Carta a un elegido del Señor
(2001)
Estimado señor:
Acabo de leer la entrevista
que le hace la revista «Caretas» de esta ciudad y me he detenido, reflexivo, en
aquella frase suya que sin duda resume con precisión y cierto encanto los
sentimientos de gratitud y renovada religiosidad que le embargan.
«Siento que he vuelto a
nacer», afirma usted. «Durante todo lo que me quede de vida agradeceré al
Señor, que me hizo el milagro de mi supervivencia.» No es una sentencia
demasiado original pero estoy seguro de que sintetiza a la perfección el
mensaje que usted le envía, a través de la revista, a su Creador. El reportaje
es acompañado de varias fotografías, en una de las cuales usted aparece de
rodillas en una iglesia con la mirada fija en el altar, presumo que rezando.
Sin duda es lo menos que usted puede hacer, visto el extraordinario favor
recibido y la relación especial que usted tiene con Dios. Lejos de mi intención
perturbar tal relación o minimizar la gracia obtenida. Es evidente que usted
debe merecerla, porque quienes, como usted, creen en el plan divino y en la
Divinidad que lo ha elaborado
—quizás en noches de insomne
y metódico esfuerzo—, han de haber acumulado méritos enormes en este valle
cuyas lágrimas no siempre están bien distribuidas. ¿Y quién sería yo para
cuestionar la existencia de tales métodos o para valorarlos?
Los hechos mismos son
fácilmente descriptibles: un avión despega del Aeropuerto Jorge Chávez de Lima
rumbo a Madrid, vuela desapasionadamente durante un par de horas y luego inocentemente
cae a tierra víctima de lo que los expertos y los no expertos denominan una
«falla técnica». Utilizo el adverbio «inocentemente» porque no hay forma de
culpabilizar a alguien (los metales pueden fatigarse, las tuercas aflojarse, la
electrónica enloquecer en su inestabilidad) y usted, con sus declaraciones, ha
puesto en su lugar a quienes, descreídos, hubiésemos podido hablar de azares,
casualidades o matemáticas caóticas. O de injusticia. No, no. Dios estuvo allí,
haciendo su trabajo al menos con usted, señor. Fue Él, asegura usted, quien le
hizo retrasarse y perder el avión, adjetivado como «fatídico» en un ataque de huachafería inusual
en «Caretas». El vuelo o el avión fue fatídico para 118 personas entre
pasajeros y tripulantes, incluyendo a Elsa, mi Elsa, pero no para usted,
gracias a Dios. Usted volvió a nacer. Elsa y los otros 117 se quedaron
definitivamente muertos. El Señor no dispuso para ellos, como lo hizo para
usted, un ligero accidente de tránsito rumbo al aeropuerto, cuyo único efecto práctico
fue hacerle perder el «fatídico» avión y revelarnos que usted es un Elegido,
categoría que no alcanzó, entre tantos otros, mi Elsa.
Sí, pues: fatídico para unos,
maravilloso avatar para usted, como solitaria demostración de la infinita
bondad de Dios para con sus Elegidos. Eso, en cierta forma, tiene algo de
reconfortante en el sentido de que si bien Dios puede no existir para algunos o
muchos, definitivamente existe, vive y colea para seres benditos como usted.
Un creyente muy amigo mío,
que me acompañó generosamente en las primeras horas después de conocerse la
desgracia, me aseguró que el plan del Señor está más allá de nuestra escasa
comprensión humana y que Elsa, en estos precisos instantes en que le escribo
esto, debe estar gozando de la placentera inmortalidad del espíritu. Esa es una
buena noticia, sin duda. No muy verificable, es verdad, y mi amigo —como los
periodistas— guarda sus fuentes de información en secreto. Pero como diría el
filósofo Pascal, ¿por qué no apostar a que es verdad? Pero usted, Elegido del
Señor y por lo tanto un hombre bueno y comprensivo, tendrá la tolerancia de
entender y posiblemente hasta de justificar que yo hubiera preferido que Elsa,
como usted, fuese una Elegida y que también perdiera el avión, en vez de convertirse en un montón
de carne chamuscada. Me atrevo a blasfemar: no me hubiera molestado que se
postergara su goce de la siguiente vida, para, en mi egoísmo, tenerla unos años
más en ésta. Son pensamientos bajos, postergara su goce de la siguiente vida,
para, en mi egoísmo, tenerla unos años más en ésta. Son pensamientos bajos, me
imagino, rayanos en la herejía.
En definitiva, respetado
señor, quisiera pedirle una intermediación. Aprovechando de sus excelentes
relaciones con Dios, ¿no podría usted preguntarle, en uno de los sublimes
diálogos que indudablemente sostienen, qué fue del espíritu de mi Elsa? ¿Goza
realmente allí donde esté?
Sería un consuelo saberlo y
no les costaría nada, ni a usted ni a Dios, soltar esa mínima información.
Agradeciéndole el favor que
le merezcan estas líneas y felicitándole por su alto cargo como Elegido del
Señor, le saluda
Francisco Pereda,
José B. Adolph (2001)
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