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17 de enero de 2018

La senda del solitario, O. Henry


La senda del solitario, O. Henry


Moreno como un grano de café, robusto, provisto de espuelas y pistolas, cauteloso, indomable, vi a mi viejo amigo, Buck Caperton, ayudante del sheriff, caer con un tintineo de espuelas en una silla de la antesala de su superior.
Ya que a esa hora los tribunales estaban casi desiertos, y recordando que a veces Buck solía relatarme historias jamás impresas, le seguí y, conociendo sus debilidades, no me costó impulsarle a hablar. Porque para el paladar de Buck los cigarrillos liados con hojas de maíz eran dulces como la miel; y si bien era capaz de apretar el gatillo de una 45 con velocidad y puntería, nunca había aprendido a liar cigarrillos.
No fue culpa mía (pues yo liaba cigarrillos compactos y bien formados) sino de un antojo suyo, el que, en lugar de alguna odisea del chaparral, me viera yo escuchando… ¡una disertación sobre el matrimonio! ¡Cosas de Buck Caperton! Pues yo sigo sosteniendo que los pitillos eran impecables y, por lo tanto, solicito mi absolución.
—Acabamos de traer a Jim y Bud Granberry —dijo Buck—. Un asunto de robo de trenes. Fue en el paso de Aransas, el mes pasado. Los apresamos en el llano de Veinte Millas, al sur del Nueces.
—¿Os costó mucho acorralarlos? —pregunté; aquélla era la clase de alimento que reclamaba mi apetito épico.
—Un poco —dijo Buck; y luego, en el curso de una breve pausa, el pensamiento se le perdió por otros caminos—. Es extraño lo que sucede con las mujeres —continuó—, y el lugar que ocupan en la naturaleza. Si me pidieran que las clasificara, diría que son una especie de hierbas astrágalos de humanos. ¿Alguna vez has visto un potrillo que haya estado masticando esa planta? Lo llevas a un arroyo de medio metro de ancho, empieza a resoplar y hasta es capaz de tirarte de la silla. Retrocede como si estuviera delante del Mississippi. Y al rato baja por la ladera de un cañón de setenta metros como si entrara en un prado. Pues lo mismo les sucede a los casados.
»Es que estaba acordándome de Perry Rountree, que era compañero mío antes de cometer pecado de matrimonio. En aquellos tiempos Perry y yo detestábamos que nos molestaran. Vagábamos mucho, despertando toda clase de ecos y haciendo que cada cual se ocupara de sus asuntos. Cuando llegábamos a la ciudad en busca de diversión, se declaraba día de fiesta para todos los inscritos en el censo. Las fuerzas del sheriff se dedicaban por completo a dominarnos, y el resto de la gente tenía jornada libre. Pero entonces apareció esa Mariana la irresistible, y le hizo una caída de ojos, y en menos de lo que canta un gallo ya estaban preparando el ajuar y los arreos.
»Ni siquiera me invitaron a la boda. Apuesto a que la novia hizo un balance de mi pedigree y la alta estima en que se tenían mis costumbres, y decidió que Perry se movería mejor bajo los arneses sin tener al lado un potro como Buck Caperton, más bien reacio a los deberes matrimoniales. De modo que pasaron seis meses hasta que volví a ver a Perry.
»Un día, paseando por los suburbios de la ciudad, divisé algo parecido a un hombre que rociaba un rosal con una regadera en el jardincito de una casa minúscula. Seguro de haber visto antes a un penco similar, me paré frente a la cancilla, a ver si le descubría la marca en el flanco. No era Perry Rountree, sino una especie de gelatina de pescado en que le había convertido el matrimonio.
»Lo que Mariana había perpetrado recibe un nombre: homicidio. Claro que tenía buen aspecto, pero llevaba cuello blanco y zapatos, y se podía apostar a que hablaría con toda educación y pagaría los impuestos, y para beber, separaría el meñique, como hacen los borregos y los tipos de ciudad. ¡Rayos! ¡Lo que sentí al ver a Perry corrompido y transformado en un badulaque cualquiera!
»Se acercó a la portilla y me estrechó la mano; entonces yo, empleando todo mi sarcasmo y una voz de loro con catarro le dije:
»—Excúseme, mister Rountree… Así se llama usted, ¿verdad? Si no me equivoco, creo que en una época tuve el honor de ser su compañero.
»—¡Oh, Buck, vete al diablo! —dijo Perry con cortesía, confirmando mis temores.
»—Pues entonces escúchame —le dije—, mascota decadente, infecto jardinero de tres al cuarto, ¿qué estás buscando? Mírate un poco al espejo; lo único que puedes pretender, con esa pinta de tipo decente e inofensivo, es formar parte de un jurado o ponerte a reparar la puerta de tu casa. ¡Y pensar que hasta no hace mucho eras un hombre…! No sabes el asco que me dan estas cosas. ¿Por qué no te metes en la casa a contar los tapetitos o poner el reloj en hora, en vez de quedarte al aire libre? Ten cuidado, puede atacarte un conejo.
»—Oye, Buck —dijo Perry bonachonamente y algo apenado—, me parece que no comprendes. Cuando un hombre se casa debe cambiar. No siente del mismo modo que un bruto como tú. Malgastar el tiempo molestando a la gente pacífica de los pueblos, jugando a las cartas y bebiendo es un verdadero pecado.
»—Hubo un tiempo —dije yo, y espero haber suspirado— en que cierto corderito domesticado cuyo nombre conozco demostraba amplios conocimientos en el campo de las depravaciones perniciosas. Alguna vez fuiste una verdadera plaga, Perry, y jamás habría esperado verte reducido a un frívolo fragmento humano. Pero mira, te has puesto corbata y hablas la jerga vacía e insulsa de los tenderos y las mujeres. Bien podrías llevar sombrilla y portaligas, y llegar temprano a casa todas las noches.
»—Mi mujercita —dijo Perry— me ha hecho mejorar muchísimo. Eso es lo que creo. Pero tú no podrías entenderlo, Buck. Desde que me casé no he ido de juerga una sola noche.
»Seguimos hablando un rato, y te juro por mi salud que de repente el tipo me interrumpió y empezó a hablar de las seis tomateras que cultivaba en el jardín. ¡Y lo increíble es que me refregó en la nariz su degradación hortelana mientras yo le recordaba cómo nos habíamos divertido desplumando a aquel tahúr en la taberna de California Pete! Sin embargo, poco a poco, fue recuperando el sentido común.
»—He de admitir que a veces resulta un poco monótono, Buck —dijo—. No es que no sea completamente feliz con mi mujercita, pero todo hombre necesita echar una cana al aire de vez en cuando. Así que mira: esta tarde Mariana irá a visitar a una amiga y no regresará hasta las siete. Esa es la hora límite para los dos: las siete. Ninguno se retrasa un solo minuto, a menos que estemos juntos. Y la verdad es que me alegra verte, Buck —siguió—, porque no me faltan ganas de correrme una juerguecita contigo en recuerdo de los viejos tiempos. ¿Qué te parece si esta tarde salimos a divertirnos juntos? A mí me encantaría.
»De la palmada que le propiné, el cautivo fue a parar al centro del jardín.
»—Corre a buscar tu sombrero, cocodrilo reseco —le grité—. Todavía no estás muerto. Por más que te hayan puesto el yugo, aún te queda algo de humano. Haremos trizas la ciudad, a ver cómo responde. Investigaremos la ciencia del descorchamiento hasta sus últimos rincones. Apenas vuelvas a recorrer la senda del vicio con el viejo tío Buck —le dije—, te saldrán cuernos nuevos, so vaca arrugada. —Y le di un puñetazo en las costillas.
»—Ya sabes que a las siete tengo que estar en casa —replicó Perry.
»—Sí, claro —dije yo, y me guiñé el ojo, porque conocía bien cómo cumplía Perry los horarios una vez se encariñaba de una barra.
»Fuimos a la Mula Gris, esa vieja taberna de adobe que está junto al depósito de la estación.
»—Di qué quieres —le propuse no bien apoyamos las pezuñas en el mostrador.
»—Zarzaparrilla —dijo Perry.
»Tan sorprendido me dejó, que hubieran podido derribarme con una cáscara de limón.
»—A mí puedes insultarme todo lo que quieras —dije—, pero haz el favor de pensar en el tabernero. Quizá sufra del corazón. Pon dos vasos altos —ordené— y esa botella que está a la izquierda de la nevera.
»—Zarzaparrilla —insistió Perry, y en ese instante se le iluminaron los ojos y me percaté de que estaba ansioso por exponerme una idea genial—. Buck —dijo sumamente interesado—. ¡Ya sé lo que vamos a hacer! Quiero que este día me quede grabado con letras rojas en la memoria. Últimamente he estado demasiado metido en casa y necesito distraerme. Lo pasaremos como nunca. Iremos a la trastienda y jugaremos a las damas hasta las seis y media.
»Me incliné sobre el mostrador y le dije a Orejas Mike, que estaba alerta:
»—Prométeme que no le contarás esto a nadie. Tú conoces bien a Perry. Pero sucede que ha estado enfermo y el médico ha aconsejado que le levantáramos el ánimo.
»—Danos el tablero y las fichas, Mike —dijo Perry—. Estoy loco por divertirme.
»Pasamos a la trastienda. Antes de cerrar la puerta, le dije a Mike:
»—No se te ocurra mencionarle a nadie que has visto a Buck Caperton en relaciones fraternales con la zarzaparrilla y el tablero. Como me entere de que lo has contado, te haré una muesca en la otra oreja.
»Cerré la puerta y jugamos a las damas. Estar allí, sentado ante aquella humillada rareza hogareña que estallaba en gritos de alborozo cada vez que comía una ficha y chorreaba placer cuando coronaba una dama, habría bastado para enfermar de tristeza a un perro pastor. El, que sólo quedaba satisfecho cuando ganaba seis partidas de bingo o dejaba a los banqueros de faro en estado de postración nerviosa, no podía ser el mismo que movía ahora las fichas como Mariquita en una fiesta escolar. Aquello era insoportable.
