Cyril Tourneur, Poeta Trágico, Marcel Schwob
Cyril Tourneur nació de la unión de un dios desconocido
con una prostituta. La prueba de su origen divino se encuentra en el ateísmo
heroico bajo el cual sucumbió. Su madre le tras-mitió el instinto de la
revolución y de la lujuria, el miedo a la muerte, el estremecimiento de la
voluptuosidad y el odio a los reyes; de su padre recibió el amor por coronarse,
el orgullo de reinar y la alegría de crear. Ambos le dieron su afición a la
noche, a la luz roja y a la sangre.
Se ignora la fecha de su nacimiento pero apareció en un
dia negro de un año pestilencial.
Ninguna protección celestial veló por la ramera enamorada
encinta de un dios, pues pocos días antes que diera a luz su cuerpo fue
manchado por la peste, y la puerta de su casita fue marcada con una cruz roja.
Cyril Tourneur vino al mundo al son de la campana del enterrador. Y así como su
padre había desaparecido en el cielo común de los dioses, una carreta verde
llevó a su madre a la fosa común de los hombres. Cuentan que las tinieblas eran
tan profundas que el enterrador tuvo que alumbrar la abertura de la casa
apestada con una tea. Otro cronista asegura que la niebla del Támesis (donde se
empapaban los cimientos de la casa) fue cruzada por una raya escarlata y que de
la boca de la campana del llamador se escapó la voz de los cinocéfalos. Parece,
en fin, fuera de duda que una estrella flamígera y furiosa, hecha de rayos
fuliginosos, retorcidos, desatados, se manifestó arriba del triángulo del
techo, y que el niño recién nacido le agitó el puño por una claraboya mientas
la estrella sacudía sobre él su informes rizos de fuego. Así entró Cyril
Tourneur en la vasta concavidad de la noche cimeria.
Es imposible descubrir qué pensó o qué hizo hasta la edad
de treinta años, cuáles fueron los síntomas de su divinidad latente y como se
convenció de su pro¬pia realeza. Una nota oscura y horrorizada contiene la
lista de sus blasfemias. Declaraba que Moisés no había sido más que un juglar y
que un tal Heriots era más hábil que él. Que el primer principio de la religión
consistía en mantener a los hombres en el terror. Que Cristo merecía la muerte
antes que Barrabás, si bien Barrabás fue, ladrón y asesino. Que si se
propusiera escribir una nueva religión, la establecería sobre un método más
excelente y admirable. y que el estilo del Nuevo Testamento era re-pugnante.
Que tenía tanto derecho a acuñar moneda como la reina de Inglaterra, y que
conocía a un tal Poole, encarcelado en Newgate, sumamente experto en aleación
de metales, con cuya ayuda pretendía algún día acuñar oro con su propia imagen.
Un alma piadosa tachó en el pergamino otras afirmaciones más terribles.
Pero esas palabras fueron recogidas por una persona
vulgar. Los gestos de Cyril Tourneur indican un ateísmo más vindicativo. Lo
representaron vestido de una larga túnica negra, en la cabeza una gloriosa
corona de doce estrellas, el pie apoyado sobre la bóveda celeste y sosteniendo
el globo terráqueo en su mano derecha. Recorría las calles en las noches de
peste y de tormenta. Era pálido como los cirios consagrados y sus ojos
brillaban dulcemente como incensarios. Algunos afirman que llevaba en su
costado derecho la marca de un sello extraordinario. Pero fue imposible
verificarlo después de su muerte, puesto que nadie vio sus despojos.
Tomó por querida a una prostituta del Bankside, que
frecuentaba las calles de la ribera, y únicamente la quiso a ella. Ella era muy
joven y su rostro era inocente y dorado. Sus rubores se parecían a llamas
vacilantes. Cyril Tourneur la llamó Rosamunda, y con ella tuvo una hija a la
que amó. Rosamunda murió trágicamente, por haber sido codiciada por un
prín¬ci-pe. Se sabe que bebió veneno color esmeralda en una copa transparente.
Entonces la venganza se mezcló al orgullo en el alma de
Cyril. Noctámbulo, recorría el Mail, siguiendo al cortejo real y agitando en la
mano una antorcha de crines encendidas a fin de alumbrar al príncipe
envenenador. El odio contra toda autoridad dominó su boca y sus manos. Se
volvió espía del camino real. no para robar sino para asesinar reyes. Los
príncipes que desaparecieron por entonces fueron alumbrados por la antorcha de
Cyril Tourneur y muertos por él.
Se emboscaba en los caminos de la reina, junto a los
pozos de grava y a los hornos de cal. Elegía a su víctima entre los integrantes
del séquito, se ofrecía a alumbrar su camino en medio de los pantanos, la
conducía hasta la boca del pozo, apagaba su antorcha y le daba un empujón. La
grava llovía tras la caída. Luego Cyril, inclinado sobre el borde, dejaba caer
dos piedras enormes para aplastar los gritos. Y durante el resto de la noche
velaba el cadáver que se consumía en la cal, junto al horno de un color rojo
sombrío.
Cuando Cyril Tourneur sació su odio a los reyes, se
apoderó de él el odio a los dioses. El aguijón divino que llevaba dentro de sí
lo incitó a crear. Pensó que podría fundar una gene-ración de su misma sangre y
propagarse como un dios sobre la tierra. Miró a su hija, y la encontró virgen y
deseable. Para llevar a cabo su plan a la vista del cielo, no encontró sitio
más significativo que un cementerio. Juró desafiar a la muerte y crear una
nueva humanidad en medio de la destrucción impuesta por las órdenes divinas.
Rodeado de viejos huesos quiso engendrar huesos jóvenes. Cyril Tourneur poseyó
a su hija sobre la losa de un osario.
El final de su vida se pierde un oscuro resplandor. No
sabemos qué mano nos trasmitió La tragedia de un ateo y La tragedia del
vengador. Una tradición pretende que el orgullo de Cyril Tourneur se alzó aún
más. Hizo levantar un trono en su negro jardín, y solfa sentarse alli, coronado
de oro, bajo el rayo. Muchos lo vieron y huyeron, aterrados por las largas
plumas azuladas que revoloteaban sobre su cabeza. Leía un manuscrito de los
poemas de Empédocles que nadie, después, vio. Y el año en que desapareció fue
otra vez pestilencial. El pueblo de Londres se había retirado a las barcas
ancladas en medio del Támesis. Un meteoro espantoso evolucionó bajo la luna.
Era un globo de fuego blanco, animado por una siniestra rotación. Se dirigió
hacia la casa de Cyril Tourneur, que parecía pintada de reflejos metálicos. El
hombre vestido de negro y coronado de oro esperaba en su trono la llegada del
meteoro. Se oyó, como antes de las batallas teatrales, una triste llamada de
trompetas. Un resplandor de rosada sangre volatilizada envolvió a Cyril
Tourneur. Unas trompetas, alzadas en la noche, tocaron, como en el teatro, una
marcha fúnebre. Así fue precipitado Cyril Tourneur hacia un dios desconocido en
el taciturno torbellino del cielo.
Marcel Schwob de Vidas imaginarias (1896)
Marcel Schwob (Chaville, Hauts-de-Seine, 1867 – París,
1905) fue un escritor, crítico literario y traductor judío francés, autor de
relatos y de ensayos donde combina erudición y experiencia vital. La brevedad
de su vida no le impidió desarrollar una obra singular y personal, muy próxima
al simbolismo.
Jorge Luis Borges escribió que sus Vidas imaginarias
(1896) fueron el punto de partida de su narrativa.
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