Por dondequiera que se parta en dos la colmena del sueño,
poniendo al descubierto la ciudad,
el panal gigantesco elaborado por abejas dementes,
no es difícil reconocer mi celda entre otras celdas.
Mi casa es la que nunca termina de llegar.
La que deja paredes rezagadas detrás de la intemperie;
paredes que se acercan después con una escena en la que
aúllan las tormentas
con inscripciones de peligros ardientes que corren como
teas en la oscuridad,
con siluetas en negro que se prueban en las caras del
terror y de la ausencia:
trofeos recogidos al azar en las vertiginosas travesías
nocturnas.
¿Y ahora este mismo sol fraguado, tan brillante
como aquel que regresa, incomparable, auroleando a mis
muertos?
Esta casa no tiene raíces ni ataduras,
y de repente anda,
anda como sonámbula desde los arenales hasta el borde del
mar
haciendo resonar en cad tumbo su escalofriante risa de
guijarros,
o temblando al rozar algún súbito invierno,
o susurrando fórmulas incomprensibles contra los
maleficios de la luna
que la traspasan de pronto de lado a lado.
¿No ves cómo se escurre desgarrando los flancos entre dos
andamiajes fantasmales?
Tampoco hay cohesión ni certidumbres.
Donde había una ciega pared se abre una puerta al rojo
como una invitación irresistible hacías las cámaras de
las altas torturas.
Las ventanas que daban a un radiante diciembre se
deslizan a tientas
hasta encuadrar a los merodeadores grises que me cercan
con sus rostros de agujero
y dejan en los vidrios su insistente señal,
demasiado insistente.
Ni qué hablar de un rincón donde poder dormir a solas con
la hierba.
Se descorre el tejado
y cae sobre mí ese telón de escombros con que se cierra
el cielo
o me aspira el inmenso bostezo de una noche extranjera.
Los corredores hunden en las habitaciones sus brazos de
saqueo
y escapan como andenes con su carga de fardos que van al
más allá.
A veces surgen grietas por las que me contempla mi
testigo invisible
y aposentos ajenos pasan junto a mi lecho con sus gentes,
sus perros, sus trapiches
labrados como estatuas en la corriente fugitiva.
El suelo es una bestia que me aguarda con las fauces
abiertas.
Y siempre, en todas partes,
este crujido de alas que planean alrededor de mi cabeza,
este trote de alimañas en fuga hacia ninguna parte,
este batir de trapos agitados por el soplo incesante de
la muerte.
Ordalías inapelables como un tribunal de estrellas,
pruebas con las que alguien se digna concederme un íntimo
lugar en este mundo
Yo, con la sombra hasta el cuello.
Olga Orozco
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