21 de agosto de 2017

Navegante solitario II, Horacio Castillo


NAVEGANTE SOLITARIO II

Después aparecieron los arrecifes: un ojo de vidrio,
una esmeralda en medio del océano. Y la luz
cayó de golpe sobre mí como aceite hirviendo, como un
arpón.
Hasta entonces no habíamos conocido la luz.
Lo que llamábamos luz era sólo un reflejo.
Aquello que se posaba sobre el alféizar de la ventana era
un simulacro.
La luz era esto: correas ciñendo los músculos.
La luz era esto: grasa en los ojos, en la boca.
Hasta entonces no habíamos conocido la luz
Esa noche, bajo las grandes hojas del verano,
pagamos el diezmo de nardo y vainilla.
Y se arqueó la cadera del mundo. Al amanecer,
libres para siempre de toda oscuridad,
salimos nuevamente al mar azul,
cantando al ritmo de los remos la antigua canción:
Hacia el horizonte que siempre se aleja,
hacia el horizonte que arroja su red,
hacia el horizonte que nos hace temblar,
hacia el horizonte que esconde al gran pez,
hacia el horizonte del poder desconocido,
hacia el horizonte, siempre hacia el primogénito,
para recibir el alma real, para servir a un amo mejor.


Horacio Castillo

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