»Y sin embargo seguí jugando con las negras, sudando de miedo a que entrara algún conocido y me sorprendiese. Me puse a pensar en ese lío del matrimonio, en lo mucho que se parece al juego que inventó la señora Dalila. Aquella mujer le cortó el pelo a su pobre marido, y ya sabemos cómo se ve la cabeza de un hombre después de que la esposa se ensañe con ella. Entonces vinieron los fariseos y el muchacho se sintió tan avergonzado que echó la casa abajo. “Basta que un hombre se case —pensé— para que pierda la garra, el orgullo y las ganas de hacer locuras. No beben, no asustan a nadie, ni siquiera se pelean. ¿Para qué se casan entonces?”, me pregunté.
»Perry, con todo, parecía estar disfrutando enormemente.
»—Buck, querido bestia —me dijo—, ¿no es la tarde más fantástica de nuestra vida? No recuerdo haberme divertido tanto en muchos años. Sabes, desde que me casé he estado demasiado apegado a mi hogar; hacía mucho que no me iba de parranda.
»¡Parranda! ¡Llamaba parranda a jugar a las damas en la trastienda de la Mula Gris! Supongo que le parecía ligeramente más inmoral y disoluto que pasearse entre tomateras con un hisopo en la mano.
»A cada momento consultaba su reloj y repetía:
»—Ya sabes que a las siete tengo que estar en casa, Buck. »—Está bien —le respondía yo—. Ahora cállate y mueve.
Me estoy muriendo de excitación. Si no me freno e intento sosegarme un poco, la tensión acabará con mis nervios.
»Serían las seis y media cuando se empezaron a oír ruidos en la calle. Hubo un griterío, disparos de revólver y un estrépito de caballos que iban y venían.
»—¿Qué será eso? —pregunté.
»—Alguna tontería en la calle —dijo Perry—. Te toca a ti. Tenemos el tiempo justo para terminar esta partida.
»—Echaré una ojeada por la ventana —dije—. No esperarás que un simple mortal pueda soportar al mismo tiempo que le coman una dama y escuchar un tumulto callejero.
»La Mula Gris era una de esas viejas construcciones españolas de adobe, y la trastienda sólo tenía dos ventanas de medio metro de ancho protegidas por rejas. Asomándome a una de ellas comprendí la causa del alboroto.
»Diez hombres de la banda de Trimble, la peor pandilla de forajidos y cuatreros de todo Texas, venían por la calle disparando a diestro y siniestro. Avanzaban directamente hacia la Mula Gris. Después los perdí de vista, pero los oímos bajarse de los caballos frente a la puerta y llenar el salón de plomo. Hicieron añicos el espejo y destrozaron varias botellas. Nos imaginábamos a Orejas Mike atravesando la plaza como un coyote despavorido, mientras alrededor las balas levantaban el polvo. Por fin la banda campó por sus respetos en la taberna, bebiendo lo que quería y rompiendo lo que no le gustaba.
»Tanto Perry como yo los conocíamos, y ellos a nosotros. Un año antes de que Perry se casara, habíamos estado los dos en la misma cuadrilla de batidores y, después de perseguir a la banda hasta San Miguel, nos habíamos traído de vuelta a Ben Trimble y a dos más para que los juzgaran por asesinato.
»—No podemos salir —dije—. Tendremos que quedarnos hasta que se vayan.
»Perry miró su reloj.
»—Las siete menos veinticinco —dijo—. Podemos acabar la partida. Te tengo acorralado. Y te toca a ti, Buck. Ya sabes que he de estar en casa a las siete.
»Nos sentamos y seguimos jugando. La banda de Trimble no lo estaba pasando nada mal. Se estaban poniendo las botas. Bebían más y más, y mientras iban bebiendo, usaban vasos y botellas como blanco. Por dos o tres veces intentaron abrir nuestra puerta. Después se oyeron más tiros en la calle y yo miré por la ventana. Ham Gosset, el sheriff, había apostado a su gente al otro lado de la calle y trataba de abatir a alguno de los Trimble a través de las ventanas.
»Aquella partida la perdí. Debo decir en mi descargo que Perry me comió tres damas que yo habría salvado de ser otras las circunstancias. Pero cada vez que me comía una ficha, el bragazas aquel cacareaba como una gallina idiota que picotea granos de maíz.
»Cuando acabó la partida, Perry se puso en pie y consultó su reloj.
»—Lo he pasado en grande, Buck —dijo—. Pero ahora he de marcharme. Son las siete menos cuarto, y ya sabes que a las siete tengo que estar en casa.
»Pensé que me tomaba el pelo.
»—No pasará menos de una hora antes de que esos tipos decidan largarse o la borrachera los tumbe —dije yo—. Supongo que no estarás tan cansado del matrimonio como para suicidarte de repente, ¿verdad? —dije, y solté una carcajada.
»—Una vez llegué a casa con media hora de retraso —dijo Perry—. Mariana estaba esperándome en la calle. Si la hubieses visto, Buck… Pero dudo que lo comprendas. Ella sabe muy bien qué clase de golfo he sido, y teme que me suceda algo. Nunca más volveré tarde a casa. Ahora voy a despedirme, Buck.
»Le cerré el paso hacia la puerta.
»—Mira, casadito —dije—, ya me doy cuenta de que en cuanto el cura te enredó, empezaste a volverte imbécil; pero ¿será posible que al menos una vez pienses como un ser humano? Ahí fuera hay diez bandidos embrutecidos por el whisky y los deseos de matar. Si sales de aquí, durarás menos que una botella de vino. De modo que emplea la inteligencia, o al menos el instinto del jabalí. Siéntate y espera hasta que podamos escapar sin que nos saquen de aquí en ataúd.
»—Tengo que estar en casa a las siete, Buck —repitió aquel cerebro de gallina como si fuese un loro subnormal—. Mariana estará esperándome. —Y, alargando el brazo, le arrancó una pata a la mesa que sostenía el tablero—. Pasaré entre la banda de Trimble como una liebre por un corral alborotado. Ya me he curado de la fiebre de los jaleos, pero tengo que estar en mi casa a las siete. Cierra la puerta cuando haya salido, Buck, y no olvides que te he ganado tres de las cinco partidas. Jugaría un rato más, pero Mariana…
»—Cierra el pico, correcaminos chiflado —le interrumpí—. ¿Cuándo has visto que el tío Buck cierre la puerta a los problemas? No estaré casado —le dije—, pero soy más tonto que un condenado mormón. Cuatro menos una es igual a tres —dije, y arranqué otra pata de la mesa—. Llegaremos a casa a las siete, aunque sólo sea a la casa celestial. ¿Me dejarás acompañarte a casa, zarzaparrillero, jugador de damas sediento de muerte y destrucción?
»Abrimos la puerta muy despacio y enseguida nos abalanzamos hacia la salida. Parte de la banda estaba alineada en el mostrador; otros servían las bebidas y el resto espiaba por la puerta y las ventanas, tiroteándose con los hombres del sheriff. Estaba todo tan lleno de humo que no nos advirtieron hasta que estuvimos a mitad de camino. Pero entonces, desde algún sitio, Berry Trimble aulló:
»—¿Cómo se ha metido aquí Buck Caperton? —Y una bala me rozó la piel del cogote. Aquello no debió de gustarle, porque Berry es el mejor tirador que hay al sur de las vías del Southern Pacific. Tal vez fuese el humo, que no favorecía precisamente la puntería.
»Perry y yo descrismamos a un par de bandidos con nuestros garrotes, que fallaban menos que las balas, y, mientras corríamos hacia la puerta, le arrebaté el Winchester a un sujeto que montaba guardia. Entonces me volví y arreglé cuentas con mister Berry.
»Perry y yo salimos a la calle y doblamos la esquina. No había esperado librarme de aquélla, pero tampoco habría podido dejarme intimidar por un tipo casado. En opinión de Perry, el gran suceso de la jornada habían sido las partidas de damas; pero, a poco buen juez que sea yo en materia de pasatiempos refinados, creo que aquella estampida a través del salón de la Mula Gris, a golpe de patas de mesa, merecía figurar en cabeza de cualquier antología.
»—Date prisa —dijo Perry—. Faltan dos minutos para las siete, y tengo que estar en casa…
»—Vamos, cállate —contesté—. Yo debo presentarme como testigo de cargo en una investigación judicial que empieza a las siete, y no culparé a nadie por el retraso.
»No me quedó más remedio que pasar por la casita de Perry. Su Mariana estaba en la puerta. Llegamos a las siete y cinco. Ella llevaba un delantal azul y se había peinado el cabello muy tirante y hacia atrás, como lo hacen las niñas cuando quieren parecer personas mayores.
»No nos vio hasta que nos acercamos, porque estaba mirando hacia el otro lado. Pero de pronto se dio la vuelta, divisó a Perry, y una expresión extraña, como de alivio, si es posible describirla así, le fue ganando la cara. La oí lanzar un largo suspiro, como lo hubiese hecho una vaca a la que le devolvieran su ternero, y luego dijo:
»—Llegas tarde, Perry.
»—Cinco minutos —respondió él, todo jovialidad—. Es que el viejo Buck y yo hemos estado jugando a las damas.
»Perry me presentó a Mariana y me invitaron a entrar. Pero no acepté. No, señor. Por ese día ya había tenido bastante vida familiar. Dije que debía marcharme y aseguré que había pasado una tarde muy agradable con mi buen amigo.
»—Especialmente —añadí para tomarle el pelo un poco a Perry— cuando, en plena partida, se desprendieron de pronto las patas de la mesa. —Pero no continué porque había prometido que no hablaría de lo sucedido delante de Mariana.
»No he dejado de pensar en este asunto desde que ocurrió —prosiguió Buck—. Hay algo que me da vueltas en la cabeza y no acabo de comprender.
—¿Y qué es? —pregunté yo, mientras terminaba de liar el último cigarrillo y se lo pasaba a él.
—Bien, te lo diré. Cuando vi la mirada que esa mujercita dirigía a Perry al volverse y comprobar que regresaba a casa sano y salvo, por un instante me pareció que aquella mirada valía más que todas nuestras sandeces, zarzaparrilla y damas incluidas; y que si en aquella historia había un tonto, no era el que respondía al nombre de Perry Rountree.

