina la gris monotonía
con solar magnificencia vemos a PLUNKETT elevarse.

1920 Arthur Jermyn (The White Ape) y El templo. Publica también Nyarlathotep, un poema en el que el personaje epónimo es uno de los dioses de Cthulhu. Aquí es presentado cuando sale de Egipto y llega a los “países civilizados”. Lo describe como un ser siniestro, amigo de adquirir extraños instrumentos de cristal y metal con los que construye otros instrumentos no menos extraños. Con el seudónimo de Henry Paget-Lowe escribe The poetry and the gods, en colaboración con Anna Helen Crofts.
1921 El extraño. El pantano de la diosa Luna (The Moon bog). Hypnos. La música de Erich Zann. La Ciudad Sin Nombre. En este año muere su madre, Sarah Susan Phillips.
1922 El horror oculto. El sabueso. Se autodetermina el sumo sacerdote Ech-Pi-El, transcripción fonética de sus iniciales H. P. L., y así firmará numerosas cartas.
1923 Lo innominable. Se funda la revista Weird Tales, en cuyo número de octubre aparece Dagon, escrito en 1917. Desde entonces esta importante revista publicará casi toda la obra de Lovecraft. Por aquella época, muerta toda su familia, ya en la pobreza, Lovecraft se gana la vida mediante correcciones de estilo. Cobra malamente 15 dólares semanales. Entre sus clientes se halla Sonia Greene, presentada por su amigo Rheinhardt KIeiner, para la cual corrige The invisible monster que luego publicaría Weird Tales. En este año escribe su popular The rats in the wall, en la que el protagonista, De la Poer, adquiere una ruinosa mansión que restaura y donde va a vivir con 7 criados y 9 gatos, entre ellos Nigger-man, su mascota. Sobre la mansión pesa una maldición que sus moradores no podrán eludir. Es una maldición referida a las inacabables carreras de un ejército de ratas invisibles que sólo él y los gatos podrán oír. Tras un altar en el sótano, hallan un túnel que desemboca en una caverna llena de jaulas con esqueletos humanos. Son los restos de un culto caníbal practicado en épocas prehistóricas. Dinamitada la mansión y encerrado De la Poer en una habitación enrejada, enloquece y piensa en las ratas que eliminaron a Norry, y que ahora deslizándose por las paredes, acabarán con él en algún momento. En 1923 Lovecraft escribió también The festival, (El ceremonial, en las traducciones al castellano), en el que se menciona el ímpio Necronomicón del “loco Abdul Alhazred, en la excomulgada traducción latina de Olaus Wormius”, y otros libros como el Saducismus triunphatus, de Joseph Glanvil, publicado en 1681, y la horrorosa Daemonolatreia, de Remiguis, impresa en Lyon, en 1595.
1924 El 3 de marzo se casa en Nueva York con Sonia Greene a pesar de que ésta es judía y él un antisemita influenciado por el racismo. La ceremonia está a cargo del Reverendo George Benson Cox en la capilla de Sto Paul. Sonia le lleva 7 años a Lovecraft, y sabe con quién se casa. El escritor,en los días previos, le había regalado un ejemplar de Los papeles privados de Henry Ryecroft (1903), de George Gissing, para que supiera cómo es el hombre del cual se enamoró, ya que se identifica con el protagonista de esa novela. Se trata de una obra autobiográfica, en la que el personaje principal se describe como un ser de pocos amigos que ha vivido más en el pasado que en el presente. Un ser con cerebro pero incapaz de afrontar los hechos cotidianos. Y para peor, haragán e inepto. Y así es Lovecraft, un cerebro que vive en el pasado, fascinado por las leyendas de la Nueva Inglaterra y los mitos de todo tipo que, incluso, inventa para exaltar ese pasado. Es un inepto para afrontar las circunstancias adversas. Criado como una niña por una madre neurótica, no le interesa el amor ni el sexo. Se puede decir que es un asexuado o un inhibido antisexual, pero no un homosexual como se ha venido afirmando. En su obra no existe la mujer terrena, capaz de una batalla o un sacrificio. Sólo existen los monstruos y el horror. Sonia ha debido advertirlo, o no la lee cuando Lovecraft le obsequia la novela de George Gissing. Sprague de Camp, analizando el tema nos dice:
“Cuando Cooks publicó un relato inofensivo sobre la modelo de un artista que posaba desnuda, Lovecraft escribió una extensa y acalorada carta en que atacaba al autor por ese horrible ejemplo de decadencia de pensamiento y moral. Escribió también que: El erotismo pertenece a un orden inferior de los instintos, y es una cualidad más animal que noblemente humana.“
Refiriéndose a Sonia, agrega:
“Cuando Derleth la visitó en 1953, ella contó: Howard era adecuado sexualmente, pero siempre se acercaba al sexo como si no le gustara plenamente. Cada vez tenía que tomar ella la iniciativa. Supongo que en los meses siguientes al matrimonio, Lovecraft cumplió normalmente con sus deberes conyugales, pero sin mucho entusiasmo.”
Lovecraft escribe La casa aislada. Comienzan las dificultades económicas. Sonia y Lovecraft buscan trabajo.
1925 Otra obra, En la cripta y El horror en Red Hook. Comienza La llamada de Cthulhu.
