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23 de agosto de 2016

Prólogo: El idioma de Spencer Holst, Rodrigo Fresán

 Prólogo: El idioma de Spencer Holst, Rodrigo Fresán



Prólogo: El idioma de Spencer Holst


Ahora que lo pienso, la perfecta introducción a este pequeño gran libro no debería sobrepasar la longitud de las más breves ficciones aquí contenidas. Aun así, ¿cómo limitarse a una simple enumeración de adjetivos entusiastas? ¿cómo evitar la tentación de escribir un poco más acerca de El idioma de los gatos después de haber conversado tanto acerca de El idioma de los gatos, después de haber leído tantas veces El idioma de los gatos? Pequeños párrafos entonces; ideas sueltas perseguidas y atrapadas. Para definir un pequeño gran libro llamado El idioma de los gatos y un escritor llamado Spencer Holst. 
 Por ejemplo, si Spencer Holst escribiera la historia de este libro, la historia de este libro sería más o menos así: Había una vez —casi todos los relatos de este libro empiezan con un Había una vez... o un Hubo una vez...— un libro llamado El idioma de los gatos que se publicó en su idioma original, en Estados Unidos, en un año que respondía al nombre de 1971. Al año siguiente —un año que respondía al nombre 1972— en un raro y agradecible gesto de audacia, un editor llamado Daniel Divinsky lo hizo traducir por un escritor llamado Ernesto Schóo para publicarlo en una editorial llamada De la Flor en un país llamado Argentina. La primera edición del libro tardó más de veinte años en agotarse y —sin embargo— fue un éxito fulminante. Se entiende por éxito el hecho de que cada persona que leía ese libro se convertía en una persona más feliz, más creyente en los poderes mágicos y terapéuticos de la literatura. El idioma de los gatos se convirtió en uno de esos contados libros sobre los que se jura, un libro muy popular entre escritores o entre personas que querían ser escritores cuando fueran grandes. A veces, unos y otros se cruzaban en la calle, en una fiesta, y —con acento conspirador y modales de contraseña— se preguntaban unos a otros si habían leído El idioma de los gatos. Si la respuesta era afirmativa, inmediatamente se enumeraban sus tramas como perlas en un collar: el gato cazador de cebras, la comedora de uñas, el murciélago rubio, el desdichado monstruo de la calle Monroe, el hombre que siempre estaba deseando... Se conversaba sobre El idioma de los gatos más de lo que se demoraba en leer El idioma de los gatos. Se sonreían sus palabras y sus personajes. Se teorizaba sobre el paradero y la vida de Spencer Holst. Se fabulaba la idea de alquilar un avión, ir a buscarlo a Nueva York y organizar un desfile en su honor por la Quinta Avenida. Finalmente, cada uno volvía a su casa, prendía las luces, iba hasta su biblioteca y se sentaba a leer una vez más El idioma de los gatos.
Un crítico norteamericano escribió que los cuentos de Spencer Holst estaban destinados a durar para siempre. Tenía razón. Las historias contenidas en El idioma de los gatos son inmortales en su facultad de regenerarse una y otra vez, de parecer siempre diferentes, de cambiar con las estaciones y con la edad con que se las lee. El idioma de los gatos es, sí, un clásico. Y esta es la segunda edición argentina —más de veinte años después— de El idioma de los gatos.
 Las ganas de volver a leer El idioma de los gatos no demoran en traducirse en las ganas de seguir escribiendo sobre El idioma de los gatos.
Leí por primera vez El idioma de los gatos en otro país, en Venezuela, lejos.
Me lo regaló Daniel Divinsky.
Eso fue en 1976, creo.
Y todos estábamos en Venezuela porque no estábamos en Argentina, claro.
Desde entonces tengo ganas de escribir acerca de E/ idioma de los gatos. No pienso desaprovechar esta oportunidad. Voy a escribir todo lo que tengo para escribir —al menos hasta que vuelva a leer el libro; mañana, pasado— sobre El idioma de los gatos y sobre Spencer Holst.
 Hasta hace poco, Spencer Holst era un enigma para mí. Algunas noches nada me costaba imaginarlo como transparente seudónimo de J. D. Salinger.
Pero no; Daniel Divinsky me juró que Spencer Holst existía y que posiblemente se encontrara con él en un próximo viaje a Nueva York.
Como en un cuento de Spencer Holst, Daniel Divinsky y yo coincidimos en esa ciudad el pasado octubre y la posibilidad de conocer a uno de mis héroes era, de improviso, una posibilidad cierta.
Algo ocurrió, claro. Nos desencontramos.
A la vuelta, Daniel Divinsky me ofreció un cassette con una conversación con Spencer Holst para la escritura de este prefacio. Después de pensarlo un poco, decidí no aceptar la oferta para así preservar el enigma y el conocimiento puro de un autor tan sólo a través de sus textos.
Aún así, me hago sitio aquí para comentar las fotos del autor que acompañan la edición de The Zebra Storyteller / Collected Stories by Spencer Holst (Station Hill, 1993, 305 páginas).
No fue fácil encontrar el libro de Spencer Holst.
El libro de Spencer Holst no está en todas las librerías.
No es un libro fácil de encontrar.
Lo encontré —cerca del final del viaje, cerca de la medianoche— en una librería del barrio universitario.
81st Street, estoy casi seguro.
$ 14.95 más el impuesto.
Superada esa inconfundible emoción que siempre nos asalta cuando se encuentra aquello que se busca, descubrí que el libro venía con fotos del autor.
Doce fotos.
Fotos de un señor que desciende de celtas, escandinavos e indios.
Un señor que debe tener setenta y tantos años pero que —si se lo observa atentamente— parece no tener edad. Gorra de baseball. Libro en mano. Inequívoco aspecto de gnomo que sabe contar historias y que —en una breve noticia biográfica— precisa que “dentro de la geografía de la literatura siempre sentí que mi obra estaba equidistante entre dos escritores, ambos nacidos en Ohio: Hart Crane y James Thurber.
Pero mi mujer me dice que no sea tonto, que mis historias están a mitad de camino entre Hans Christian Andersen y Franz Kafka”.
La mujer de Spencer Holst es pintora, suele ilustrar los libros de su marido y se llama Beate Wheeler y aparece junto a Spencer Holst en algunas de las fotos de The Zebra Storyteller.


