Algunas notas sobre algo que no existe por H. P.
Lovecraft (1890-1937).
Escrito publicado de forma póstuma.
Título original en inglés: «Some Notes On A Nonentity»
Para mí, la principal dificultad al escribir una
autobiografía es encontrar algo importante que contar. Mi existencia ha sido
reservada, poco agitada y nada sobresaliente; y en el mejor de los casos
sonaría tristemente monótona y aburrida sobre el papel.
Nací en Providence, R.I. -donde he vivido siempre,
excepto por dos pequeñas interrupciones- el 20 de agosto de 1890; de vieja
estirpe de Rhode Island por parte de mi madre, y de una línea paterna de
Devonshire domiciliada en el estado de Nueva York desde 1827.
Los intereses que me llevaron a la literatura fantástica
aparecieron muy temprano, pues hasta donde puedo recordar claramente me
encantaban las ideas e historias extrañas, y los escenarios y objetos antiguos.
Nada ha parecido fascinarme tanto como el pensamiento de alguna curiosa
interrupción de las prosaicas leyes de la Naturaleza, o alguna intrusión
monstruosa en nuestro mundo familiar por parte de cosas desconocidas de los
ilimitados abismos exteriores.
Cuando tenía tres años o menos escuchaba ávidamente los
típicos cuentos de hadas, y los cuentos de los hermanos Grimm están entre las
primeras cosas que leí, a la edad de cuatro años. A los cinco me reclamaron Las
mil y una noches, y pasé horas jugando a los árabes, llamándome «Abdul
Alhazred», lo que algún amable anciano me había sugerido como típico nombre
sarraceno. Fue muchos años más tarde, sin embargo, cuando pensé en darle a
Abdul un puesto en el siglo VIII y atribuirle el temido e inmencionable
Necronomicon!
Pero para mí los libros y las leyendas no detentaron el
monopolio de la fantasía.
En las pintorescas calles y colinas de mi ciudad nativa,
donde los tragaluces de las puertas coloniales, los pequeños ventanales y los
graciosos campanarios georgianos todavía mantienen vivo el encanto del siglo
XVIII, sentía una magia entonces y ahora difícil de explicar. Los atardeceres
sobre los tejados extendidos por la ciudad, tal como se ven desde ciertos
miradores de la gran colina, me conmovían con un patetismo especial. Antes de
darme cuenta, el siglo XVIII me había capturado más completamente que al héroe
de Berkeley Square; de manera que pasaba horas en el ático abismado en los
grandes libros desterrados de la biblioteca de abajo y absorbiendo
inconscientemente el estilo de Pope y del Dr.
Johnson como un modo de expresión natural. Esta absorción era doblemente
fuerte debido a mi frágil salud, que provocó que mi asistencia a la escuela
fuera poco frecuente e irregular. Uno de sus efectos fue hacerme sentir
sutilmente fuera de lugar en el período moderno, y pensar por lo tanto en el
tiempo como algo místico y portentoso donde todo tipo de maravillas inesperadas
podrían ser descubiertas.
También la naturaleza tocó intensamente mi sentido de lo
fantástico. Mi hogar no estaba lejos de lo que por entonces era el límite del
distrito residencial, de manera que estaba tan acostumbrado a los prados
ondulantes, a las paredes de piedra, a los olmos gigantes, a las granjas
abandonadas y a los espesos bosques de la Nueva Inglaterra rural como al
antiguo escenario urbano. Este paisaje melancólico y primitivo me parecía que
encerraba algún significado vasto pero desconocido, y ciertas hondonadas
selváticas y oscuras cerca del río Seekonk adquirieron una aureola de
irrealidad no sin mezcla de un vago horror. Aparecían en mis sueños, especialmente
en aquellas pesadillas que contenían las entidades negras, aladas y
gomosas que denominé «night-gaunts» [espectros nocturnos
o alimañas descarnadas].
