La casa del
ahorcado
Las puertas
estaban abiertas, las ventanas estaban
abiertas,
las paredes
horadadas como por un trépano,
y donde había
estado el techo ahora sólo se veían
vigas rotas y
hierros retorcidos.
La luz entraba
violentamente por todas partes,
descubría
frescos obscenos en la mancha de
humedad,
doraba las
hornacinas donde dormían las paloma.
En el centro
de la sala, junto al brasero apagado,
una mujer
vestida de rojo devanaba en la rueca un hilo
negro,
como un
cordón umbilical que salía del fondo de la
tierra.
En otra
habitación, mascando restos de tul,
una niña
miraba las hormigas que subían al lecho
y oscurecían
el lado izquierdo de la almohada.
Y en el
patio, donde triscaban las cabras,
un niño
recogía ojos multicolores,
hasta
encontrar su propio par de ojos
con los que
veía por primera vez la oscuridad.
Detrás del
limonero, junto al pozo ciego,
dos jóvenes
se vendaban los ojos,
mientras la
gente iba y venía, recorría
en silencio
las habitaciones, tomaba fotografías,
caminaba
hasta el fondo donde una muchacha con
cabello de azafrán
vendía
escapularios y souvenirs: madera del árbol
nefando,
fragmentos de
la cuerda que había entibiado el cuello,
el ojo al fin
azul del prisionero.
Horacio Castillo
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