Spencer Holst pasó varios años contando sus historias de pie y en voz alta en los cafés literarios de Nueva York.
Alguien que lo escuchó entonces escribió que “no cuesta demasiado imaginarlo contando historias en las calles de la antigua Roma”.
Después —enseguida— Spencer Holst se hizo relativamente famoso y ganó varios premios y el aprecio inquebrantable de muchas personas más famosas que él.
“El más hábil fabulador de nuestro tiempo”, no vaciló en informar The New York Times, por ejemplo.
De ahí lo que ya escribí al principio: en Nueva York —como en Buenos Aires, como en Praga— los escritores y las personas que quieren ser escritores cuando sean grandes se preguntan unos a otros si han leído un libro llamado El idioma de los gatos de Spencer Holst.


Hay un salón de baile escondido en Versalles donde anidaron las luciérnagas. Un salón de baile donde se encuentran a bailar los aforismos con los satoris y los haikus con las epifanías. Ese salón de baile escondido se llama, sí, El idioma de los gatos.
Mucho antes de que términos como minimalismo o ficción súbita vinieran a desafinar la gracia de las partituras, Spencer Holst era la segunda viola de la orquesta del salón de baile escondido. Nadie lo explicó mejor que John Cage cuando escribió que: “Estas historias fueron escritas ejecutando la máquina de escribir. Su autor es un mago; lo que significa que uno puede leer una historia, puede saberla de memoria, puede haber visto cómo se la escribía... pero aún así no comprender cómo se lo consiguió. Y la máquina de escribir que el autor utiliza es una máquina de escribir común y corriente”.
Es cierto.
Pero el misterio de El idioma de los gatos —a pesar del resplandor que encandila— es un misterio generoso.
No creo —no puedo recordar ahora— que haya libros más claros y didácticos a la hora de señalar los resortes que mueven a una historia, explicar los diferentes bloques que construyen una trama, ofrecer las instrucciones precisas a la hora de ordenar el ritmo cardíaco y cerebral de una historia.
Está todo aquí —trucos, astucias, consejos— en frases como “Tal es la función del cuentista” o “La pornografía no tiene ningún lugar de ninguna clase en la literatura”; o “Pero, como autor, tengo ciertos poderes” o en los perfectos y emocionantes finales de “El asesino de Papá Noel” y de “El copista de música”; o —sobre todo— en la oración que cierra la magistral “Historia de confesiones verdaderas” donde puede leerse aquello de “¡Ah! ¡Qué gran cosa es ser artista!”.
Tiene razón.
Exactamente.
 Mi gratitud como lector y escritor hacia este libro y su autor es infinita.
Todas y cada una de las veces que sostuve El idioma de los gatos en mis manos me sentí privilegiado miembro de una secta y —como todo poseedor de un secreto— en más de una oportunidad me pregunté si no estaba bien que así fuera; que no fueran muchos los que conocieran la existencia de Spencer Holst.
El paso del tiempo —me dicen— nos vuelve más generosos y por eso le pedí a Daniel Divinsky primero la autorización para reproducir varios de estos cuentos y predicar la Buena Nueva en las páginas veraniegas de un diario y —cuando supe de la reedición de El idioma de los gatos— el honor de aportar estas líneas desordenadas por la felicidad y el entusiasmo.
Podría seguir maullando varias páginas más sobre El idioma de los gatos pero —lo de antes, la necedad de no compartir las palabras mágicas— estaría cometiendo una injusticia y pecando de egoísta al postergar el encuentro de los lectores con las maravillas que aguardan al otro lado de esta puerta.
Un último comentario entonces, una intuición final.
Uno de los mejores relatos de El idioma de los gatos apuesta a un tan hipotético como impostergable encuentro entre Mona Lisa y Buda “allá arriba, en el cielo”. Mona Lisa entra por un extremo de una sala en la que cuelgan muchas cortinas ondulantes y Buda entra por el otro extremo de la sala en la que cuelgan muchas cortinas ondulantes. Se encuentran en el centro exacto del lugar y —concluye Spencer Holst— “se sonrieron”.
Lo que Spencer Holst no aclara —tal vez por humildad, tal vez por no saberlo— es el verdadero motivo detrás de esas sonrisas. Yo —como el narrador de “El asesino de Papá Noel”— conozco a la perfección el motivo detrás de las sonrisas de Mona Lisa y Buda.
Oh, no tengo ninguna prueba, pero es precisamente por eso que estoy tan seguro de que lo sé. Mona Lisa y Buda acaban de leer —no hace falta aclarar que no es la primera vez que lo leen— un libro llamado El idioma de los gatos escrito por alguien llamado Spencer Holst.
Por eso sonríen.
Por eso van a sonreír ustedes.
Bienvenidos al cielo


Rodrigo Fresán

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