O. Henry

16 de enero de 2018

Best seller, O. Henry

 Best seller, O. Henry

1

Un día del verano pasado salí de viaje hacia Pittsburg; era en realidad un viaje de negocios.
Mi coche de línea iba provechosamente lleno de la clase de gente que se suele ver en los trenes. La mayoría eran señoras que llevaban vestidos de seda marrón con canesú cuadrado y remate de puntillas, tocadas con velos moteados, y que se negaban a dejar la ventana abierta. Luego había el acostumbrado número de hombres que habrían podido pertenecer a cualquier negocio y dirigirse a cualquier parte. Algunos estudiosos de la naturaleza humana pueden observar al viajero de un tren y decir de dónde es, su ocupación y su posición en la vida, tanto social como ideológicamente, pero yo nunca fui capaz de adivinar tal cosa. La única forma en que puedo juzgar acertadamente a un compañero de viaje es cuando el tren se ve detenido por atracadores, o cuando alarga la mano al mismo tiempo que yo para coger la última toalla del compartimiento de coche-cama.
Apareció el revisor y se puso a limpiar el hollín del alféizar de la ventanilla dejándolo caer sobre la pernera izquierda de mis pantalones. Me lo sacudí como pidiendo disculpas. La temperatura era de treinta grados. Una de las señoras con velo exigió que se cerrasen dos ventiladores más, y empezó a hablar en voz alta de la compañía Interlaken. Yo me eché hacia atrás ociosamente en mi asiento número siete, y me dediqué a mirar con la más tibia de las curiosidades la cabecita pequeña, negra y con calva que apenas asomaba por el respaldo del asiento número nueve.
De repente, el número nueve arrojó un libro al suelo por la rendija entre su asiento y la ventana, y cuando lo miré, vi que se trataba de Trevelyan y la dama de la rosa, uno de los best-sellers del momento. Y entonces, el crítico o el Filisteo, fuera lo que fuese, giró su asiento hacia la ventana y lo pude reconocer inmediatamente como John A. Pescud, de Pittsburg, viajante de comercio para una compañía de vidrio cilindrado y antiguo conocido mío al que no veía desde hacía dos años.
Al cabo de dos minutos nos encontrábamos frente a frente, nos habíamos estrechado la mano, y habíamos acabado con tópicos tales como la lluvia, la prosperidad, la salud, el lugar de residencia y el destino laboral. A continuación podría haber venido la política, pero no fui tan malhadado.
Me gustaría que conociesen ustedes a John A. Pescud. Está hecho de la pasta de la que raramente están hechos los héroes. Es un hombre pequeño con una amplia sonrisa, y un ojo que parece estar fijo en ese granito rojo que a veces tiene uno en la nariz. Nunca le vi llevar más que un solo tipo de corbata, y es un hombre que permanece fiel a los gemelos y los botines. Es tan resistente y auténtico como cualquiera de los productos fabricados por la Cambria Steel Works, y tiene la certidumbre de que tan pronto como Pittsburg haga obligatorio el consumo de humo, san Pedro bajará a la Tierra para sentarse al pie de la calle Smithfiel y dejará a alguna otra persona encargada de cuidar la puerta de la sucursal del cielo. Cree que «nuestro» vidrio cilindrado es la mercancía más importante del mundo, y que cuando un hombre se encuentra en su ciudad natal debe comportarse con decencia y acatar las leyes.
Durante mi relación con él en la ciudad de la Noche Diurna nunca llegué a enterarme de sus puntos de vista acerca de la vida, el amor, la literatura y la ética. En nuestros encuentros nos dedicábamos a repasar ociosamente los tópicos locales y luego nos despedíamos, no sin antes haber compartido un Château Margaux, un estofado irlandés, flan, pudín casero y café (con la leche aparte, por supuesto). Y ahora estaba a punto de conocer mejor algunas de sus ideas. En lo que a los hechos se refiere, me dijo que había prosperado su negocio desde las convenciones del partido, y que pensaba apearse en Coketown.

2

-Dime -dijo Pescud, moviendo el libro rechazado con la punta del zapato derecho-, ¿has leído alguna vez uno de esos best-sellers? Me refiero a aquellos en que el héroe es un elegante norteamericano, a veces incluso de Chicago, que se enamora de una princesa europea que se encuentra viajando bajo seudónimo, y a la que acaba siguiendo hasta el reino o principado de su padre. Supongo que habrás leído alguno. Son todos iguales. A veces el amanerado aventurero es corresponsal de un periódico de Washington y otras veces es un Van algo de Nueva York, o también puede ser un comerciante de trigo de Chicago con una fortuna de cincuenta millones. Pero siempre está dispuesto a romper las filas del rey de cualquier país extranjero que se dedica a enviar aquí a sus reinas y princesas para que prueben las nuevas sillas de felpa en el Big Four o el B. and O. No parece haber en el libro ninguna otra razón que justifique su estancia en este país.
»Pues bien, como te iba diciendo, este individuo persigue hasta su casa a la real damisela, y se entera de quién es. Se la encuentra una noche en el corso o la strasse y nos obsequia con diez páginas de conversación. Ella le recuerda su diferencia de clase social, y ello le da pie para meter con calzador tres sólidos y encendidos argumentos sobre los no coronados soberanos de América. Si se cogiesen sus comentarios y se les diese una escritura musical, quitándoles la música a continuación, sonarían exactamente igual que una canción de George Cohan.
»Bueno-prosiguió Pescud-, ya sabrás cómo sigue la cosa si has leído alguno de ellos. Se dedica a golpear a la guardia suiza del rey, derribando a sus hombres sin esfuerzo alguno, cada vez que se cruzan en su camino. Es también un gran espadachín. He oído hablar de hombres de Chicago que eran traficantes de renombre en el mercado negro, pero no tengo noticias de que jamás haya surgido allí ningún espadachín. Así que nuestro héroe se planta en el primer rellano de la escalinata real del castillo de Schutzenfestenstein con un reluciente estoque en la mano, y hace una parrillada de Baltimore con seis pelotones de traidores que llegan para asesinar al susodicho rey. Luego tiene que batirse en duelo con un par de cancilleres y frustrar una conspiración organizada por cuatro duques austriacos que pretenden embargar el reino por una estación de gasóleo.
»Pero la escena cumbre llega cuando su rival por la mano de la princesa, el conde Feodor, le ataca entre las verjas y la capilla en ruinas, armado con una ametralladora, un alfanje y una pareja de sabuesos siberianos. Esta escena es la que lleva al best-seller a su vigésimo novena edición antes de que el editor haya tenido tiempo de extender un cheque como adelanto por los derechos.
»El héroe norteamericano se despoja de su chaqueta y la arroja sobre las cabezas de los sabuesos, le da un papirotazo a la ametralladora con la mano enguantada, le dice «¡Yah!» al alfanje, y aterriza con el más puro estilo Kid McCoy sobre el ojo izquierdo del conde. Como es lógico, una limpia escena de boxeo se sucede a continuación sin hacerse esperar. El conde, con el fin de hacer posible la buena marcha de los hechos, se revela también como un experto en el arte de la defensa personal, y allí tenemos ya la pelea Corbett-Sullivan convertida en literatura. El libro termina con una escena a lo John Cecil Clay del comerciante y la princesa refugiados bajo los tilos del paseo de Gorgonzola. Con esto la historia de amor se resuelve más que bien. Pero me he dado cuenta de que el libro esquiva siempre el desenlace final. Hasta un best-seller tiene la sensatez suficiente como para avergonzarse tanto de dejar a un negociante de trigo de Chicago instalado en el trono de Lobsterpotsdam, como de traerse a una princesa de verdad a comer pescado y ensalada de papas en un chalet italiano de la avenida Michigan. ¿Qué opinas tú?»
-Bueno -contesté-. No lo sé muy bien, John. Hay un dicho que reza: «El amor no conoce rangos.» ¿Lo habías oído?
-Sí -dijo Pescud-, pero esta clase de historias de amor lo que son es un rango infame. Sé algo de literatura, aunque esté en el negocio del vidrio cilindrado. Este tipo de libros son una farsa, y, sin embargo, nunca me monto en un tren sin empaparme de alguno de ellos. No puede salir nada bueno de una alianza internacional entre la aristocracia del Viejo Continente y un recio norteamericano de los nuestros. Cuando la gente se casa en la vida real, suele escoger casi siempre a alguien de su misma clase. Un hombre elige por lo general a una muchacha que ha ido al mismo colegio que él y pertenecido al mismo club de canto. Cuando los jóvenes millonarios se enamoran, siempre seleccionan a la corista a quien le gusta la misma salsa que a él en la langosta. Los corresponsales de los periódicos de Washington se casan siempre con viudas diez años mayores que ellos y que regentan una pensión. No, señor, no puedo dar crédito a una novela en la que uno de los brillantes jóvenes de C. D. Gibson se marcha al extranjero y pone los reinos patas arriba sólo porque es un Taft norteamericano y ha seguido un cursillo de gimnasia. ¡Y además hay que ver cómo hablan! ¡Escucha!              
Pescud recogió el best-seller y buscó una página.
-Escucha esto -dijo-. Trevelyan está charlando con la princesa Alwyna al fondo del jardín de tulipanes. Esto es lo que dice:
»“No habléis así, vos, la más preciada y dulce de las flores de la tierra. ¿Acaso puedo aspirar a alcanzaros? Sois una estrella sobrevolándome desde las alturas de un cielo majestuoso, y yo… yo soy tan sólo yo mismo. Y, sin embargo, soy un hombre, y tengo un corazón que ofrecer y arriesgar. No tengo otro título que el de un soberano sin corona, pero tengo un brazo y una espada que podrían liberar a Schutzenfestenstein de conspiraciones y traidores.”
»Piensa en un hombre de Chicago -prosiguió mi amigo- blandiendo una espada y hablando de liberar algo que sonase tan a hueco como eso. ¡Sería mucho más plausible que luchara por aplicarles un impuesto de importación!
-Creo que entiendo lo que quieres decir, John -aseveré-. Quieres que los escritores de ficción construyan escenas consistentes y sean consecuentes con sus personajes. No deberían mezclar a pachás turcos con granjeros de Vermont, ni a duques ingleses con pescadores de almejas de Long Island, ni a condesas italianas con vaqueros de Montana, ni a cerveceros de Cincinnati con rajás de la India.
-Ni a simples hombres de negocios con una aristocracia que está muy por encima de ellos -añadió Pescud-. No tiene sentido. La gente está dividida en clases, queramos o no admitirlo, y todo el mundo siente el impulso de quedarse en su propia clase. Y así lo hacen, además. No entiendo cómo la gente va a trabajar y compra cientos de miles de libros como ése. Nunca se ven ni se oyen bufonadas y cabriolas semejantes en la vida real.