Cuando tenía seis años conocí la mitología griega y
romana a través de varias publicaciones populares juveniles, y fui
profundamente influido por ella. Dejé de ser un árabe y me transformé en
romano, adquiriendo de paso una rara sensación de familiaridad y de
identificación con la antigua Roma sólo menos poderosa que la sensación
correspondiente hacia el siglo XVIII. En un sentido, las dos sensaciones
trabajaron juntas; pues cuando busqué los clásicos originales de los cuales se
tomaron los cuentos infantiles, los encontré en su mayoría en traducciones de
finales del siglo XVII y del XVIII. El estímulo imaginativo fue inmenso, y
durante una temporada creí realmente haber vislumbrado faunos y dríadas en
ciertas arboledas venerables. Solía construir altares y ofrecer sacrificios a
Pan, Diana, Apolo y Minerva.
En este período, las extrañas ilustraciones de Gustave
Doré‚ -que conocí en ediciones de Dante, Milton y La balada del Antiguo
Marinero- me afectaron poderosamente. Por primera vez empecé‚ a intentar
escribir: la primera pieza que puedo recordar fue un cuento sobre una cueva
horrible perpetrado a la edad de siete años y titulado «The Noble Eavesdropper»
[El noble fisgón]. Este no ha sobrevivido, aunque todavía poseo dos hilarantes
esfuerzos infantiles que datan del año siguiente: «The Mysterious Ship» [La
nave misteriosa] y «The Secret of
the Grave» [El secreto de la tumba], cuyos títulos
exhiben suficientemente la orientación de mi gusto.
A la edad de casi ocho años adquirí un fuerte interés por
las ciencias, que surgió sin duda de las ilustraciones de aspecto misterioso de
«Instrumentos filosóficos y científicos» al final del Webster's Unabrigded
Dictionary. Primero vino la química, y pronto tuve un pequeño laboratorio muy
atractivo en el sótano de mi casa. A continuación vino la geografía, con una
extraña fascinación centrada en el continente antártico y otros reinos
inexplorados de remotas maravillas.
Finalmente amaneció en mí la astronomía; y el señuelo de
otros mundos e inconcebibles abismos cósmicos eclipsó todos mis otros intereses
durante un largo período hasta después de mi duodécimo cumpleaños. Publicaba un
pequeño periódico hectografiado titulado The Rhode Island Journalof Astronomy,
y finalmente -a los dieciséis- irrumpí en la publicación real en la prensa
local con temas de astronomía, colaborando con artículos mensuales sobre
fenómenos de actualidad para un periódico local, y alimentando la prensa rural
semanal con misceláneas más expansivas.
Fue durante la secundaria -a la que pude asistir con
cierta regularidad- cuando produje por primera vez historias fantásticas con
algún grado de coherencia y seriedad. Eran en gran parte basura, y destruí la
mayoría a los dieciocho, pero una o dos probablemente alcanzaron el nivel medio
del «pulp». De todas ellas he conservado solamente «The Beast in the Cave» [La
bestia de la cueva] (1905) y «The Alchemist» [El alquimista] (1908). En esta
etapa la mayor parte de mis escritos, incesantes y voluminosos, eran
científicos y clásicos, ocupando el material fantástico un lugar relativamente
menor. La ciencia había eliminado mi creencia en lo sobrenatural, y la verdad
por el momento me cautivaba más que los sueños. Soy todavía materialista
mecanicista en filosofía. En cuanto a la lectura: mezclaba ciencia, historia,
literatura general, literatura fantástica, y basura juvenil con la más completa
falta de convencionalismo.
Paralelamente a todos estos intereses en la lectura y la
escritura, tuve una niñez muy agradable; los primeros años muy animados con
juguetes y con diversiones al aire libre, y el estirón después de mi décimo
cumpleaños dominado por persistentes pero forzosamente cortos paseos en
bicicleta que me familiarizaron con todas las etapas pintorescas y excitadoras
de la imaginación del paisaje rural y los pueblos de Nueva Inglaterra. No era
de ningún modo un ermitaño: más de una banda de la muchachada local me contaba
en sus filas.
