Nunca
A
Daniel Moyano
Es la misma mosca
bramando
en el mismo
verano,
la misma vela
temiendo por las habitaciones
y en su horca
el trueno;
el mismo niño ese
hombre con el agua al pecho
bajo los cielos
asustados.
No hay quietud
la sombra de ese
árbol
esta copa de vino
un relincho
esparcen toda
eternidad
Tú y yo,
cada crepitación
de la vida
y el astro seco
como una máscara
en el vacío
somos infinitos
infinito
cada sollozo
cada paso que das
y el que no has dado
y una pluma que
cae
y detiene la
tierra
y el último
estertor
que añade un
laberinto.
El hombre
cría un animal, un
caballo, un toro,
como quien
alimenta a un dios antiguo
hasta que uno de
los dos se lleva en los ojos
la extinción del
otro
y es lo simultáneo
de la vida y la
muerte
lo que tienen de
inolvidables.
Cada vez que recuerda
es de nuevo
poblaciones
un hombre solo
procreando
derrumbes.
Dentro de esos
lentos vendavales
resiste
su criatura
emblemática y
ácida
como una joya
carnívora.
Nada lo contiene
es la misma marea
en su antiguo abismo,
la misma
inmensidad que expulsan
un hombre ciego
y una mariposa
quieta,
la misma lengua
de la piedra
haciendo piedra,
del pájaro
llamando al agua,
del trapo que se
acobarda
en el cerebro de
un loco.
No hay fugacidades
así como el mar
día a día
llega, brillante,
a su propio funeral
así
no cabes en tu
tiempo
tu segundo está
lleno de enormes batallas.
En el instante
no hay pérdida ni
huida,
de esa breve
eternidad
tenemos
la física de la
leyenda.
No es el hombre un
enigma
es que no hay
nadie en él.
Su único don es
mundo.
Hay, sin embargo,
un sitio que no pertenece al universo
una grieta
que se fuga del
mundo
y no retorna nunca
:
y es cuando el
hombre sabe que se muere.
Le queda grande la
luz,
como colgajos
los días que le
faltan,
que reptan
dificultosamente
entre los amedrentados
muebles del salón
y es inútil acudir
en su auxilio
porque él, mudo,
frente a una ventana
le ha dado
su palabra
a la muerte.
Ya no oye
los nombres de su
vida lo han abandonado
son como piedras
ahogadas
en los arenales
de su alrededor.
Mientras el salón
se desordena
en una meticulosa
desesperación
todo lo que lo
rodea intenta un arco
que desciende y no
cae
un hueco que
sobresalga
una señal que lo
ocupe
antes que no le
quede nadie
pero él no tiene
dónde
es la frontera.
Asilado en su
nombre
absoluto en el
sillón
discontinuo
fuera de la
naturaleza
uno lo llama y
gira la cabeza y nos mira
mientras el pasado
lo deshora
y torna, último, a
la insolación,
a fijar sus ojos
antes de que la
ventana se desclave
mientras el mundo
se va de su cerebro
como una luna
lenta.
El muerto
difunde su
instante profundo
desde lejos mueve
una hoja, vuelca un vaso,
abre una puerta
sin viento
para despedirse,
asola
con desahuciada
luz
las poblaciones de
sus cinco sentidos
y le devuelve
a la amada una
tarde,
la sangre al hijo,
el hueco a la
madre,
restituye su
nombre al enemigo
toca, todo su
deseo, toca los desalmados
cabellos
de su mujer
dormida,
entonces los
objetos
sollozan estériles
futuros
y la casa de llena
de asfixia y tempestad,
de premoniciones.
De pronto
todo cesa.
Y es él, cayendo
en otra latitud,
esa gota
desorientada en el borde de la mesa,
es él
insepulto
en esa mariposa
diciendo adiós
a su propia forma.
Lo sentirás
ensordecer
con su ala de
harapo
la levedad del
mundo
vagar como un pez
perdido en la luz
del espejo
desahogando
su insondables
ropas
de finado
sabrás que estuvo
porque el día que
adviene
no tendrá
presente.
¿Cuál será, ahora,
su comarca ?
¿La desazón de la
luz,
la luna enferma
dentro de las habitaciones,
un basural, sin
recordar,
huyendo ?
Vengo llovido
por sus aguas
seniles y brillantes
han ahorcado
con sus inversos
sietemesinos
aires
las hojas del
árbol de mi casa
me han soltado
vacas en pena
como muebles
amarillos
en el corazón.
Huero y sagrado
soy el cubil
la boca de salida
de mis muertos.
Leopoldo “Teuco” Castilla
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