3

-Bueno, John -le dije-, yo hace muchísimo tiempo que no leo un best-seller. Puede que opinase igual que tú. Pero cuéntame algo de ti. ¿Te van bien las cosas en la compañía?
-De primera -contestó Pescud, con el rostro súbitamente iluminado-. Me han subido dos veces el sueldo desde la última vez que te vi, y además me dan una comisión. Me he comprado una pequeña finca preciosa en las afueras del East End, y he construido allí una casa. El año que viene la empresa me va a vender unas cuantas acciones. ¡Así que mi prosperidad es segura, salga quien salga elegido!
-¿Y has encontrado ya a tu media naranja, John? -le pregunté.
-Ah, ¿pero no te lo he contado? -dijo Pescud con una sonrisa de oreja a oreja.
-¡Vaya, vaya! -exclamé-. Así que has podido robarle tiempo al vidrio cilindrado para tener un idilio.
-No, no -protestó John-. No es un idilio, ¡nada de eso! Pero bueno, te lo voy a contar desde el principio:
»Iba yo en tren hacia el sur, con destino a Cincinnati, hará unos dieciocho meses, cuando divisé al otro lado del pasillo a la muchacha más preciosa que habían visto mis ojos. No era una belleza espectacular, ¿sabes?, sino de esa clase de mujeres que uno querría tener para siempre. Bueno, conmigo no ha ido nunca eso de las conquistas y los flirteos, sean mediante pañuelo o automóvil, por correo o en el umbral de la puerta, y ella además no era de ese tipo de chicas a las que se puede abordar. Iba leyendo un libro inmersa en sus pensamientos, pero le bastaba habitar este mundo para hacer de él algo más hermoso y agradable. No dejé de mirarla por el rabillo del ojo, y por fin en mi imaginación el vagón Pullman se convirtió en una casita con césped, y con una parra cubriendo el porche. No tenía la menor intención de dirigirle la palabra, pero pensé que el negocio de vidrio cilindrado podía irse al infierno por unas horas.
»Hizo transbordo en Cincinnati, y cogió un coche-cama para Louisville. Allí compró un nuevo billete y siguió ruta pasando por Shelbyville, Frankford y Lexington. A partir de entonces empecé a tener dificultades para seguirla. Los trenes llegaban cuando les daba la gana, y no parecían dirigirse a ningún lugar concreto, preocupándose simplemente de mantenerse en los raíles y seguir por la derecha en la medida de lo posible. Luego empezaron a detenerse en empalmes en vez de hacerlo en poblaciones, y al final se paraban sin excepción. Estoy seguro de que la agencia de detectives Pinkerton les haría una oferta ventajosa a los del vidrio cilindrado para contratar mis servicios si supieran cómo me las arreglé para seguir a aquella joven. Traté de mantenerme fuera del alcance de su vista como pude, pero jamás llegué a perderle la pista.
»La última estación en la que se bajó estaba ya muy lejos, al sur, en Virginia, y eran las seis de la tarde. Había unas cincuenta casas y cuatrocientos negros a la vista. El resto era cieno, mulas y podencos moteados.
»Un hombre alto y viejo, con rostro afable y el pelo blanco, un aire tan arrogante como Julio César y Roscoe Conkling en la misma postal, había ido a buscarla a la estación. Llevaba unas ropas muy desgastadas, pero no me di cuenta de ello hasta después. Cogió el bolso de viaje de la muchacha, y después de cruzar los andenes entarimados empezaron a subir por un camino que trepaba por la colina. Yo les seguí manteniéndome a una distancia prudencial, tratando de ofrecer el aspecto de estar buscando en la arena un anillo de rubí que mi hermana hubiese perdido en una excursión el sábado anterior.
»Entraron por una verja al llegar a la cumbre de la colina. Casi me quedé sin aliento cuando miré hacia arriba. Allí, alzándose en medio de la mayor arboleda que he visto en mi vida, había una enorme casa con blancas columnas redondas de unos mil pies de altura, y el jardín estaba tan lleno de rosales, lilas y setos de boj que no habrían permitido divisar la casa si ésta no hubiese sido tan grande como el Capitolio.
»”Y esto es lo que debo rastrear”, me dije para mis adentros. Antes había pensado que la muchacha parecía encontrarse en una posición económica moderada, como mucho. Y aquello debía ser la casa del gobernador, o, como mínimo, el Pabellón Agrícola de la nueva Feria Mundial. Más me valía regresar al pueblo y apostarme junto al administrador de Correos, o drogar al farmacéutico, para obtenerle alguna información.
»Al llegar al pueblo -siguió contando Pescud- encontré un hotel de mala muerte que se llamaba Hostal Vista Bahía, pero lo único que había allí a la vista era un jaco bayo pastando en el patio de delante. Dejé en el suelo mi maletín de muestras y traté de hacerme notar. Le dije al patrono que andaba tomando pedidos de vidrio cilindrado.
»-No necesito ningún cilindro -dijo-, pero sí necesito otro jarro de vidrio para la melaza.
»Poco a poco le fui llevando a mi terreno hasta meterle en cotilleos locales y hacerle contestar preguntas.
»-¡Caramba! -dijo-. Creía que todo el mundo sabía quién vive en la mansión de la colina. Es el coronel Allyn, el hombre más importante y refinado de Virginia o de cualquier otro lugar. Son la familia más antigua del Estado. La que se bajó del tren es su hija. Ha ido a Illinois a ver a su tía, que está enferma.
»Me registré en el hotel, y al tercer día divisé a la joven paseándose por el jardín de delante, cerca de la verja. Me detuve y le hice un saludo con el sombrero. No tenía muchas otras opciones que elegir.
»-Discúlpeme -le dije-, ¿podría usted indicarme dónde vive mister Hinkle?
»Me miró con la misma frialdad que le habría dedicado al hombre que hubiese ido a quitar las malas hierbas de su jardín, pero me pareció percibir en sus ojos un ligero destello de diversión.
»-No hay nadie en Birchton que se llame así -me contestó-. Es decir, que yo sepa. ¿Es blanco el caballero a quien busca usted?
»Aquella salida me hizo gracia.
» No bromee -dije- . No estoy buscando humo, aunque venga de Pittsburg.
»Está usted bastante lejos de su casa -me dijo.
»-Habría ido mil millas más lejos de haber sido preciso -repuse yo.
»-No, si no se hubiese despertado cuando el tren arrancó en Shelbyville -me replicó.
»Y entonces se puso casi tan roja como una de las rosas de su jardín. Me acordé de que me había quedado dormido en un banco de la estación de Shelbyville, esperando a ver qué tren cogía ella y me desperté con el tiempo justo para alcanzarlo.
»Entonces le expliqué por qué había ido hasta allí, lo más seria y respetuosamente posible. Y le conté también todo lo que había de saber de mí y mi trabajo, y le dije que todo cuanto deseaba era ofrecerle mi amistad y tratar de llegar a gustarle.
»Sonrió levemente y se sonrojó un poquito, pero sus ojos nunca llegaron a turbarse. Miran siempre de frente a quien le esté hablando.
»-Nadie se había dirigido nunca a mí en esos términos, señor Pescud -me dijo-. ¿Cómo dijo que se llamaba de nombre? ¿John?
»-John A. -contesté.
»-Pues estuvo también a punto de perder el tren en Pewhatan-Empalme -dijo con una risa que me pareció celestial.
»-¿Cómo lo sabe? -pregunté.
»-Los hombres son muy torpes -contestó ella-. Sabía que estaba usted en todos los trenes. Creí que iba a hablar conmigo, y me alegro de que no lo hiciese.
»Luego seguimos charlando, y finalmente una especie de mirada altiva y seria se adueñó de su rostro, y se volvió para señalar con un dedo hacia la enorme mansión.
»-Los Allyn -explicó- han vivido en Elmcroft durante cien años. Somos una familia orgullosa. Mire esa mansión. Tiene cincuenta habitaciones. Contemple las columnas y los porches y los balcones. Los techos de los salones y de la sala de baile tienen veintiocho pies de altura. Mi padre es descendiente directo de nobles condecorados.
»-Una vez abordé a uno de ellos en el hotel Duquesne de Pittsburg -dije yo- y ni siquiera se dignó darse por aludido. Tenía su atención repartida entre el whisky de Monongahela y unas herederas, y se quedó tan fresco.