1926 Termina La llamada de Cthulhu. El modelo Pickman. Se asocia a Frank Belknap Long para escribir por encargo de los clientes. Se produce el desentendimiento en el matrimonio con Sonia. De este año data La llave de plata, que Weird Tales va a publicar en el número de enero de 1929. Su personaje central es Randolph Carter, el cual aparece en otros relatos de tema onírico como La declaración de Randolph Carter, y En busca de la Ciudad del Sol Poniente. La saga se continúa en A través de las puertas de la llave de plata, obra escrita en colaboración con H. Hoffmann Price. En En busca de la Ciudad del Sol Poniente, Lovecraft dice del protagonista:
“Descendió audazmente los 300 peldaños que conducen al Pórtico del Sueño Profundo y emprendió el camino a través del bosque encantado. En las oquedades de ese bosque enmarañado (...) habitaban los furtivos y silenciosos zoogs. Estos seres conocen una infinidad de secretos de la región de los sueños, y algo también del mundo de la vigilia (...). Ciertos rumores inexplicables, ciertos accidentes y desapariciones ocurren entre los hombres allí donde los zoogs tienen acceso.”
Uno de los seres oníricos le hará saber a Carter que los grandes dioses sólo pueden verse en los picos de las altas montañas, cuando la Luna brilla y ejecutan sus danzas rituales. Entonces nadie puede observarlos porque las nubes los aíslan de la mirada de los hombres. Pensamientos como éste son frecuentes en Lovecraft, fascinado desde niño por aquellas leyendas de la Nueva Inglaterra en que los indios y los blancos vagan en los bosques, en frenéticas orgías.
1927 Viaja a New York para ver a sus amigos del Kalem Club, al que también se afilió. Sólo podría pertenecer a él aquellos cuyo apellido comenzara por una K, una L o una M, como Rheinhardt KIeiner, Frank Belknap Long y Everett Mc Neil, sus fundadores. H. P. Lovecraft se halla en esas condiciones. En este año publica El color que cayó del cielo y escribe El caso de Charles Dexter Ward, que completará en 1928. De 1927 es su ensayo sobre El horror sobrenatural en la literatura. Se funda la revista Tales of Magic and Mystery, en la que Lovecraft publicará Aire frío, en 1928.
1928 El horror de Dunwich. Vive separado de Sonia quien alquila su departamento y toma una habitación para ella sola.
1929 El 25 de marzo, en el Estudio de un abogado, H. P. Lovecraft y Sonia Greene, después de vivir separados, firman el convenio de divorcio. El primero dice:
“Yo solo podría vivir en un remanso tranquilo impregnado de la historia de Nueva Inglaterra, mientras mi desaventurada compañera de viaje encontró tal perspectiva prácticamente asfixiante, complicada, además, por las dificultades económicas”.
Sonia se queja de su comportamiento:
“Cuando Howard y yo nos despedimos para irnos a dormir, le dije: Howard, ¿no me das un beso?. Su contestación fue: No, es mejor que no”.
1930 El que susurra en la obscuridad, La sombra sobre Innsmouth y Las montañas de la locura. Esta última es una continuación de las Aventuras de Arthur Gordon Pym, de Edgar Allan Poe.
1932 Los sueños en la casa de la bruja.
1933 La criatura tras la puerta.
1934 En la noche de los tiempos. La sombra fuera del tiempo.
1935 El morador de las tinieblas. Se relaciona Sonia Greene en ese año con un senador de California, y, finalmente, se casa con el viudo Nathaniel Abraham Davis, médico judío, de origen brasileño, muy religioso y venido a menos. Davis muere de cáncer en 1945. Sonia vive hasta el 26 de diciembre de 1972. Muere en California, a los 89 años. En ese año debemos computar El que frecuenta las tinieblas.
1937 Agudiza el estado de salud de Lovecraft. Su alergia, sus procesos digestivos y la mala circulación de la sangre, se agravan en los comienzos de 1937. Permanece en cama, y en febrero contrae una fuerte gripe. Aún tiene ganas de escribir, pero sólo se dedica a dictar cartas. Annie Gamwell, alarmada porque Lovecraft pierde peso y no puede retener los alimentos, recurre al doctor William L. Leet, quien lo deriva a un especialista. Le diagnostican un carcinoma. El 10 de marzo lo trasladan al Jane Brown Memorial Hospital, y no lo logran operar por lo avanzado del cáncer. Se le administra morfIna y lo alimentan por vía intravenosa. Los dolores se intensifIcan y muere en la madrugada del 15 de marzo. La partida de defunción consigna fríamente nefritis crónica y carcinoma intestinal. El 18 se lleva a cabo el funeral en la capilla de la empresa Horace B. Knowlws e Hijos. Asisten sólo 4 personas: Annie Gamwell, Edna W. Lewis, gran amiga de Lovecraft, Edward H. Cole, periodista de Boston, y su prima segunda Ethell Phillips Morris.
Es enterrado en el cementerio de Swan Point. No hay lápida que indique el lugar de la inhumación. Acaso los dioses gelatinosos y palmípedos que aterrorizan a los hombres, han borrado su sepultura. Pero sí hay, un nombre frío en la columna central que dice Howard Phillips Lovecraft.