Mi salud me impidió asistir a la universidad; pero los
estudios informales en mi hogar, y la influencia de un tío médico notablemente
erudito, me ayudaron a evitar algunos de los peores efectos de esta carencia.
En los años en que debería haber sido universitario viré de la ciencia a la
literatura, especializándome en los productos de aquel siglo XVIII del cual tan
extrañamente me sentía parte. La escritura fantástica estaba entonces en
suspenso, aunque leía todo lo espectral que podía encontrar -incluyendo los
frecuentes sueltos extraños en revistas baratas tales como All-Story y TheBlack
Cat-. Mis propios productos fueron
mayoritariamente versos y ensayos: uniformemente
despreciables y relegados ahora al olvido eterno.
En 1914 descubrí la United Amateur Press Association y me
uní a ella, una de las organizaciones epistolares de alcance nacional de
literatos noveles que publican trabajos por su cuenta y forman, colectivamente,
un mundo en miniatura de crítica y aliento mutuos y provechosos. El beneficio
recibido de esta afiliación apenas puede sobrestimarse, pues el contacto con
los variados miembros y críticos me ayudó infinitamente a rebajar los peores
arcaísmos y las pesadeces de mi estilo.
Este mundo del «periodismo aficionado» está ahora mejor
representado por la National Amateur Press Association, una sociedad que puedo
recomendar fuerte y conscientemente a cualquier principiante en la creación.
Fue en las filas del amateurismo organizado donde me aconsejaron por primera
vez retomar la escritura fantástica; paso que dí en julio de 1917 con la
producción de «La tumba» y «Dagon» (ambos publicados después en Weird Tales) en
rápida sucesión.
También por medio del amateurismo se establecieron los
contactos que llevaron a la primera publicación profesional de mi ficción: en
1922, cuando Home Brew publicó un horroroso serial titulado «Herbert West -
Reanimator». El mismo círculo, además, me llevó a tratar con Clark Ashton
Smith, Frank Belknap Long, Wilfred B. Talman y otros después celebrados en el
campo de las historias extraordinarias.
Hacia 1919 el descubrimiento de Lord Dunsany -de quien
tomé la idea del panteón artificial y el fondo mítico representado por
«Cthulhu», «Yog-Sothoth», «Yuggoth», etc.- dio un enorme impulso a mi escritura
fantástica; y saqué material en mayor cantidad que nunca antes o después. En
aquella época no me formaba ninguna idea o esperanza de publicar profesionalmente;
pero el hallazgo de Weird Tales en 1923 abrió una válvula de escape de
considerable regularidad.
Mis historias del período de 1920 reflejan mucho de mis
dos modelos principales, Poe y Dunsany, y están en general demasiado
fuertemente inclinadas a la extravagancia y un colorismo excesivo como para ser
de un valor literario muy serio.
Mientras tanto mi salud había mejorado radicalmente desde
1920, de manera que una existencia bastante estática comenzó a diversificarse
con modestos viajes, dando a mis intereses de anticuario un ejercicio más
libre. Mi principal placer fuera de la literatura pasó a ser la búsqueda
evocadora del pasado de antiguas impresiones arquitectónicas y paisajísticas en
las viejas ciudades coloniales y caminos apartados de las regiones más
largamente habitadas de América, y gradualmente me las he arreglado para cubrir
un territorio considerable desde la glamorosa Quebec en el norte hasta el
tropical Key Westen el sur y el colorido Natchez y New Orleans por el oeste.