»-Por supuesto -prosiguió ella-, mi padre no permitiría que un viajante de comercio pusiese los pies en Elmcroft. Si supiese que estoy hablando con uno de ellos por la verja me encerraría en mi habitación.
»-¿Y usted me dejaría entrar? -pregunté-. ¿Hablaría conmigo si fuese a visitarla? Porque -proseguí-, si usted dijera que puedo entrar a verla, los nobles ya podrían estar condecorados con bandas o sujetos con tirantes, o atravesados por imperdibles, por lo que a mí se refiere.
»-No debo hablar con usted -dijo-, porque no nos han presentado. No es precisamente lo más correcto. Así que me despido de usted, señor…
»-Diga mi nombre -respondí-. No lo ha olvidado.
»-Pescud -añadió algo molesta.
»-¡El nombre completo! -exigí, lo más fríamente que pude.
»-John -dijo ella.
»-¿John qué? -insistí.
»-John A. -enunció con la cabeza alta-. ¿Ya está satisfecho?
»-Mañana vendré a visitar al noble condecorado -anuncié.
»-Lo arrojará a sus perros de caza -dijo ella riéndose.
»-Si lo hace, mejorarán su carrera -contesté-. Yo también tengo algo de cazador.
»-Ahora tengo que marcharme -me dijo-. No debería haberle dirigido siquiera la palabra. Espero que tenga un agradable viaje de vuelta a Minneapolis, ¿o era Pittsburg? ¡Adiós!
»-Buenas noches -contesté-, y no era Minneapolis. ¿Cuál es su nombre de pila, por favor?
»Dudó unos instantes. Luego arrancó una hoja de un seto y contestó:
»-Me llamo Jessie.
»-Buenas noches, señorita Allyn -dije entonces.
»A la mañana siguiente, a las once en punto, llamé al timbre de la puerta de aquel edificio de Feria Mundial. Como al cabo de tres cuartos de hora, un negro de unos ochenta años apareció y me preguntó qué quería. Le di mi tarjeta de visita, y dije que quería ver al coronel. Me hizo pasar.
»-Has estado alguna vez dentro de un nogal inglés corroído por los gusanos? Pues eso es lo que parecía por dentro aquella casa. No tenía muebles suficientes para llenar un piso de ocho dólares. Algunas viejas chaise-longues de pelo de crin y sillones de tres patas, y unos cuantos antepasados con marco colgados de las paredes era todo cuanto podía verse allí. Pero cuando apareció el coronel Allyn el lugar se iluminó. Casi podía oírse a una banda de música tocar, y ver a unos cuantos antepasados con peluca y medias blancas bailando una cuadrilla. Era gracias al estilo que tenía aquel hombre, aunque llevaba la misma ropa andrajosa que le vi en la estación.
»Durante unos nueve segundos me dejó desconcertado, y estuve casi a punto de darme por vencido y tratar de venderle vidrio cilindrado. Pero recuperé la sangre fría inmediatamente. Me invitó a sentarme, y se lo conté todo. Le expliqué cómo había seguido a su hija desde Cincinnati y por qué lo había hecho; le hablé de mi salario y mis proyectos y le expliqué mi pequeño código moral para la vida: ser siempre decente y acatar las leyes en la ciudad natal, y cuando uno está de viaje no tomar nunca más de cuatro vasos de cerveza al día ni jugar más de veinticuatro centavos como límite. Al principio creí que iba a arrojarme por la ventana, pero seguí hablando. En seguida tuve oportunidad de contarle la historia esa del congresista del Oeste que ha perdido la cartera y la mujer cuyo marido está ausente, ya sabes a cuál me refiero. Bueno, pues eso le hizo reír a carcajadas, y apuesto que era la primera risa que aquellos antepasados y sofás de crin habían oído en muchos años.
»Estuvimos dos horas hablando. Le conté todo lo que sabía, y luego él empezó a hacerme preguntas y le conté lo que faltaba. Todo lo que le pedía era que me diese una oportunidad. Si no tenía suerte con la damisela, me esfumaría y no volvería a molestarlos jamás. Al fin me dijo:
»-Hubo un sir Courtenay Pescud en la época del rey Carlos I, si mal no recuerdo.
»-Si es que lo hubo -repuse yo-, no podría alegar parentesco con nuestra familia. Siempre hemos vivido en Pittsburg o los alrededores. Tengo un tío en el negocio inmobiliario y otro metido en líos en algún lugar de Kansas. Sobre el resto de nosotros puede usted pedir informes a cualquiera de la vieja Ciudad del Humo, y obtendrá respuestas satisfactorias. ¿Ha oído alguna vez contar la historia del capitán del ballenero que intentó obligar a un marinero a rezar sus oraciones? -pregunté.
»-Resulta que nunca fui tan afortunado -confesó el coronel.
»Así que se la conté. ¡Cómo se reía! Me sorprendí deseando para mis adentros que hubiese sido un cliente. ¡Vaya partida de vidrio le habría logrado vender! Y entonces dijo:
»-La narración de anécdotas y sucedidos humorísticos siempre me ha parecido, señor Pescud, una manera particularmente grata de cultivar y perpetuar una amistad amena. Con su permiso, voy a contarle una historia de una cacería de zorros en la que me vi implicado personalmente, y que tal vez le proporcione cierta diversión.
»Así que me la contó. Tardó cuarenta minutos según mi reloj. ¿Que si me reí? ¡Vaya si lo hice! Cuando logré recomponer mi rostro llamó al viejo Pete, el moreno longevo, y lo envió al hotel a buscar mi maleta. Elmcroft me abría sus puertas mientras me encontrase en la ciudad.
»Dos tardes después tuve la oportunidad de hablar unas palabras a solas con la señorita Jessie en el porche mientras el coronel trataba de acordarse de otra anécdota nueva.
»-Va a ser una agradable velada -auguré.
»-Aquí viene -dijo ella-. Esta vez le va a contar la historia del viejo negro y las sandías. Siempre va después de la de los yanquis y la pelea de gallos. Hubo otra vez más -añadió- que estuvo usted a punto de perderme: fue en Pulaski City.
»-Sí -dije- ya me acuerdo. Resbalé al intentar subir al tren, y casi me caigo y me quedo en tierra.
»-Ya lo sé -asintió-. Y a mí… y a mí me aterrorizó pensar que hubiese podido ser así, John A. Me aterrorizaba pensar que hubiese sucedido tal cosa.
»Y entonces brincó por una de las enormes ventanas y se metió en la casa.

4

-¡Coketown! -dijo el revisor con voz monótona, caminando por el vagón a punto de pararse.
Pescud cogió su sombrero y el equipaje, con la despreocupada prontitud del viajero experto.
-Me casé con ella hace un año -explicó John-. Ya te he dicho que mandé construir una casa en el East End. El noble condecorado, quiero decir el coronel, está también allí con nosotros. Me lo encuentro esperándome ante la puerta cada vez que vuelvo de un viaje, dispuesto a escuchar cualquier historia nueva que haya podido recoger por el camino.
Miré por la ventana. Coketown no era más que una loma accidentada de una colina salpicada de tétricas chabolas negras apoyadas en los tristes montículos de desperdicios y escoria de hulla. Una lluvia torrencial caía sesgada formando arroyos que producían espuma y se iban arrastrando a través del negro cieno hasta las vías del ferrocarril.
-No creo que vayas a vender mucho vidrio aquí, John -le dije-. ¿Por qué te bajas en este confín del mundo?
-Porque -contestó Pescud- el otro día me llevé a Jessie a un viajecito a Filadelfia, y al volver vio en el tiesto de una de esas ventanas de ahí unas petunias exactamente iguales a las que ella solía cultivar en su vieja mansión de Virginia. Así que pensé venir aquí por la noche y tratar de desenterrar unas cuantas raíces o brotes para ella. Ya hemos llegado. Buenas noches, muchacho. Te dejo mis señas. Ven a vernos cuando tengas tiempo.
El tren empezó a andar de nuevo. Una de las señoras de marrón y velo insistió en dejar las ventanas levantadas precisamente cuando la lluvia las azotaba con furia. Apareció el revisor con su varita misteriosa y empezó a encender las luces del vagón.
Miré al suelo y vi el best-seller. Lo recogí y lo coloqué cuidadosamente en un lugar más alejado sobre el piso del vagón, donde la lluvia no pudiese alcanzarlo. Y entonces, de repente, sonreí, y me pareció comprender que la vida no tiene metas ni límites geográficos.
«Buena suerte, Trevelyan -dije para mis adentros- ¡Y que consigas las petunias para tu princesa!»