Juan Jacobo Bajarlia

7 de agosto de 2017

Para no ver demasiado, Aldo Pellegrini

 PARA NO VER DEMASIADO

Ante las miradas penetrantes
las peinadoras ejecutan su danza impecable
los ciegos traen una luz
que hace resplandecer las cosas
hay que eludir el punto donde lo invisible
se hace dolorosamente visible
al extender la mano
un grito separa el rostro demasiado próximo
el rostro que descubre la imperfección necesaria
todo lo envuelve la niebla
en la que se extravían los ojos
los supuestos videntes miran hacia dentro
en busca de un mundo sin horizonte

con el compromiso de no emocionarse
se permite adorar al dios de la distancia
todos marchan cautelosos
n través del vacío translúcido
esperando ansiosamente la tempestad aniquiladora


Aldo Pellegrini de El muro secreto (1949)

6 de agosto de 2017

El límite del diálogo, Aldo Pellegrini

EL LÍMITE DEL DIÁLOGO

Calle de duendes de primavera que atrae a los hombres se-
dientos y sacude su polvo a la diestra de las respiraciones, por
un camino de miradas furtivas, oh blancos senos ¿en que olvi-
do de horas de peligro os encontré?

Ardiendo hasta que nos detiene una frágil muralla de calma,
despertar de ruidos y perfumes.

Ya no quiero retroceder en los caminos acosado por las
ciones de las medusas.

Hacia el oriente las manos señalan la partida del sol
gravedad.

Ya no quiero envejecer en los hoteles carcomidos por las
migraciones, donde los transeúntes se inmovilizan
sueño en tanto que las lianas crecen ávidas hacia la
los pájaros.

Un mar distante y la próxima sangre entablan el
frialdad y el ardor. Los teatros están desiertos.

Los pasos se alejan en la soledad que tú respiras y Se
los rostros.

Los desconocidos se saludan profundamente hasta el límite de
la petrificación.

Aspirando a un retorno de otros climas en los que la vegetación
se enciende y el deseo hace hervir su sorda potencia hasta con-
sumirse a sí mismo sin llamas, sin cenizas.

Voracidad del aliento al atravesar impávido el foso que todo lo'
separa.

Estamos en el límite del diálogo refugiados en los portales don-
de un sol sin esperanza renuncia a iluminar la amarga quietud.
Molineros de la molicie soportando incrédulos la consagración
de la inocencia.

Estamos en el límite del diálogo, allí donde se alcanza el cora-
zón del conocimiento. Así se logra arrebatar su mercadería a
los traficantes del misterio y la soledad, así se ahuyenta a los
mercaderes del silencio.


Aldo Pellegrini de Construcción de la destrucción (1957)

5 de agosto de 2017

En fin, Aldo Pellegrini

En fin

Los ojos abiertos no ven
pero beben

Si posas la mano sobre tu párpado
se derrama el líquido de tu temblor

A la misma hora, siempre a la misma hora
sopla el viento de tu sonrisa
alimento cotidiano
de los vencidos

En el minuto exacto de tu llegada
la realidad se derrumba
entonces te detienes humildemente

Tu humildad es tu orgullo
náufraga del despertar
la oscuridad nos acerca

Has aprendido a llegar tarde
ataviada de miedo, fugitiva del orden de la vigilia
la noche se prolonga más allá de las promesas

Has perdido el camino
la oscuridad nos aleja
los ojos tienen sed
de contactos.


