EL PICO
CORVO
El
barrilete esplende inalcanzable, altísimo. Su geometría se dulcifica como si el
cielo untara sus nubes con una espuma azul.
Su
planeo inocente transmite a mi cuerpo una ingravidez de levitación.
Conmovido
por su lejanía acorto el hilo interminable. El barrilete pierde su vaguedad
remota, atenúa su abstracta libertad. Nítido y tembloroso, me pertenece otra
vez.
Poderoso,
agorero, irrumpe otro barrilete. Su color abruptamente rojo despide destellos fantasmales.
En el extremo de su cola con ondulaciones de víbora relampaguea un objeto en el
que la contundencia del sol se multiplica agriamente como en un vidrio roto; un
objeto absurdo que adquiere de pronto una evidencia lacerante. Es una hoja de
afeitar filosa, candente. Su fulgor zigzaguea, se aproxima a mi barrilete como
el pico de un ave de rapiña o una paloma. Con un movimiento certero y fugaz de
puñal asesino la hoja de afeitar siega el hilo que late en mi mano.
Cabeza
decapitada, mi barrilete se abate, desciende aterido, cae irremediablemente
detrás de una arboleda huraña, se hunde como un sol que ya no pudiera
levantarse del mar.
Esta
escena ocurrió en mi infancia. Pero sigue ocurriendo. En mi vigilia y a veces
también en mi sueño cae y vuelve a caer el juguete indefenso.
Ya no
vuelan barriletes por el cielo de mi ciudad. Añoro esa gracia leve como la
respiración de una flor. Y sin embargo, esa ausencia me alivia. Porque desde
aquel barrilete abatido nunca me atreví a remontar otro y cada vez que alguno
apareció en la altura temí.
Algo
semejante me sucede con las palomas.
Cuando
las contemplo trazar sobre el azul su contorno angélico creo presentir que
desde una rama retorcida del aire va a lanzarse sobre ellas un pico corvo,
impecable en su atávica misión de hacer añicos la hermosura del día.
Osvaldo
Guevara
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