O. Henry 

15 de enero de 2018

Historia de una Blasfemia, Juan Jacobo Bajarlía

  HISTORIA DE UNA BLASFEMIA



Es posible que esta historia no sea original. No recuerdo si la leí o si acaso la concebí. Sólo puedo asegurar que no tiene semejanza con ese relato anónimo de la History of the Black Door, del siglo XVH, en el cual el protagonista le pide al Innominado el secreto para destruir el mundo. El blasfemo quedó fulminado. El Innominado apenas había esbozado una sonrisa. El indicio de un posible rictus.
En esta historia se invierten groseramente las actuaciones. El Innominado dialoga y hasta se muestra interesado por el protagonista. (Los griegos habrían dicho el agonista). Cuando llega Cun-Tai-Go le sonríe, pero el futuro blasfemo no queda fulminado.
–Sé que eres un hombre sabio –le dice el Innominado–. Pero no puedo quebrantar la ley. Todos nacen con un número determinado de palabras, cuyo guarismo invisible queda impreso en el paladar. Pronunciada la última palabra, el ser queda vaciado de su número vital y perece.
–Tú has impreso –responde Cun-Tai-Go– distintos guarismos. Algunos mueren al primer día de nacidos porque sólo has puesto en su paladar un número insuficiente de palabras. Otros, en plena juventud. Y algunos que no necesitan vivir porque no tienen nada que realizar, prolongan injustamente por años y años su vejez, su inútil permanencia en el mundo. Creo que eres injusto.
–¿Y qué es lo que te preocupa, Cun-Tai-Go, para modificar el número de palabras impreso en tu paladar?
–Sé que me faltan mil palabras y que después moriré.
Por eso vine a pedirte mil más para terminar un libro imperecedero. Las palabras que me das las he de ahorrar para decir lo necesario en mi vida vegetativa mientras me encierro para dar fin a la obra.
El Innominado pensó que se le pedía muy poco (mil palabras, acaso un instante). Y al pensarlo el Innominado, Cun-Tai-Go sintió que su paladar se llenaba de fuego. Sus ojos, de nuevas visiones.
El hombre sabio llegó a su casa. Pero tres días después regresó al recinto del Innominado. Estaba desorbitado, enloquecido. Más desnudo que el primer día. –¿A qué has venido, Cun-Tai-Go? –Mi paladar se está secando. El número de palabras que le has impreso está llegando a su fin y necesito, para terminar mi obra, que se concedan mil y una palabras más.
El Innominado observó esa ruina que declinaba vertiginosamente. Quebrantó la ley por segunda vez, y Cun-Tai-Go sintió que su cuerpo era un signo de sangre que ardía en el espacio. Entonces, con las mil y una palabras puso fin a su obra. Y cuando aquéllas se agotaron, quedó con los ojos rígidos. Nadie le oyó morir. Sólo el espacio. Acaso el aire desleído que bajaba de una zona nocturna bordada absurdamente por la luz de las galaxias.
Cuando Cun-Tai-Go compareció al juicio, el Innominado quiso saber por qué había pedido primero mil palabras y después mil y una.
Cun-Tai-Go, arrodillado, murmuró:
–Escribí un libro sobre tu naturaleza enigmática. Las primeras mil palabras me sirvieron para demostrar tu dimensión imprevisible. Las mil que siguieron, refirmaron tu ceguera y tu arbitrariedad. La última palabra que seguía a la número 1000 sólo contenía una voz: Perdón, porque sé que mi blasfemia necesitaba de tu magnanimidad y que al fin me perdonarías para justificar tu inconsistencia.
Así terminó la historia del blasfemo. Pero en un segundo avatar otro blasfemo sostuvo que Cun-Tai-Go fue el primer ángel de la rebelión, y que enfurecido el Innominado, aquél fue arrojado al infierno en el que después gobernó como Señor de las Tinieblas. Porque Cun-Tai-Go son tres palabras simbólicas que significan:
El-Que-Reina-Después-De-La-Luz-En
La-Luz-En-La-Profundidad-Inquebrantable-Del-Caos.


Juan Jacobo Bajarlía
Historias de monstruos
Prólogo de: Leopoldo Marechal
EDICIONES DE LA FLOR (1969) 

14 de enero de 2018

H. P. Lovecraft, El horror sobrenatural por Juan-Jacobo Bajarlía

  H. P. Lovecraft, El horror sobrenatural por Juan-Jacobo Bajarlía

Los seres subterráneos
El misterio, los túneles secretos donde yacían o vegetaban antiguos monstruos, los seres subterráneos que lo acosaron desde niño cuando recorría los fenecidos vericuetos de Providence, o escuchaba las historias terroríficas que le contaba el abuelo, marcaron la primera etapa de este genial escritor que fue H. P. Lovecraft o sencillamente el Sumo Sacerdote Ech-Pi-El, como firmada sus cartas convirtiendo a la fonética las iniciales de su nombre.
Influido, entonces, por el abuelo, por los libros que éste tenía en su inmensa biblioteca, y por autores como Lord Dunsany, Edgar Allan Poe, M. P. Shiel, y Bram Stoker, sus primeros relatos y muchos de los últimos están estructurados sobre la base de un sótano o una cripta, un pasadizo y un monstruo que por artes mágicas o sobrenaturales se alimenta de otros seres.

Las voces secretas
No tenía ni 10 años cuando concibió su primer cuento: El noble oyente, que trata de un niño, quien repentinamente extraviado en una cueva, oye los planes de destrucción de seres subterráneos que conspiran contra los humanos.
El abuelo, hombre de vastas lecturas, vio en esas líneas iniciales al futuro escritor. Lo alentó a pesar de los defectos de su prosa. Indudablemente el joven Lovecraft había fundado en ese cuento su inminente narrativa.
Era la época en que tenía frecuentes pesadillas en cuyos sueños lo acechaban seres gomosos y sin rostro. El mismo Lovecraft lo dirá después. Recordará que en esas pesadillas veía una especie monstruosa de entidades que él llamaba alimañas descarnadas:
“Las alimañas descarnadas eran unos seres sin rostro, todos ellos negros y alas de murciélago. Es posible que tales imágenes provinieran de una mezcla de los dibujos de Doré (especialmente los del Paraíso perdido) que me deslumbraban durante la vigilia.”
Las voces secretas están en sus sueños y en su imaginación. Las lleva en el inconsciente, desde donde fluyen a su memoria y a los relatos que van delineando su intransferible perfil.
En 1898, cuando Lovecraft tenía 8 años, intentó otro relato con un túnel: El sótano secreto o la aventura de John Lee. El sótano conduce a un pasadizo secreto en el que John y su hermana, al cavar en él, hallan una caja de la que se apoderan. Pero la excavación da paso a un torrente en el que se ahoga la hermana. John Lee se salva. La caja, que es el botín de esa aventura, contiene un lingote de oro valuado en 10.000 dólares. La muerte de la hermana por muy poco.
Los miedos de la infancia siguieron vigentes y a veces amalgamados con sus aficiones. Le gustaban los gatos, en quienes veía seres astutos y enigmáticos, presencias de un mundo mítico que aun tenía vigencia. Cuando escribe Las ratas en las paredes, su protagonista, De la Poer, vivirá en la casa maldita con 7 criados y 9 gatos. Pero no bastarán estos felinos. Lovecraft le añade al relato otros de sus terrores infantiles: las ratas. Y de esta manera enriquece la obra con la maldición que pesa sobre la mansión en que vive De la Poer, referida a un ejército invisible de ratas que sólo él y los gatos podrán oír. El protagonista, sin embargo, no tendrá posibilidades para eludir la maldición. Un túnel lo conducirá a una caverna llena de jaulas con esqueletos humanos, vestigios de un culto caníbal practicado en otros tiempos. De la Poer terminará enrejado, oyendo el deslizamiento infinito de las ratas.

