Al pájaro se lo interroga con su canto
Hay en algunos ojos esas borras de añil que
dejan los crepúsculos
al evaporarse
–un ala que perdura, una sombra de
ausencia–
Son ojos hechos para distinguir hasta el
último rastro de la
melancolía,
para ver en la lluvia el inventario de los
bienes perdidos,
así como hace falta un invierno interior
“para observar la escarcha y los enebros
erizados de hielo”
dijo Wallace Stevens congelando el oído y
la pupila,
convertido tal vez en el hombre de nieve
que contempla la nada
con la nada
y que oye sólo el viento,
sin ningún evangelio que no sea ese sonido
único del viento
(aunque tal vez hablara de la más extremada
desnudez;
no de la transparencia).
Pero yo sé que cada tiniebla se indaga
solamente con la noche que
llevo,
que la piedra se entreabre ante la piedra
de la misma manera que se tantea el corazón
con el abismo.
¿Hay alguna otra forma de asomarse hasta el
fondo del subsuelo,
el fondo de otra herida, el fondo de otro
infierno?
No hay ninguna otra lámpara para reconocer
lo próximo, lo ajeno,
lo distante.
Lo atestigua la esquiva intención de la
rata chillando entre los
vidrios,
resbalando en la rampa de una impensable
luz;
lo proclama la estrella con su remoto
código adherido a un temblor,
tal vez a una agonía que ya fue;
lo confirma ese yo que camina contigo y es
memoria dondequiera que
olvides,
y ese otro, inabarcable, centelleante,
que le sale al encuentro bajo el agua de
las transformaciones,
y a veces ni es persona, ni color, ni
perfume, ni huella de este
mundo.
Ambos están tejidos con la sustancia misma
del silencio.
Se parecen a Dios en su versión de huésped
reversible:
el alma que te habita es también la mirada
del cielo que te incluye.
Olga Orozco
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