EL otoño se acaba; en un cielo sin brillo
y en el centro de un círculo hecho de palideces
bajo nubes de plomo, duerme el sol; y del fondo
de repletos estanques va ascendiendo una niebla
que confunde colinas, campos, pueblos enteros
en un mismo color desvaído y grisáceo.
Tintinea la lluvia resonante en cristales;
silba el viento del norte; hay un sordo temblor
que estremece los bosques; tristemente los pájaros
mezclan gritos dolientes a la voz de las fieras,
saltan de rama en rama en los bosques desnudos,
como diciendo adiós a los días risueños.
Los labriegos más pobres se encomiendan a Dios,
pues prevén que el invierno será duro y temible;
y en mitad de los valles, cuando veo la hierba
bajo la blanca escarcha cómo muere invisible,
vuelvo a casa despacio, y me siento sombrío
junto al fuego, evocando aquel sol de setiembre
que prestaba a las uvas un reflejo ambarino,
el camino bordeado de manzanos, curvados
bajo el peso frutal, y aquel trébol florido
como un manto vistoso que prolonga sus pliegues
por el llano hecho a rayas, y el estrecho sendero
que en él se abre camino, y el contraste tic acianos
y de las amapolas, como manchas de púrpura
y de azur en el oro de los trigos iguales.
Théophile Gautier
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