 Criptas y túneles
El terror al vacío y el miedo a la soledad, manifestados por Lovecraft por la enfermedad y muerte prematura de sus padres, fueron, en parte, los determinantes de las criptas y los pasajes secretos de sus argumentos. También influyó en él M. P. Shield, quien ya en The purple cloud (1901), nos hablaba de un ser de infinidad de ojos que moraba en el centro de la Tierra. O de aquellos esqueletos de peces con rostro humano de Xelucha (1904), invadidos por gusanos que devoraban la úvula para continuar caprichosamente por sus adyacencias.
No sería extraño que Lovecraft lo hubiera seguido no sólo en las obras citadas, sino también en La Ciudad Sin Nombre (1923) y en Prisionero de los faraones (1924). En la primera nos describe un descenso en una cripta, de donde seres con alas de murciélago llevan en sus grupas a otros seres. En Prisionero de los faraones el protagonista es secuestrado por una banda y bajado a un túnel cerca de la Esfinge de Gizah, en la que se practican “execrables” rituales eróticos.
Hay algo más que ya se observa en ese ser repulsivo que en Beast in the cave, escrito a los 13 años, pugna por estallar desde el sótano en que está metido. Es esa axiomática de la transgresión de que hablaba Maurice Levy en su Lovecraft ou du fantastique (1972). Una axiomática en la que se corta el aflujo de la realidad por otra instancia en que privarán los seres gomosos o las criaturas fantasmales del mundo onírico.
Eso no impedirá un tratamiento racional del argumento. Estos monstruos, en efecto, actúan inmersos en un mundo material en el que se distinguen de los demás sólo por sus formas fantasmales. Coexisten con los humanos en extraños contubernios que únicamente son posibles en los sueños.
A veces se invierten los hechos y son los humanos los que invaden el mundo de los sueños, como acaece en la saga de Randolph Carter, en uno de cuyos volúmenes, En busca de la Ciudad del Sol Poniente, el protagonista desciende audazmente “los 300 peldaños que conducen al Pórtico del Sueño Profundo”.
Los seres oníricos, los silenciosos zoogs, le dirán a Carter qué debe hacer para estar en contacto con los Grandes Dioses. La inversión de los hechos no excluye, sin embargo, el tratamiento material de los protagonistas. O en otros términos: es el realismo dentro del sueño.
Hay un instante en el que Carter pierde la llave de la puerta que conduce al mundo onírico (como se ve en La llave de plata). Pero angustiado entre distintos objetos, hallará una vieja llave de plata con la que llega a un escondite de su infancia. Es el acceso al misterio. Allí se transfigura en el niño que fue y vuelve a la región de los sueños.
La llave de plata que halló Carter, es el símbolo de la propia vida de Lovecraft. Este también la buscó, y cuando la halló en su escritura, sólo pudo regresar a un mundo que siempre deseó, pero poblado de seres intangibles dictados por su memoria prodigiosa.

 De H. P. Lovecraft, El horror sobrenatural, Juan-Jacobo Bajarlía

13 de enero de 2018

Jekyll y Jack el destripador, Juan Jacobo Bajarlía

 Jekyll y Jack el destripador, Juan Jacobo Bajarlía



JEKYLL Y JACK EL DESTRIPADOR

1.         La serie sangrienta

El 6 de agosto de 1888 comienza la historia criminal más desconcertante del Londres de fin de siglo. Es una historia con su ciudad de maldita: el distrito de Whitechapel, con sus calles obscuras, sus casas miserables, sus prostitutas, el hampa agazapada, a la espera del primer desconocido. Transitar entonces por Whitechapel era aventurarse en la ciudad de Dite, descrita en el Infierno del Alighieri. Sólo tenían cabida el azar y los impulsos demoníacos.
Ese día, 6 de agosto, alguien, no importa quien, descubre el cadáver de una mujer que todos conocían en Whitechapel. Era una prostituta, Emma Smith, que solía recorrer sus callejuelas tenebrosas adivinando miradas. Estaba degollada de oreja a oreja, y su vientre seccionado verticalmente desde el ombligo hacia abajo. Al lado de ella, de sus trenzas revueltas, sobre el pavimento de la maldita callejuela, se hallaban los intestinos, manoseados y dispuestos como un símbolo sinusoidal. Detrás de este dibujo macabro aparecían unas huellas de sangre que se perdían en una acequia. Ahora hubiéramos dicho que un ser incorpóreo, fantasmal, había cometido un crimen para desaparecer en el líquido turbio de una ciénaga que comunicaba con el más allá. El criminal se había diluido como si la acequia lo hubiera devorado.
Examinado el cadáver por la policía, se advirtió en seguida que le faltaba una oreja. Se pensó por un instante que podía tratarse de una muerte por libídine seguida de antropofagia. Krafft-Ebing ya la había descrito en su Psychopathia sexualis (c. VIII). Pero no se trataba de esto, porque al día siguiente, entre la correspondencia anónima del correo, apareció una cajita con destino a Scotland Yard. En el interior de ella, envuelta en papel de seda, el criminal había colocado la oreja que le faltaba al cadáver de la Smith. Asesinato y desafío que comenzó a inquietar a todo Londres. Las características del hecho probaban ya que el desconocido manejaba el bisturí y tenía excesivos conocimientos de anatomía. Probaba, inclusive, que una vez degollada y destripada la víctima, el asesino se había recreado con los intestinos hasta disponerlos sobre el pavimento como si buscara un ordenamiento determinado. Por último, con el envío de la oreja a Scotland Yard, habría que pensar en un humorista macabro. (Probablemente es el padre de ese humor negro que luego exaltarían los surrealistas encabezados por André Bretón).
El envío de la oreja, por otra parte, incluía un desafío a continuar. El reto de las tinieblas contra la policía.
El segundo crimen acaeció en el mismo mes: el 31 de agosto de 1888. La víctima fue Martha Traban, una prostituta de 35 años, de larga cabellera rubia y ojos azules. Degollada y destripada. Y también en Whitechapel, a poco trecho del lugar en que había sucumbido la Smith. Pero esta vez los intestinos no habían sido ordenados simbólicamente. Estaban desparramados. Tampoco faltaba una oreja. El desconocido había extirpado un riñon como si hubiera trabajado sobre una mesa de operaciones.
Londres comenzó a temblar. Las puertas y ventanas comenzaron a cerrarse muy temprano. Las calles se volvieron solitarias. Alguna vez, en la neblina densa y deletérea sólo se oía el ritmo de unos cascos que avanzaban hacia el misterio. Después se supo de la humorada macabra del asesino. De la reiteración obsesiva. Éste había enviado el riñon a la policía en otra cajita similar a la primera. Scotland Yard quedó escarnecida. Todo Londres se convirtió en una protesta contra su imbatible cuerpo de seguridad. Conan Doyle, que un año antes había creado a Sherlock Holmes en su A Study in Scarlei (1887), sintió lástima por los investigadores de Londres.
El 8 de setiembre se reanudó la serie sangrienta. La víctima, otra muchacha que vendía su cuerpo al primero que pasara, se llamaba Mary Anne Nichols. Murió de la misma manera que las anteriores, con las vísceras sobre el suelo o estampadas sobre las viejas paredes de Whitechapel. Pero hora aconteció una variante totalmente nueva. El asesino se retiró con una parte de las vísceras. Posiblemente para conservarla y recrearse con su contemplación, como lo hicieron mucho antes, en la historia del crimen, Gilles de Rays y el Asesino de la Medianoche que aterrorizaba en Notting Hill. O bien aquel otro que se llamó Vicenzo Vernezi, tan estudiado por Lombroso (L'huomo delinquenti, II, 168 y ss.), el cual se llevaba la ropa y las vísceras de la víctima para palparlas secretamente.
La cuarta prostituta asesinada fue hallada el 30 de setiembre en Hamburry Street. Se llamaba Annie Chapmann, acaso un nombre falso para ocultar la miseria y el delito. Y a ésta también le faltaba un riñon que tampoco fue a Scotland Yard. El asesino se había vuelto coleccionista (un coleccionista infernal para otros demonios del más allá). O bien se había desayunado con esa parte del cuerpo humano. Es una hipótesis posiblemente humorística que hubiera entusiasmado a Thomas de Quincey cuya definición del delito (On murder considered as one of the fine arts, I, II) no deja de tener una idea obsesiva sobre la importancia de la bolsa como instrumento para la conservación y el desayuno. Y como hipótesis no era una mera suposición, sino algo terminante, incuestionable. El asesino había cometido el crimen entre la medianoche y la madrugada. La antropofagia pudo haber sido estimulada por la hora, en un amanecer neblinoso, lleno de signos imprevisibles. Ahora, sin embargo, hay un hecho insólito. Sobre la pared, a poco trecho del cadáver, escrito con tiza (la letra es impecable), hay un mensaje que incluye un desafío a todas las policías del mundo:

Esta es la cuarta y mataré muchas más antes de desaparecer.

Jack the Ripper

El asesino, insistiendo en su desafío a Scotland Yard se autodenomina para mayor escarnio. Ahora es sencillamente Jack el Destripador.
Y el Destripador se burla de las reglas. Y también del Comité de Vigilancia, formado ante la indignación de la reina Victoria y la impotencia del jefe de policía Sir Charles Warren. En los primeros días de octubre, en una plaza, al oeste de Whitechapel, da cuenta de la quinta prostituta, Catherin Eddowers. Ahora, en un nuevo alarde de disección, le extrae los ovarios. (Cien años después un argentino recluido en Sierra Chica, realizará idéntico trabajo de los ovarios, "cazando" mujeres en la Pampa). El 9 de octubre, en Berner Street, siempre al filo de la medianoche, fue hallado el cadáver de Elizabeth Stride. Era la sexta prostituta. La séptima fue una muchacha de 20 años, asesinada en Dorset Street 26, en la misma casa en que recibía a su clientela. Se llamaba Mary Jane Kelly, y tenía fama de mujer hermosa. El Times, en una transcripción de Alan Hynd (Sleuths, Slayers and Swinclers, 1954) decía:
La infeliz estaba echada de espaldas sobre la cama, totalmente despojada de sus ropas. Tenía la garganta seccionada de oreja a oreja, pero éstas y la nariz habían sido arrancadas par el asesino. Lo mismo sucedía con los pechos, colocados a su vez, en una mesita. El estómago y el abdomen estaban abiertos. El rostro mutilado, irreconocible en sus rasgos. Los riñones y el corazón, extirpados y puestos en la. mesita, junto a los pechos. El hígado, también extirpado, sobre el muslo derecho. El útero había desaparecido. Los muslos, por último, estaban lastimados. No puede imaginarse una visión más espantosa.
El asesinato de la Kelly fue el único hecho del monstruo en un lugar cerrado. Y acaeció cuando el Comité de Vigilancia había reforzado sus cuadros. Indudablemente, Jack el Destripador seguía puntualmente las reacciones de sus crímenes. Al advertir que las calles de Londres estaban vigiladas, optó por cambiar de táctica. Inclusive la que iba a ser su víctima creyó que estaba protegida esperando a la clientela en su propia casa. Aquí termina o se interrumpe la historia de Jack el Destripador. Y es aquí donde comienza otra historia memorable que me propongo relatar.
 2.         Las huellas del doctor Jekyll

