El adiós, Olga Orozco
La sentencia era como esos calcos en que el
relieve del amor
deja un vacío semejante a sus culpas.
Me arrojaron al mundo en mi ataúd de hielo.
Una tierra sin nombre todavía corrió sobre
este rostro
con que habito en la desconocida:
era la tierra del castigo.
Era la hora en que comienzo a despertar
entre los muertos
con la evidencia de un anillo roto,
un vestido de momia desprendido de las
vendas del cielo
y un espejo de sal donde puede leerse mi
destino.
El porvenir no es nada más que mirar hacia
atrás.
Debajo de esas nubes desgarradas
hay una casa en llamas
en donde los amantes trasmutaban en oro de
eternidad el resplandor de un día,
o tomaban las apariencias de ladrones de
pájaros
aprisionando entre los hilos del ocio las
metamorfosis de sus propias imágenes.
Hay una luz dorada que hiere hasta las
lágrimas;
hay un lecho también
como una barca invadida por el follaje del
deseo
-unas hojas carnosas que exhalan el perfume
de los más largos viajes-.
Y había siempre y nunca
como ahora vueltos de pronto boca abajo.
Corazón repudiado,
animal aterido en uno de los dos costados
de tu sangre,
ignorabas entonces que tendrías la forma de
un retablo de la creación hecho pedazos,
que alguna vez la noche del adiós te
nombraría en voz muy baja
como nombra la soledad a sus testigos,
o como llaman aquellos que se van a los que
nunca vuelven.
Ahora, de espaldas contra el muro que
custodia el guardián de todo nacimiento,
sólo te quedan las apariciones,
el fantasma de un tiempo que gritará
contigo en el estanque muerto de algún sueño,
cuando él duerme, tan lejos en su adiós.
Un soborno de plumas para una ley de fuego.
Olga Orozco
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