Entre mis ciudades favoritas, aparte de Providence, están Quebec; Portsmouth,
New Hampshire; Salem y Marblehead en Massachusetts; Newport en mi propio
estado; Philadelphia; Annapolis; Richmond con su abundancia de recuerdos de Poe;
la Charleston del siglo XVIII, St. Augustine del XVI y la soñolienta Natchez en
su peñasco vertiginoso y con su interior subtropical magnífico. Las «Arkham» y «Kingsport»
que salen en algunos de mis cuentos son versiones más o menos
adaptadas de Salem y Marblehead. Mi Nueva Inglaterra
nativa y su tradición antigua y persistente se han hundido profundamente en mi
imaginación y aparecen frecuentemente en lo que escribo. Vivo actualmente en
una casa de 130 años de antigüedad en la cresta de la antigua colina de
Providence, con una vista arrobadora de ramas y tejados venerables desde la
ventana encima de mi escritorio.
Ahora está claro para mí que cualquier mérito literario
real que posea está confinado a los cuentos oníricos, de sombras extrañas, y
«exterioridad» cósmica a pesar de un profundo interés en muchos otros aspectos
de la vida y de la práctica profesional de la revisión general de prosa y
verso. Por qué es así, no tengo la menor idea. No me hago ilusiones con
respecto al precario estatus de mis cuentos, y no espero llegar a ser un
competidor serio de mis autores fantásticos favoritos: Poe, Arthur Machen,
Dunsany, Algernon Blackwood, Walter de la Mare, y Montague Rhodes James. La
única cosa que puedo decir en favor de mi trabajo es su sinceridad. Rechazo
seguir las convenciones mecánicas de la literatura popular o llenar mis cuentos
con personajes y situaciones comunes, pero insisto en la reproducción de
impresiones y sentimientos verdaderos de la mejor manera que pueda lograrlo. El
resultado puede ser pobre, pero prefiero seguir aspirando a una expresión
literaria seria antes que aceptar los estándares artificiales del romance
barato.
He intentado mejorar y hacer más sutiles mis cuentos con
el paso de los años, pero no logré el progreso deseado. Algunos de mis
esfuerzos han sido mencionados en los anuarios de O'Brien y O. Henry, y unos
pocos tuvieron el honor de ser reimpresos en antologías; pero todas las
propuestas para publicar una colección han quedado en nada. Es posible que uno
o dos cuentos cortos puedan salir como separatas dentro de poco. Nunca escribo
si no puedo ser espontáneo: expresando un sentimiento ya existente y que exige
cristalización. Algunos de mis
cuentos involucran sueños reales que he experimentado. Mi
ritmo y manera de escribir varían bastante en diferentes casos, pero siempre
trabajo mejor de noche.
De mis producciones, mis favoritos son «The Colour Out of
Space» [El color que cayó del cielo] y «The Music of Erich Zann» [La música de
Erich Zann], en el orden citado. Dudo si podría tener algún éito en el tipo
ordinario de ciencia ficción.
Creo que la escritura fantástica ofrece un campo de
trabajo serio nada indigno de los mejores artistas literarios; aunque uno muy
limitado, ya que refleja solamente una pequeña sección de los infinitamente
complejos sentimientos humanos. La ficción espectral debe ser realista y
centrarse en la atmósfera; confinar su salida de la Naturaleza al único canal
sobrenatural elegido, y recordar que el escenario, el tono y los fenómenos son más importantes para
comunicar lo que hay que comunicar que los personajes y la trama. La «gracia»
de un cuento
verdaderamente extraño es simplemente alguna violación o
superación de una ley cósmica fija, una escapada imaginativa de la tediosa
realidad; por lo tanto son los fenómenos más que las personas los «héroes»
lógicos. Los horrores, creo, deben ser originales: el uso de mitos y leyendas
comunes es una influencia debilitadora.
La ficción publicada actualmente en las revistas, con su
orientación incurable hacia los puntos de vista sentimentales convencionales,
estilo enérgico y alegre, y artificiales tramas de «acción», no puntuan alto.
El mejor cuento fantástico jamás escrito es probablemente «The Willows» [Los
sauces] de Algernon Blackwood.
23 de noviembre de 1933.