Ajedrez
Hubo una vez una demostración de cortesía rusa. Hay en
Rusia una ciudad bastante grande, el centro, de una vasta zona árida. En esta
ciudad hay un club de ajedrez y quienquiera, en toda esa zona, esté seriamente
interesado en el ajedrez, pertenece a este club. Durante varios años hubo dos
ancianos que estaban muy por encima de todos los demás miembros del club. No
eran maestros, pero en esta zona eran los mejores jugadores, y a lo largo de
los años los socios del club habían estado tratando de decidir cuál de ellos
era el mejor; cada año había un concurso, y cada año los dos hacían lo mismo:
primero, uno de ellos ganaba, después ganaba el otro, después empataban o
declaraban tablas; el club estaba dividido, la mitad de los socios pensaba que
el uno era superior, la otra mitad pensaba que el otro. Los socios del club
querían tener un campeón. De modo que decidieron que este año harían un
concurso distinto: decidieron traer un jugador inferior, una persona
completamente desconocida, ajena a la zona, y cada candidato jugaría con él una
partida; y entendieron que cada uno de los candidatos le ganaría al jugador
mediocre, de modo que no era cuestión de ganar o perder, sino que resolvieron
más bien votar después, tras estudiar y discutir el juego de cada uno de los
candidatos, y que le otorgarían el campeonato a aquel que jugara con mejor
estilo. La noche del torneo llegó, y el primer candidato jugó con el jugador
inferior hasta que el jugador inferior finalmente se encogió de hombros y le
dijo: “Abandono. Usted gana, obviamente”. Momento en el cual el primer
candidato se inclinó e hizo girar el tablero en redondo, tomando él la posición
que el jugador inferior había abandonado, y dijo: “Continúe”. Jugaron hasta que
por fin el jugador inferior recibió jaque mate. Después el segundo candidato
jugó con el jugador inferior hasta que finalmente el extranjero alzó sus manos
y dijo: “Abandono”. Y el segundo candidato, exactamente como lo había hecho el
primero, hizo girar el tablero en redondo y dijo: “Continúe”. Jugaron por un
rato hasta que el vencido jugador inferior, con expresión vacía, se echó hacia
atrás y se encogió de hombros y dijo: “No sé qué hacer. No sé a dónde mover.
¿Qué haré?” El segundo candidato torció la cabeza para entender mejor cómo veía
su oponente el tablero, y después dijo cautelosamente: “Bueno, ¿por qué no
mueve esa pieza allá?” El forastero miró el tablero sin comprender, y
finalmente se encogió de hombros como diciendo: “Bueno, no puede causar ningún
daño, y después de todo, qué importa, sé que voy a perder de todas maneras”.
Con ese gesto movió la pieza allá. El maestro frunció el ceño y examinó el
tablero durante varios minutos antes de mover. Su entrecejo se ahondó. Las
comisuras de su boca se cayeron. Sus ojos se endurecieron, devolvió una hosca,
pétrea, desafiante mirada a su público por un momento, antes de decir con una
voz ronca que todos pudieron escuchar: “¡Abandono!” Saltó de su silla, alzó rápidamente
su bastón con puño de oro y lo descargó sobre el tablero de ébano y marfil,
partiéndolo por la mitad. Salió corriendo de la habitación, murmurando en voz
alta una larga, vigorosa letanía de blasfemias que fue maravilloso escuchar.
Por supuesto le otorgaron el campeonato del club. Y de paso, pienso, demostró
la manera apropiada de perder una partida.
Spencer Holst de El idioma de los gatos (1971)
No hay comentarios:
Publicar un comentario