In memoriam
En aquel tiempo, cuando
comenzó el proceso de olvidar, yo creía que sólo se trataba de mí: Isabel, fugada
a otro continente, se había despedido de nuestra relación con una mezcla de
compasión por nuestro tiempo y de tensa y dolorosa anticipación de su encuentro
con Ricardo. «Lo nuestro fue hermoso», me dijo al partir rumbo al aeropuerto.
Quizás esa frase sea lo
último que olvide. Me propuse odiarla y no pude. Pero muchas noches después
comencé a descubrirme buscando inútilmente en mi rebelde memoria primero su
rostro y luego su nombre que, para mi sorpresa,
acabo de reencontrar hace
pocos minutos al escribir estas primeras líneas, junto al del hombre que ama
ahora, si es que ha logrado retrasar su propia desmemoria. Sus facciones aún me
eluden: su cabello era negro, lo recuerdo, pero ¿y sus ojos, sus labios, su
estatura, su vello púbico? Perdidos, supongo que para siempre. Pero este
sufrimiento es otra débil memoria que, así lo espero, pronto me abandonará del
todo.
¡Qué difícil se va haciendo
este hurgar en la esquiva memoria! Hasta ciertas palabras comienzan a huir,
como ella hace siete meses. Si alguna vez fui escritor, enfrento ahora la fuga
de los vocablos, la incertidumbre de este quizás último texto. No habrá quien
sepa cuánto me cuesta anotar esto. Si antes fui, como escribieron algunos
críticos, un esforzado pero nunca exitoso prófugo de la mediocridad literaria
—y posiblemente de la humana— pronto dejaré también esa pugna. Ni siquiera
sabré que tales (y otras) guerras existen, ni quiénes las combaten ni menos
para qué.
¿Me gustó recibir ayer —ayer
o anteayer— una breve carta de Isabel? Eso no lo recuerdo, pero en estos
momentos me gusta: es volver al barrio de la niñez, con sus casas crecidas y
sus alegrías melancolizadas. Aquí la tengo:
Querido Antonio:
Ese es tu nombre, ¿verdad?
Estoy aterrada, como todos. Sólo sé que debo escribirte, recordar que tuvimos
algo.
Ricardo, generosamente
distraído, me asegura que te amé mucho, quizás tanto como ahora a él. Por
alguna razón me aferro a eso y no conozco la razón. ¿Vives?, ¿estás bien? ¿Me
recuerdas? Y si me recuerdas, ¿cómo? ¿Con amor, afecto, indiferencia, odio?
Ricardo hurgó en mi agenda
—antes eso me molestaba, te confieso— y encontró tu dirección. «Escríbele», me
dijo. «¿Por qué?» le pregunté. Y: «¿Quién es?». Su mirada fue extraña: «Fue tu
pareja antes de conocernos».
¿Es cierto? Escríbeme,
cuéntame qué fuiste para mí. Algo en esa idea me intranquiliza. También me
inquieta no tener pasado, sobre todo ese pasado, tampoco sé porqué.
Te quiere recordar, Isabel.
Sobre la mesa, La República.
Sus titulares de primera página son:
¿Virus o bacteria?
Gobiernos, médicos y
laboratorios en desesperada lucha contra el tiempo
Febril búsqueda de antídoto
y/o vacuna
Dije que me gusta releer esas
líneas de una mujer que estaba olvidando. Evidentemente, la enfermedad— —si es
realmente una enfermedad y no, como a veces pienso, sencillamente la extinción
de la especie— avanza irregularmente. La que más ha olvidado parece ser Isabel
y el que menos Ricardo; yo, Antonio, estoy entre ambos.
Recuerdo que amé a alguien
cuyo nombre acabo de recuperar aunque no sus rasgos. Al leer la carta aún no
reconocía el nombre de Isabel y menos el de Ricardo. Éste sabe quién soy o fui;
¿sabrá quién es él? ¿Sabrá quién o qué fue o es para él Isabel?
Lo que pasa afuera me deja de
interesar. Sé que caen gobiernos, que se clausuran instituciones, que los
hogares se disuelven y la gente grita y no recuerda por qué grita. Pronto ya no
habrá diarios (¿cómo escribir? ¿cómo leer, entender, aplicar?) ni ejércitos, ni
amores u odios (¿cómo persistir en los afectos?). Sólo quedará un presente que
se contrae y minimiza.
