NAVEGANTE
SOLITARIO II
Después
aparecieron los arrecifes: un ojo de vidrio,
una esmeralda
en medio del océano. Y la luz
cayó de golpe
sobre mí como aceite hirviendo, como un
arpón.
Hasta
entonces no habíamos conocido la luz.
Lo que
llamábamos luz era sólo un reflejo.
Aquello que
se posaba sobre el alféizar de la ventana era
un simulacro.
La luz era
esto: correas ciñendo los músculos.
La luz era
esto: grasa en los ojos, en la boca.
Hasta
entonces no habíamos conocido la luz
Esa noche,
bajo las grandes hojas del verano,
pagamos el
diezmo de nardo y vainilla.
Y se arqueó
la cadera del mundo. Al amanecer,
libres para
siempre de toda oscuridad,
salimos
nuevamente al mar azul,
cantando al
ritmo de los remos la antigua canción:
Hacia el
horizonte que siempre se aleja,
hacia el
horizonte que arroja su red,
hacia el
horizonte que nos hace temblar,
hacia el
horizonte que esconde al gran pez,
hacia el
horizonte del poder desconocido,
hacia el
horizonte, siempre hacia el primogénito,
para recibir
el alma real, para servir a un amo mejor.
Horacio Castillo
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