El estudiante, Antón Chéjov
En principio, el tiempo era bueno y tranquilo. Los mirlos
gorjeaban y de los pantanos vecinos llegaba el zumbido lastimoso de algo vivo,
igual que si soplaran en una botella vacía. Una becada inició el vuelo, y un
disparo retumbó en el aire primaveral con alegría y estrépito. Pero cuando
oscureció en el bosque, empezó a soplar el intempestivo y frío viento del este
y todo quedó en silencio. Los charcos se cubrieron de agujas de hielo y el
bosque adquirió un aspecto desapacible, sórdido y solitario. Olía a invierno.
Iván Velikopolski, estudiante de la academia
eclesiástica, hijo de un sacristán, volvía de cazar y se dirigía a su casa por
un sendero junto a un prado anegado. Tenía los dedos entumecidos y el viento le
quemaba la cara. Le parecía que ese frío repentino quebraba el orden y la
armonía, que la propia naturaleza sentía miedo y que, por ello, había
oscurecido antes de tiempo. A su alrededor todo estaba desierto y parecía
especialmente sombrío. Sólo en la huerta de las viudas, junto al río, brillaba una
luz; en unas cuatro verstas a la redonda, hasta donde estaba la aldea, todo
estaba sumido en la fría oscuridad de la noche. El estudiante recordó que
cuando salió de casa, su madre, descalza, sentada en el suelo del zaguán,
limpiaba el samovar, y su padre estaba echado junto a la estufa y tosía; al ser
Viernes Santo, en su casa no habían hecho comida y sentía un hambre atroz.
Ahora, encogido de frío, el estudiante pensaba que ese mismo viento soplaba en
tiempos de Riurik, de Iván el Terrible y de Pedro el Grande y que también en
aquellos tiempos había existido esa brutal pobreza, esa hambruna, esas
agujereadas techumbres de paja, la ignorancia, la tristeza, ese mismo entorno
desierto, la oscuridad y el sentimiento de opresión. Todos esos horrores habían
existido, existían y existirían y, aun cuando pasaran mil años más, la vida no
sería mejor. No tenía ganas de volver a casa.
La huerta de las viudas se llamaba así porque la cuidaban
dos viudas, madre e hija. Una hoguera ardía vivamente, entre chasquidos y
chisporroteos, iluminando a su alrededor la tierra labrada. La viuda Vasilisa,
una vieja alta y robusta, vestida con una zamarra de hombre, estaba junto al
fuego y miraba con aire pensativo las llamas; su hija Lukeria, baja, de rostro
abobado, picado de viruelas, estaba sentada en el suelo y fregaba el caldero y
las cucharas. Seguramente acababan de cenar. Se oían voces de hombre; eran los
trabajadores del lugar que llevaban los caballos a abrevar al río
-Ha vuelto el invierno -dijo el estudiante, acercándose a
la hoguera-. ¡Buenas noches!
Vasilisa se estremeció, pero enseguida lo reconoció y
sonrió afablemente.
-No te había reconocido, Dios mío. Eso es que vas a ser
rico.
Se pusieron a conversar. Vasilisa era una mujer que había
vivido mucho. Había servido en un tiempo como nodriza y después como niñera en
casa de unos señores, se expresaba con delicadeza y su rostro mostraba siempre
una leve y sensata sonrisa. Lukeria, su hija, era una aldeana, sumisa ante su
marido, se limitaba a mirar al estudiante y a permanecer callada, con una
expresión extraña en el rostro, como la de un sordomudo.
-En una noche igual de fría que ésta, se calentaba en la
hoguera el apóstol Pedro -dijo el estudiante, extendiendo las manos hacia el
fuego-. Eso quiere decir que también entonces hacía frío. ¡Ah, qué noche tan
terrible fue esa! ¡Una noche larga y triste a más no poder!
Miró a la oscuridad que le rodeaba, sacudió
convulsivamente la cabeza y preguntó:
-¿Fuiste a la lectura del Evangelio?
-Sí, fui.
-Entonces te acordarás de que durante la Última Cena,
Pedro dijo a Jesús: «Estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte». Y
el Señor le contestó: «Pedro, en verdad te digo que antes de que cante el
gallo, negarás tres veces que me conoces». Después de la cena, Jesús se puso
muy triste en el huerto y rezó, mientras el pobre Pedro, completamente agotado,
con los párpados pesados, no pudo vencer al sueño y se durmió. Luego oirías que
Judas besó a Jesús y lo entregó a sus verdugos aquella misma noche. Lo llevaron
atado ante el sumo pontífice y lo azotaron, mientras Pedro, exhausto,
atormentado por la angustia y la tristeza, ¿lo entiendes?, desvelado,
presintiendo que algo terrible iba a suceder en la tierra, los siguió… Quería
con locura a Jesús y ahora veía, desde lejos, cómo lo azotaban…
Lukeria dejó las cucharas y fijó su inmóvil mirada en el
estudiante.
