CURA
BROCHERO
Carmen
sabe si un pájaro grita herido en la noche
y se
estremece
como
una mariposa con la salpicadura de una lágrima
cuando
escucha el clamor de la vida con sed.
En la
Casa de Ejercicios, en Villa Cura Brochero,
Carmen
salió al patio con flores,
miró
las flores,
miró el
azuL
Y
miraron con ella y rezaron con ella
las
plantas,
las
lajas calladas y sonoras,
los
adobes ingenuamente encalados de la capilla,
los
cuartos de retiro, rumorosos de oraciones y penumbras,
los
insectos
mareados
por el
zumo zumbante de la luz.
La
tarde, como una paloma, vino a dormirse en su hombro.
Yo, que
hace mucho que no me hablo con Dios
y hasta
cambié de calle cuando pude encontrarlo,
cuando
la toco a Carmen
siento
que toco al Dios que de ella fluye,
que en
ella se demora
como
las madrugadas en los árboles de flores azules.
Sé que
hay odios, rugidos, humaredas, cenizas, maldiciones.
Pero
para salvarme de mis uñas de antaño
tiznadas
de palpar corazones sombríos
o de
rodear los pocillos del café de la pena y el miedo
me
bastan sus ojos con claroscuros de pesebre,
sus
palabras más dulces que el rozar de un arroyo en la memoria,
sus
besos con aroma a patio con sol,
a fruta
cortada por un niño,
a
jazmines tiernamente colocados en los cabellos de la lluvia,
su
manera de hablar con el paisaje de montaña y tañidos
haciendo
que las piedras se emocionen con ella.
En
Villa Cura Brochero, pueblito dé Córdoba
cuyo
nombre evoca a un sacerdóte con poncho,
resero
de almas chúcaras,
gaucho
con un afilado crucifijo a la cintura,
Carmen
me convirtió -o me devolvió- al azul con su gracia,
me inició
en las fiestas de un cielo con Dios
entre
los pastizales dorados de la altura.
Olvidé
todo lo que sabía, todo lo que ignoraba,
para
aprender tan sólo que nombrarla es como rezar,
que
llamarla es desatar un viento piadoso entre los pétalos
y que aun
callándolo
su
nombre
suena a
pisada descalza por un país de lumbres y asombros,
a
alegría de agua que lava los pecados del mundo.
Yo
desterré palabras, gestos, ademanes,
comparaciones
torpes como máscaras bailoteantes
en la
tarde de Cura Brochero
en que
ella salió al patio con plantas de la Casa de Ejercicios
y logró
que el azul se viniera a mi pecho
bajado
por sus ojos.
Y me
quedé con el silencio de Carmen para siempre,
con el
resplandor de plegaria que le ronda los labios.
Y
cuando es muy furiosa la hoguera de la sangre
o
cuando todo está tan negro
que
pienso que mi mano
no va a
encontrar ya nunca
la
llave de la luz,
grito
o digo
o
murmuro
o
simplemente callo:
Carmen.
Y los
humos del odio y miedo se azulan
y una
frescura de música me enjuga la frente
y la
sombra se va de mi garganta y de mis uñas
y
descubro en las calles rostros como campanas
y la
vida, cantando, viene a dormirse en mi hombro
y no
soy más que un nombre
su
nombre
en el
fragor del mundo
una
palabra nueva pronunciada por Dios.
Osvaldo Guevara de Niña Carmen Maccio hermanos
editores (1983)
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