Aldo Pellegrini de Construcción de la destrucción (1957)

4 de agosto de 2017

La certidumbre de existir, Aldo Pellegrini


La certidumbre de existir

lo he visto todo
todo lo que no existe destruir lo que existe
la espera arrasa la tierra como un nuevo diluvio
el día sangra
unos ojos azules recogen el viento para mirar
y olas enloquecidas llegan hasta la orilla del país silencioso
donde los hombres sin memoria
se afanan por perderlo todo

En una calle de apretado silencio transcurre el asombro
todo retrocede hasta un límite inalcanzable para el deseo
pero tú y yo existimos
tu cuerpo y el mío se adelantan y aproximan
y aunque nunca se toquen aunque un inmenso vacío los separe
tú y yo existimos



Aldo Pellegrini

de Distribución del silencio (1966)

3 de agosto de 2017

Despertar, Aldo Pellegrini

Despertar

De par en par
abre su desnudez la maravillosa náusea
es el día que comienza, el día de los portadores de dudas
el alba ya vencida se mezcla al rumor hostil de la calle
¿Dónde termina el espacio, dónde
esconde sus fórmulas el matemático amortajado?
ayudadme a borrar las horrorosas cifras indelebles
la sucesión de días y noches
sin término
antes que los mastines destrocen la ilusión
de una noche perfecta
la náusea cubre su desnudez
las vociferaciones de los que pasan han ahuyentado el alba
es el día
de los portadores de dudas.

Aldo Pellegrini

De El muro secreto (1959)

2 de agosto de 2017

Pequeño esfuerzo de justificación colectiva, Aldo Pellegrini

Pequeño esfuerzo de justificación colectiva (*)

Aldo Pellegrini

Justificación de esta revista: Buscar en la expresión la evidencia de nuestra propia y oculta estructura (palabra, espejo del hombre) y quizás también algo como una necesidad irresistible de pensar en voz alta.
Justificación de nosotros: Seres atraídos hacia sí mismos por una extraordinaria fuerza centrípeta.
Definidos exteriormente como inestables (igual y alternativa repulsión por el movimiento y por la inmovilidad, por la acción y por la inacción) nosotros hemos acudido a la única manera de existir en densidad (es decir sin disolvernos) que es la introspección. Este vocablo no lo entendemos como planteamiento de problemas estériles, sino como una manera de dejarse poseer por uno mismo, estando lo consciente puramente dedicado a revelar por el signo de cada palabra una profunda realidad constitutiva.

En esta actitud se distinguen dos partes:

1º placer de una ilimitada libertad expansiva.

2º posibilidad de conocernos (especie de método psicoanalítico, pero en el cual no partimos de ningún prejuicio sobre nuestra propia estructura).

De lo ya dicho se desprende que nosotros contemplamos la vida (esos mil choques de la realidad exterior) con el mismo desasimiento que observamos para el resto del mundo. Sin embargo guardamos para ella como para éste una consideración cortés como a posibles signos que en circunstancias imprevistas pudieran servir para explicarnos. 
Si desvalorizamos la vida es por la evidencia de un destino. Vomitamos inconteniblemente sobre todas las formas de resignación de ese destino (cualidad máxima del espíritu burgués) y miramos con simpatía todos esos aspectos de una liberación voluntaria o involuntaria: enfermedad, locura, suicidio, crimen, revolución. Pero esto no pasa de ser una posición moral. En realidad, estamos decididos a no intentar nada fundamental fuera de nosotros. 
Cada uno busca en sí mismo. Esta vereda de orientación es casi lo único que nos reúne y quizás un poco de simpatía (ese deseo de ser más que un individuo, deseo de ser muchos). 
Justificación de nuestra expresión: Toda palabra está en el corazón mismo de los problemas del ser. Es decir, que para un hombre determinado, su misterio toma la forma de sus palabras (en un sentido más amplio: toma la forma de sus signos). 
Justificación del nombre de la revista: interrogación primera y máxima, desnuda de todos los ornamentos ortográficos, reducida a su pura esencia verbal.




(*) Publicado, sin firma, en la revista «Qué» nº 1, Buenos Aires, noviembre de 1928.

1 de agosto de 2017

En voz baja, Aldo Pellegrini

En voz baja

En voz muy baja
para poder atravesar la fragilidad de tu sueño
te haré la revelación de las formas
te contaré la belleza
de lo que nunca se vive
las maravillas que nacen imprevistas de la intensidad
del ardor
te enseñaré a caminar con firmeza en la oscuridad
a iluminar la noche con los deseos
a investigar el secreto inmortal
las aventuras galantes alineadas por orden
cronológico
de la vigilia
las borrará el sueño que busca la mujer que todos
rechazan
la mujer que enciende su espíritu caída en las
maravillas del amor
Yo
despierto
predico la absurda técnica de la irresolución
inmóvil
en voz muy baja
te revelo
que el mundo es una graciosa mentira inventada por el
    buen humor de los mártires.

Aldo Pellegrini

De El muro secreto (1949)

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