La bestia
Al principio éramos una
multitud. No menos de tres mil indignados ciudadanos, hombres y mujeres de
todas las edades pero sobre todo jóvenes, que siempre muestran mayor entusiasmo
para estas cosas. Pero al paso de los días y las no- ches de persecución, nuestras
filas comenzaron a ralear: aburrimiento, cansancio, inercia, «la vida
continúa», la sensación de repetición...
La habían definido, en la
prensa sensacionalista, como «la bestia». La policía, acosada por lo que llaman
la opinión pública, había desplegado algunas fuerzas («efectivos») y una buena
dosis de relaciones públicas. Pero no confiábamos en la policía.
Estábamos hartos. Y si sólo
fuimos unos tres mil, en realidad representábamos lo más sano de la sociedad.
Ya se sabe que son muchos los que se indignan pero pocos los valientes que
actúan. Una vieja historia.
Sí, una vieja historia,
aunque los actos fueran técnicamente modernos. Esta persona, esta mujer
inmerecidamente considerada humana, había traspasado todos los límites, como
sus antecesoras.
No pensábamos en darle una
lección. No le permitiríamos sobrevivir porque no la aprovecharía: esas bestias
nunca cambian. Tampoco se trataba de un ejemplo o de una advertencia a otras
como ella. Ni siquiera ejerceríamos lo más elemental, la venganza. ¿Por qué
buscar una justificación para la eliminación de la basura?
Recorrimos la ciudad sin
encontrarla, a veces casa por casa. Cuando extendimos la búsqueda a los
suburbios, a los huertos y jardines de extramuros, algunos comenzaron a
desertar. «No está más en el país», decían unos. «Hay quienes le ayudan y la
esconden», era otra excusa. «Está muerta», afirmaban otros con una mirada
huidiza que lo decía todo. ¡La cobardía y la pereza son tan banales!
Unos cuantos, sin embargo,
persistimos: los que no soportamos el hedor, los que vivimos acordes con
nuestros principios, los que rechazamos la frivolidad del perdón.
La bestia nos había ofendido
a todos, inclusive a aquellos que no lo percibieron claramente. Personas así
han de desaparecer y cuanto más rápida y dolorosamente lo hagan, mejor. En el
fondo, pienso, estamos hablando de un ritual, de una ceremonia religiosa. Un
exorcismo civil. Somos las víctimas las que merecemos compasión y solidaridad.
Al final, quedamos tres y
fuimos los tres dos hombres y una mujer quienes
la encontramos, al fondo de un taller mecánico, acurrucada tras unos
barriles de aceite o petróleo, ya ni me acuerdo porque en la profunda emoción
que sentimos al hallarla se me pierden los detalles.
Recuerdo, eso sí, que gemía y
farfullaba algo acerca de perdonar y compren- der. Estaba sucia y desgreñada y
en su rostro destacaban unas profundas ojeras y algo de sangre en la comisura
de los labios. Era tan repugnante como sus crímenes. Disponer de esa basura
afortunadamente no demoró más que unos minutos, aunque no puedo asegurarlo
porque, como ya dije, en circunstancias tan emotivas como esa, el tiempo y los
detalles se convierten en una especie de gelatina que
tiembla, chorrea y se
difumina.
Golpeamos y golpeamos con los
palos que llevábamos. Recuerdo crujidos y gritos, de ella y nuestros. Esa parte
de la operación de limpieza siempre es desagradable, como lo es el noble
trabajo de quienes, en las ciudades, están encargados de desaparecer los
desperdicios.
Pero después descendió sobre
los tres una enorme sensación de paz y de satisfacción, como sucede cuando se
ha cumplido con un deber que es también una misión moral.
Borramos cuidadosamente
nuestras huellas, a pesar de que sabíamos que, aun- que la supieran, todos
aprobarían la verdad. Hay una tradición universal de com- plicidad silenciosa
ante el heroísmo anónimo. No necesitamos leyes que nos digan qué es justo.
Si bien en primera instancia
habíamos meditado sobre la posibilidad de dejar expuesto el cadáver como educación
social, finalmente arrojamos los restos de la bestia a una montaña de basura en
el apartado barranco conocido como Guehenna. En la fonda en la que nos
congratulamos ante nuestras jarras de cerveza, tras lavarnos exhaustivamente
las manos y los antebrazos, reinaban la música y el jolgorio, como si el
universo entero celebrara con nosotros la desaparición de otra bestia.
José B. Adolph (2003)
No hay comentarios:
Publicar un comentario