Poeta Jubilado se ofrece, Isidoro Blaisten
—¿Y vos, Manuel, no pensás estudiar nada, vos?
Tu hermana ya se recibió en Ciencias del Hombre,
tu hermano es comunicador social.
—Yo quiero ser trabajador de la cultura, papá.
“Diálogos de Manuel con su padre”
El paso de los años cambia la manera de decir las cosas.
El tema es ahora la temática; los problemas, la problemática; la vecinita que
nos gustaba, el objeto del deseo. Aquella muchacha de los tiempos viejos, por
quien en el viejo tango se formaba rueda pa’ verla bailar, hoy es sólo un
triste objeto sexual, lo que antes tenía relación con algo hoy tiene que ver
con la puesta en marcha de; estar triste es melancolizarse. Antes cualquiera
podría haber pensado que un comunicador social era un chismoso de barrio (o del
centro); podría haber pensado que toda ciencia es del hombre dado que ni las
marmotas ni las musarañas ni los marsupiales se dedican a esas cosas. Pero lo
más extraño es descubrir que un novelista, un poeta, un dramaturgo o un
ensayista es un trabajador de la cultura.
De ahí que, en los famoso diálogos, Manuel, que ha sido
siempre para su padre “ese muchacho difícil que hacía versitos y nunca ganaba
un peso”, decía ser, como Homero y Dante, Sófocles y Ovidio, Catulo y Petrarca,
un trabajador de la cultura.
Es sensato imaginar la zozobra y la perplejidad del padre
de Manuel. Pero más sensato aún es imaginar la zozobra y la perplejidad de
Antonin Artaud, Paul Verlaine, Jean Genet, Oscar Wilde o Macedonio Fernández si
se hubieran enterado de que ellos eran trabajadores de la cultura. Más perplejo
aún, Christopher Marlowe habría titubeado al darse cuenta de que había sido un
trabajador de la cultura, antes de caer atravesado a puñaladas en una taberna
de un suburbio de Londres, cuando trabajaba de espía. Pero sin duda el más
perplejo de todos habría sido François Villon, vago y mal entretenido, haragán
contumaz, prostibulario y ocioso, asesino y ladrón, dos veces condenado a la
horca, y uno de los más grandes poetas de Francia.
Ahora bien, es sabido
que todo trabajador tiene su sindicato, que todo trabajador se jubila y que,
llegado el caso, hace uso del derecho de huelga. Entonces, el candidato justo
para secretario general del sindicato de los trabajadores de la cultura sería
Hesíodo (Los trabajos y los días). Serían inevitables las luchas por el poder,
los desentendimientos, las posiciones encontradas, los internismos salvajes.
Cervantes (Los trabajos de Persiles y Sigismunda) se creería con méritos
suficientes para ocupar el cargo al igual que Ramón Pérez de Ayala (Los
trabajos de Urbano y Simona). Shakespeare (Trabajo de amor perdidos) sería
tildado de mariscal de la derrota) y Víctor Hugo (los trabajadores del mar)
sería un infiltrado de otro sindicato, el marítimo, y Emilio Zola (Trabajo) sería,
tal vez, acusado de tibieza.
Después vendría la jubilación. ¿Cómo será la vida de un
trabajador de la cultura jubilado? ¿Saldrá a la puerta de su casa con una
sillita baja, con pijama azul con alamares, en chancletas? ¿Llevará la pava y
el mate y, mientras chupa la bombilla, mirará los invencibles ocasos y
recordará sus años mozos, cuando escribía el soneto a Laura o el Ulises?
Podemos imaginar la cena de despedida, el pergamino firmado por todos los
amigos, la plaqueta recordatoria. Podemos imaginarlo, un mes después y ya con
boina, jugando a las bochas una tarde amarilla de tabaco.
Y como siempre habría injusticias sociales, y Goethe,
Bernard Shaw, Thomas Carlyle, Borges, que siguieron escribiendo después de los
ochenta años, serían jubilados en contravención, y no ha de faltar algún
truhán, algún felón, que los explotaría pagándoles en negro la mitad de sus
haberes.
¿Cómo lo mirarían los demás trabajadores de la cultura a
Rulfo, que escribió nada más que dos libros (bastante cortos) en su vida? Y a Rimbaud,
que dejó de escribir a los diecinueve años ¿Sería tan cínico como para pedir el
retiro voluntario? Bien mirados, jubilados con el máximo beneficio que otorga
la caja de jubilados y pensionados, serían Paul Fort y Michael Drayton.
Cuarenta volúmenes de baladas, el primero; quince mil dodecasílabos del
Polyolbion, el segundo.
Consideremos las huelgas. Consideremos un “quite de
colaboración” de Rubén Darío, o el “cese de actividades” de Bécquer, o el
“trabajo a reglamento” de Homero Manzi. Un paro sorpresivo sería terrible, nos
sumiría en la total orfandad, en el último desconcierto: “La princesa está. . .
“ “Volverán las oscuras...” , “Malena canta el...”
No pocos trabajadores de la cultura serían tildados de
reaccionarios, pequeño-burgueses, corruptos, cuando no de incurrir en
“profundos bajones ideológicos”: Conrado Nalé Roxlo (“Música porque sí, música
vana”); Guy de Maupassant (“Bola de sebo”); Pablo Neruda (“Estatuto del vino”);
Raúl González Tuñón (“Toca la gaita, Domingo Ferreiro”); Oscar Wilde (“Todo
arte es inútil”); Herbert Read (“Al diablo con la cultura”); Cesare Pavese
(“Trabajar cansa”).
Creo que ocasionará un grave problema esta nueva
denominación de “trabajadores de la cultura”. Porque, ¿cuándo trabaja un
escritor? ¿Cuáles son sus lugares de trabajo, sus horarios, sus formas, sus
maneras? Por lo general, escribe en noches interminables, en mañanas luminosas,
en pensiones mal olientes, en salones perfumados, en la inconsciencia de la
felicidad, en la lucidez de la desdicha, en la gloria de la salud, en los
apremios de la agonía. Escribe en campos de concentración entre los renglones
de un libro, en formularios de telegramas robados del correo, en servilletas de
papel, en papeles de hilo, entre sábanas de hilo de Holanda, entre el barro y la
muerte y el aire envenenado de las trincheras, en libros de contabilidad.
Si es cierto lo que aseguró Roberto Arlt que Dios o el
diablo estaban junto a él dictándole inefables palabras, ni la proximidad de
Dios ni la intromisión del diablo son mensurables en términos de salario ni
pueden computarse en registros de asistencia.
Otra cosa a tener en cuenta son las palabras de Picasso:
“Nadie le pide al pájaro que explique por qué canta”. Nadie, salvo la muerte,
le exige a un poeta que se jubile.
Isidoro Blaisten
No hay comentarios:
Publicar un comentario