En algún lugar hay, por
ahora, una Isabel que quiere recuperarme sin saber cómo ni por qué, un Ricardo
cuya indiferencia lo vuelve generoso y estoy yo, a quien le cuesta cada vez más
encontrar un motivo para intentar retener una memoria. El olvido genera
indiferencia: te entiendo, Ricardo, ahora que ni a ti te interesa que te
entiendan. En cuanto a ti, Isabel, me duele estar dejando de sufrir por tu
ausencia y por tu olvido. Es un viejo, sutil, incómodo dolor que no termina de
encontrarse a sí mismo ni menos a comprenderse. Debo ir a comer, me dicta mi
estómago, probablemente el último receptáculo de mi memoria. ¿Todavía
funcionará hoy ese restaurante de la esquina, cuyo nombre me elude?
¿Qué significa «eludir»?
Dedicatoria: «Me confieso, Sr.
Ballard»
Esta dedicatoria aparece como
nota a pie de página del relato «In Memoriam»
Inteligencia y poesía no
siempre viajan juntas. Y si lo hacen, no necesariamente llegan al mismo puerto.
Por lo demás, la primera viaja en avión y la segunda en un frágil velero, lo
que no significa que la inteligencia sea más rápida o eficiente y menos aún que
sea más seguro su arribo a destino. J. G. Ballard, un escritor inglés nacido en
Shanghai, demostró que es posible convocar simultáneamente a la inteligencia y a
la poesía, convencerlas de ir de la mano utilizando el mismo vehículo e
inclusive lograr que arriben a una meta común.
¡Y qué vehículo! La
anticipación o ciencia-ficción, mirada durante décadas por encima del hombro
por los gurús literarios, tan estúpidamente conservadores tantos de ellos, tan
incapaces de diferenciar entre una estrella y una pulga,
sobre todo si la estrella es
nueva o se sale de los parámetros establecidos por ellos mismos.
En uno de sus magistrales
relatos de psicoficción, Ballard describe una humanidad que se aproxima a su
desaparición. El síntoma principal es que la gente comienza a dormir cada vez
más: se acerca la entropía final, simbolizada en un mandala de piedras que el
científico protagonista de la historia va construyendo penosamente en sus
momentos decrecientes de vigilia. Quizás sea esa historia la que me ha sugerido
la idea de un final de la especie humana que no sea ni un «bang» termonuclear o
químico-biológico ni un «crunch» astronómico, sino el resbalar, por una suave
pendiente, hacia la extinción en un humillante silencio. En la versión de
Ballard, roncar antes de morir. En la versión hamletiana, dormir, quizás soñar…
Ballard es un obseso de la
muerte de la especie. Desde «Playa Terminal» (un hombre solitario en un atolón
del Pacífico donde se ha experimentado con bombas termonucleares) hasta sus
relatos de una inundación planetaria, de
una sequía planetaria, de un
superviento planetario, de un fuego planetario, de una congelación planetaria,
Ballard suele matar al homo sapiens, no a individuos. Hasta su novela
autobiográfica —de la que se hizo (¡oh, milagro!) una
maravillosa película— sobre
su infancia en una China invadida por los japoneses, es el monstruoso ballet de
una muerte colectiva.
Curiosamente recordé todo eso
(es decir, recordé al maestro Ballard) después de escribir este cuento en el
cual una extraña enfermedad provoca la paulatina pérdida de la memoria en los
humanos. Avergonzado, me califiqué de una extraña enfermedad provoca la
paulatina pérdida de la memoria en los humanos. Avergonzado, me califiqué de
plagiario. Más aún porque ese cuento debía formar parte de una serie de
relatos, quizás llamada «Los fines del mundo» o algo por ese estilo, en la que
—como en un Ballard de imitación— nuestra sobrevalorada especie, enferma de un
optimismo tan agresivo como injustificado, desaparecería por diversos motivos,
todos de origen psíquico: además de «mi» enfermedad del olvido colectivo,
afectarían a la especie en cada cuento de la serie el «enloquecimiento» (en un relato
la esquizofrenia, en otro la paranoia generalizadas), la anorexia, la bulimia,
la saturación de información, el cáncer o el Alzheimer (ambos, en mi opinión,
de origen psíquico), y un largo etcétera.
Esos cuentos nunca serán
escritos, por una razón obvia: vergüenza de plagiario honesto. Pero sobre todo
porque Ballard es Ballard y yo soy, ay, sólo yo.
José B. Adolph
(2001) Este relato ha sido
publicado en la antología «Los fines del mundo», 2003.
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