Nunca se supo quién había sido Jack the Ripper. Conan Doyle, su contemporáneo, creador un año antes de Sherlock Holmes, en A Study in Scarlet (1887), aventuró la posibilidad de su presencia mediante la aplicación de los estudios dactilares emprendidos por Francis Galton en 1886. (El argentino Juan Vucetich no había publicado aún su Dactiloscopia comparada, que data de 1904). Pero nadie siguió sus consejos. Scotland Yard, adherida al sistema de las fichas antropométricas del criminalista francés Alphonse Bertillon, perdió definitivamente las huellas del Destripador. Al llegar a Londres en 1963, una circunstancia imprevista me hizo entrever la identidad del asesino. Transitaba yo por las calles del Soho cuando de pronto me detuve ante la vidriera de cierta extraña librería que semejaba el escaparate de un anticuario Un título borroso sobre fondo amarillo, sin indicación de autor, decía sencillamente: In Memorian: Jekyll the Ripper. A su izquierda se veía la primera edición de The strange case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, de 1886, y a su derecha las Some college memories (1886), también de Stevenson. Sobre el primer libro, a una distancia de medio centímetro, había una estatuilla de madera que representaba, según averigüé después, una deidad demoníaca de Samoa, lugar en el que Robert Louis Stevenson falleciera a los cuarenta y cuatro años, como consecuencia de un derrame cerebral.
El título del primer libro (In Memorian: Jekyll the Ripper) me dejó fascinado, pegado a la vidriera. El apelativo, the Ripper, el Destripador, no correspondía al doctor Jekyll, el personaje de Stevenson, sino a Jack, el famoso asesino que se burló de Scotland Yard. Había una confusión deliberada, agravada por la falta de indicación autoral. Cuando entré por fin, el librero sonrió. Me dijo que el libro lo había escrito el mismo Stevenson en 1894, año de su muerte en Samoa, pero sin aditarle su nombre. Posteriormente sus herederos lo declararon apócrifo. No obstante, él, bibliólogo más que bibliófilo, creía en la paternidad stevensoniana de la obra. El estilo de ésta y su enfoque sicológico eran similares a los de El extraño caso del doctor Jekyll y del señor Hyde. No discutí con el bibliólogo. Adquirí el In Memorian por un precio muy elevado, y compré también las Some College memories.
Después volví a la habitación del Hotel. Me senté junto a la estufa con mi pipa, una botella de whisky y los libros. Afuera, golpeando la ventana, el viento más frío de Londres paralizaba todo fervor. Cuando comencé a leer el In Memorian: Jekyill the Rípper, tuve un estremecimiento premonitorio. Stevenson había conocido a Jack el Destripador mucho antes de que éste aterrorizara a Londres. Inclusive había permanecido indiferente cuando Conan Doyle buscaba una solución por medio de las huellas dactilares. La razón de todo esto podría estar, sin embargo, en que al publicar El extraño caso del doctor Jekyll y del señor Hyde, Stevenson ya daba por muerto al doctor Jekyll cuando en realidad seguía viviendo. El capítulo I del In Memorian: Jekyll the Ripper, estaba dedicado a la descripción del doctor Jek ("alto, de ojos azules, de fina sensibilidad") especialista en incisiones anatómicas, según una expresión de la época. El capítulo II describía los efectos de una droga inventada por éste para obtener la duplicidad del ser: "Mezcló los elementos. Vio cómo hervían y humeaban en la copa. Esperó el punto final de la ebullición y bebió la droga. Entonces sintió dolores desgarradores, como si todo el esqueleto se le descoyuntara. Tuvo náuseas. Su rostro, en el espejo, comenzó a ennegrecerse, como si un segundo ser, el yo profundo que llevaba oculto, pugnara por salir. Luego, aterrorizado, el doctor Jek se contempló distinto. Ya no era Jek. Era un desconocido con una mirada siniestra, llena de fuego, y un ímpetu que le recorría por la sangre y lo hacía estremecer. Espantado ante esa imagen del mal, volvió a tomar la droga y se recuperó en un instante". Pero el doctor Jek (cap. III) volvió al experimento, y cierta noche, convertido en una encarnación demoníaca, se lanzó hacia las callejuelas tenebrosas de Whitechapel, iluminadas apenas por los languidecientes mecheros de gas. Este segundo ser, el espíritu del. mal, o Mr. Hyde en El extraño caso . . ., fue haciéndose más necesario para el doctor Jek. Más imprescindible. Sin embargo, sus fechorías estaban signadas extrañamente por cierta tendencia a eliminar el mal en los otros, algo así como si la parte buena de Jek se lo impusiera en el desdoblamiento de la personalidad.
 En Whitechapel, donde el doctor Jek se hacía pasar por Jekyll (In Mem., IV y VII), asesinó a dos prostitutas, una de las cuales ejercía de proxeneta entre los burgueses adinerados. Y en ambos casos las víctimas presentaron la misma incisión en el vientre: un tajo desde el ombligo hacia abajo, en una línea vertical, casi perfecta, y los intestinos dispuestos en un símbolo sinusoidal. Stevenson (o el supuesto Stevenson) no decía que también estuvieran degolladas de oreja a oreja. Pero no había duda de que Jek era ya el que luego habría de llamarse Jack el Destripador, modificando el Jek en Jack. Lo más arbitrario y obscuro de esta historia, es que la policía no investigó los hechos. Jamás supo de nadie que se llamara Jekyll the Ripper. Sólo hay una referencia perdida en capítulo VIL un abogado de nombre Patterson (Utterson en El extraño caso ...) se dedicó a investigar por su cuenta la historia del doctor Jek en el barrio del Soho, a mucha distancia de Whitechapel.
La botella de whisky estaba ya por la mitad y el viento seguía arremetiendo contra el vidrio. Los relojes borraban la noche de Londres. Cuando dejé el In Memoriam: Jekyll the Ripper, pensé que todo estaba claro. Jek, convertido en Jekyll el Destripador, segundo Yo obtenido por retroversión de la personalidad, proceso esquizofrénico no muy estudiado entonces, era el mismo que luego habría de volver a su estructura demoníaca en el Londres de 1888. Pero ya no sería Jekyll el Destripador sino Jack el Destripador. En El extraño caso del doctor Jekyll y del señor Hyde, la segunda persona, el segundo Yo, habría de llamarse Hyde. Stevenson, indudablemente, tenía interés en ocultar la verdadera identidad del sujeto para convertirlo en personaje de su novela. No hubo mala fe. Incluso, cuando pudo haber aclarado los asesinatos de Jack el Destripador, ya estaba en camino de Samoa, en donde se recluyó hacia 1889, en el instante en que todavía parecía seguir actuando el asesino. Otra hipótesis que no deriva de la lectura del In Memoriam, es la de que el doctor Jek y Jack el Destripador eran expertos en el manejo del bisturí. Utilizaban el mismo procedimiento para las incisiones y desparramaban las vísceras formando extrañas figuras. Además, el título completo de la obra In Memoriam: Jekyll the Ripper, anunciaba implícitamente que se trataba de la misma persona. Pero, ¿por qué fue escrita en 1894 y no antes? Creo sin lugar a dudas, que el sentimiento de culpabilidad llevó a Stevenson a confesar tardíamente una realidad que antes había callado o había visto como posibilidad creadora. Y para que nada se le imputara, negó inclusive la paternidad de la obra. Porque al negarla quedaba a cubierto de toda sospecha, pero con la tranquilidad, para su conciencia, de haberse confesado.
Para mayor confusión, en las Some College Memories había una frase según la cual Stevenson estaría dispuesto a modificar la realidad. ¿Tendría esto algo que ver con la historia de Jek-Jekyll-Jack? Las memorias y el caso del doctor Jekyll databan de 1886, y el asesino, dos años antes de aparecer en Whitechapel, ya se dedicaba a iguales víctimas que las enumeradas por Scotland Yard en 1888. La confusión se hizo más acuciante con un tercer elemento que por lo ridículo he dejado para el final. El bibliólogo del Soho me mostró un pantalón azul, muy obscuro, que él había adquirido en Portland Street (a poco trecho de un hotel donde se alojara Mr. Hyde) que tenía dos iniciales tejidas con el "hilo peculiar" de la época: J.J. Estas iniciales respondían a la manía del doctor Jek de inicialarse toda su ropa. Cuando le observé por qué dos veces la inicial del apellido, me respondió: "Un desafío a Scotland Yard para que descubriera sus crímenes. Jek, como Jekyll en El extraño caso…, también se llamaba Henry".
Con esa contestación incoherente di por terminada en Londres mi investigación de Jack el Destripador. Al regresar a Buenos Aires, revisando mi archivo de crímenes, tuve una evidencia sobre la cual no me atrevo a escribir todavía. Jack el Destripador, desaparecido de Londres, había muerto en Buenos Aires, a los 75 años, en un hotel de la calle Leandro N. Alem, frente a la plaza Mazzini, hoy Roma, una mañana lluviosa de octubre de 1929.


Juan Jacobo Bajarlía
Historias de monstruos
Prólogo de: Leopoldo Marechal
EDICIONES DE LA FLOR (1969)

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