La esperanza deshabitada
Acércate a mí y escucha: escucha la blanda melodía que
afl uye a la superfi cie de mi alma y se desprende y huye.
Las largas noches dolorosas van muy lejos; extiende los
ojos por el camino del tiempo: no encontrarás más sus oscuras huellas hasta el
fi n del horizonte.
De aquí en adelante solo tendremos madrugadas: madrugadas
abiertas en las ramas de la vida como límpidas grandes fl ores. Respiraremos su
luz, que siempre caerá sobre nosotros. Y sentiremos la inmortalidad que nos
infunde.
Las aguas van escribiendo y borrando su silencioso
destino. Las voces de alegría y dolor vienen, ya unidas, desde lejos. Reconoce
el momento armonioso.
¡Oh! Acércate a mí y escucha. Escucha la blanda melodía…
Estabas muy triste en tu camino, ¿no es cierto? Y tu
rostro sobre las manos pensaba: ¿Qué será de nosotros? ¿Qué haremos aquí?
Tenías los pies inertes sobre tu sombra. No sabías andar
más. Tus labios parecían modelados en ceniza. Volarían deshechos con el soplo
de la primera palabra. Tampoco podías hablar.
Pero tu corazón latía, latía dentro de tu carne
desencantada: estaba muy vivo dentro de tu muerte, tenía fuerza para un camino
de mil años, memoria para todos los minutos de su viaje.
Acércate, acércate a mí y escucha la blanda melodía…
No sentiste a nadie cerca de ti. Pero había alguien justo
ahí. Y una dulce y persuasiva fuerza se ciñó a tu cuerpo como un mágico
vestido.
Y desde entonces pudiste andar. No sabías cómo. Pisabas
elementos fluidos. No encontrabas más tierra ni cielo. Todo era una luna
fugitiva, yerma, plácida, inconsistente. Y te impelían dentro de ella, con fi
rmeza y mansedumbre.
Tus pies habían revivido y allá iban ahora, fácil,
dócilmente, como un sueño pasando sobre el sueño.
Todo era tan leve que podías ver sin abrir los ojos. Era
tan puro y tan profundamente bueno que las lágrimas —maravillosas— se abrojaban
en ti como fuentes de estrellas.
Acércate a mí, a mí, y escucha la blanda melodía…
Quisiste decir: ¿Quién viene conmigo que me consuela
tanto? Pero sentiste tu pregunta tan mezquina; te fue tan inútil hablar…
Recorriste las palabras, una por una, y todas te parecieron defectuosas. En
este instante, solo tu gratitud creció como un océano y ahogó todos los motivos
anteriores de tu vida: todas sus nostalgias, todos sus deseos.
Tus pensamientos luchaban en silencio. Y parecían espejos
rotos, con las manchas de escenas antiguas. Te quedaste mirándolas.
“¡Lo perdimos todo! Aquí quedó la boca y su grito.
¡Díganme si, acaso, algo puedo salvar! Mis manos se desarticularon. ¡No tengo
manos; tengo garras! Es necesario asir, ganar, fruir!”
“¿Por dónde vinieron los asaltantes? ¿Por qué nos
despojan de estas nuestras conquistas? ¿Por qué vinieron de lejos a asaltarnos?
¿Quién fue? ¡Ah! ¡Nos quedamos aquí indefensos! ¡Desbarataron todas nuestras
cosas! ¡Qué amargura!”
“Y pedimos ayuda. Nadie apareció. ¡Nadie más quiere saber
de nosotros! ¿Por qué? ¿No éramos poderosos? ¿No éramos señores de innumerables
riquezas? Nuestros dominios estuvieron fl oreciendo sobre aludes. Un mar monstruoso
abrió su larga boca llena de imanes. Todo cayó por la garganta de aquel mar”.
“Tendremos que hacer la guerra a la distancia. Recobremos
nuestra riqueza. Y nuestro amor, y nuestro amor… ¿Quién arma los barcos en los
que debemos partir? ¡Oh! ¡El movimiento que devora caminos! ¡Deprisa! ¡Llamen al
viento! ¡Desanuden las olas! ¡Desanúdenlas! ¿No oyen? ¿No oyen? ¿Será verdad
que no oyen? ¿O no pueden hacerlo? ¡Respondan! ¡Griten! Es nuestra
vida, ¿comprenden? La vida toda…”
“¡Ay de nosotros! ¡No podemos seguir! ¿Por qué? No sé. No
lo sabemos. ¿Desde cuándo todas las cosas son sordas? ¿Desde cuándo están
presas? Nos quedaremos aquí solos. Y los enemigos escucharán nuestro rugido
inútil, que es un arma rota que se agita en la sombra.”
Acércate a mí, acércate a mí y escucha la blanda
melodía...
La desesperación fue decayendo, floja y tímida como un
día brillante que se despluma. Quizás fue un relámpago: “¡Oh!, infortunio…” Mas
se fue apagando. Apagando. Finalmente, un suspiro: “Morir…”
Y tu cuerpo se aplacó, sin más ímpetus. Y tu boca nunca
más quiso hablar. Y pusiste las manos sobre los oídos, impidiendo el paso de
los recuerdos del mundo.
Sin embargo, había otro mundo, uno encubierto. Y sobre él
comenzaste a vivir. Y los cuerpos que encontraste estuvieron tan cerca de ti
que las presencias, una a otra, se embebían.
Acércate a mí y escucha, escucha la blanda melodía…
Tu esperanza dio un gemido trémulo. Quiso balbucear,
tenue, triste: ¿Hacia dónde me llevan? ¿Llegaremos a un destino definitivo? Mas
el viaje despedazaba las preguntas; cómo iba despedazando los caminos,
soplándolos vastamente como nubes, llevándolas muy lejos.
No pudiste saber si algún paisaje se estamparía en el
lugar en el que acabara tu vuelo.
¡Ah! Si pudieras insistir con la voz de tu esperanza:
¿Alguna existencia prepara el reflejo de la emoción que llevamos? Mas todo era
imperceptible, de lo que sentías. Aquella velocidad consumía todos los
pensamientos…
Y, si quisieras recordar quién habías sido, de seguro
encontrarías, dentro de ti, todo disgregado. Todo perdido.
Acércate a mí y escucha la blanda, blanda melodía…
“Canción de la esperanza deshabitada y sin rumbo.”
“Entretejieron las fl ores, y recostándolas en las olas,
dijeron a los ríos: ¡Llévenselas!”
“Y las fl ores siguieron, navegando por las aguas,
haciendo del propio perfume la vela de su aventura.”
“Canción de la esperanza deshabitada y sin rumbo.”
“Llegaron los pájaros y, soltándolos en los aires,
dijeron a los vientos:
¡Llévenselos!”
“Y los pájaros se fueron, viajando por las nubes,
haciendo del propio cántico el amparo sin dirección de sus alas”.
Cecília Meireles
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