-Llegaron adonde estaba el sumo pontífice -prosiguió- y
comenzaron a interrogar a Jesús, mientras los criados encendieron una hoguera
en medio del patio, pues hacía frío, y se calentaban. Con ellos, cerca de la
hoguera, estaba Pedro y también se calentaba, como yo ahora. Una mujer, al
verlo, dijo: «Éste también estaba con Jesús», lo que quería decir que también a
él había que llevarlo al interrogatorio. Todos los criados que se hallaban
junto al fuego le miraron, seguro, severamente, con recelo, puesto que él,
agitado, dijo: «No lo conozco». Poco después, alguien lo reconoció de nuevo
como uno de los discípulos de Jesús y dijo: «Tú también eres de los suyos». Y
él lo volvió a negar. Y por tercera vez, alguien se dirigió a él: «¿Acaso no te
he visto hoy con él en el huerto?». Y él lo negó por tercera vez. Justo después
de eso, cantó el gallo y Pedro, mirando desde lejos a Jesús, recordó las
palabras que él le había dicho durante la cena… Las recordó, volvió en sí,
salió del patio y rompió a llorar amargamente. El Evangelio dice: «Tras salir
de allí, lloró amargamente». Así me lo imagino: un jardín tranquilo, muy
tranquilo, y oscuro, muy oscuro, y en medio del silencio apenas se oye un
callado sollozo…
El estudiante suspiró y se quedó pensativo. Vasilisa, que
seguía sonriente, sollozó de pronto, gruesas y abundantes lágrimas se
deslizaron por sus mejillas mientras ella interponía una manga entre su rostro
y el fuego, como si se avergonzara de sus propias lágrimas. Lukeria, por su
parte, miraba fijamente al estudiante, ruborizada, con la expresión grave y
tensa, como la de quien siente un fuerte dolor.
Los trabajadores volvían del río, y uno de ellos, montado
a caballo, ya estaba cerca y la luz de la hoguera oscilaba ante él. El
estudiante dio las buenas noches a las viudas y reemprendió la marcha. De nuevo
lo envolvió la oscuridad y se entumecieron sus manos. Hacía mucho viento;
parecía, en efecto, que el invierno había vuelto y no que al cabo de dos días
llegaría la Pascua. Ahora el estudiante pensaba en Vasilisa: si se echó a
llorar es porque lo que le sucedió a Pedro aquella terrible noche guarda alguna
relación con ella…
Miró atrás. El fuego solitario crepitaba en la oscuridad,
y a su lado ya no se veía a nadie. El estudiante volvió a pensar que si
Vasilisa se echó a llorar y su hija se conmovió, era evidente que aquello que
él había contado, lo que sucedió diecinueve siglos antes, tenía relación con el
presente, con las dos mujeres y, probablemente, con aquella aldea desierta, con
él mismo y con todo el mundo. Si la vieja se echó a llorar no fue porque él lo
supiera contar de manera conmovedora, sino porque Pedro le resultaba cercano a
ella y porque ella se interesaba con todo su ser en lo que había ocurrido en el
alma de Pedro.
Una súbita alegría agitó su alma, e incluso tuvo que
pararse para recobrar el aliento. “El pasado -pensó- y el presente están unidos
por una cadena ininterrumpida de acontecimientos que surgen unos de otros”. Y
le pareció que acababa de ver los dos extremos de esa cadena: al tocar uno de
ellos, vibraba el otro.
Luego, cruzó el río en una balsa y después, al subir la
colina, contempló su aldea natal y el poniente, donde en la raya del ocaso
brillaba una luz púrpura y fría. Entonces pensó que la verdad y la belleza que
habían orientado la vida humana en el huerto y en el palacio del sumo
pontífice, habían continuado sin interrupción hasta el tiempo presente y
siempre constituirían lo más importante de la vida humana y de toda la tierra.
Un sentimiento de juventud, de salud, de fuerza (sólo tenía veintidós años), y
una inefable y dulce esperanza de felicidad, de una misteriosa y desconocida
felicidad, se apoderaron poco a poco de él, y la vida le pareció admirable,
encantadora, llena de un elevado sentido.
Anton Chejov
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