Armageddón en la Internet
(2000)
Una vez, y sólo una, encontré
en mi vida a una persona que había realizado todas sus fantasías y cumplido
todos sus deseos. Fue en un asilo mental. Visitando a un viejo amigo, éste
—deslumbrado— me la había presentado.
—Mucho gusto-me dijo ella,
extendiéndome una mano pequeña, blanca y firme.
—Me Llamo Isabel.
El deslumbramiento era
explicable: su blancura entre pálida y olivácea, mediterránea, cremosa y mate,
recordaba a una perla. La cara ovalada, enmarcada por un cabello negroazulado,
invitaba a concentrarse, primero, en unos ojos verde oscuro y luego en unos
labios gruesos, ligeramente pintados de un rosado muy tenue. Pero tras mirarla
a los ojos, su boca daba esa impresión de maquillaje indiferente, casi
despectivo, con el que se le dice al mundo —o el mundo cree escuchar— que, en
fin, hay que pintarse. La sonrisa que me brindó, sin embargo, era sensualmente afectuosa;
una sonrisa que hablaba su propio idioma, y la impresión general era que tenías
al frente a dos mujeres: una cotidiana, decidida, profesional y distante, al
estilo de una azafata de línea aérea; la otra como uno se imagina a una hurí,
incitante en su retorcido y mentiroso recato. La primera, concentrada en sus
ojos, prometía decisiones tajantes y utilitarias; la segunda, juguetones
placeres y muy serias frivolidades. La combinación era perturbadora y te sometía
a la inquietante pregunta de si eras un hombre capaz de abarcar a ambas. Mi
primera idea, al verla y al escuchar su voz —fuerte, casi dura en las
afirmaciones; dulce y dubitativa en las preguntas— fue: «¡Qué mala suerte
encontrar a una mujer así en
un lugar como éste». La idea murió pronto: la reemplazó, cuando profundizamos nuestras
conversaciones, una sensación de alivio precisamente por haberla encontrado
allí. Afuera, normal entre normales, no sé hasta qué punto hubiera sido dañina.
Aún en el sanatorio, llegué a pensar y lo reafirmo, habrían debido aislarla. Mi
ansiedad me ha conducido a adelantarme. No puedo impedir que me sacuda el
temblor que imagino típico de una sesión de exorcismo.
El sanatorio era un lugar
tranquilo y agradable, muy diferente al deprimente sanatorio habitual. El amigo
al que visitaba estaba allí para reponerse de otra institución, en la que había
combatido su adicción al alcohol; esto de usar un sanatorio para curarse de
otro nos provocó obvias sonrisas. Mi amigo inmediatamente notó el impacto que
Isabel me causaba; me advirtió, cuando nuevamente estuvimos solos, que era una
persona «peligrosa». Le pregunté por qué le parecía tal cosa y él, sonriendo
para disculparse de hablar tonterías respondió que era una bruja. Nos reímos, hombres
occidentales del siglo veintiuno que han leído libros y visto películas.
Recuerdo haber exclamado que eso era maravilloso. Y entonces
mi amigo agregó:
—Isabel afirma haber nacido
en Karakorum, durante el exilio mongol de sus padres, en el siglo trece después
de Cristo; sospecha que ése es sólo el último de muchos nacimientos. Dice que
es el que recuerda.
«Bueno», comenté ante tal
información, «será mi primera bruja» y que yo, tras haber leido a tantos
autores y visto decenas de películas sobre el tema —terroríficas o
humorísticas— merecía encontrarme por una vez dentro de la
literatura.
—No lo tomes tan a la
ligera-respondió, aunque sin perder su sonrisa.
Cuando mi amigo, dos semanas
después, abandonó el sanatorio, Isabel y yo ya éramos amigos y continué yendo a
verla. «Estoy aquí para siempre» dijo sin tristeza: después supe por qué
«siempre» era, para ella, un término sin sentido. La única otra
persona que la visitaba era o decía ser el hermano, muy mayor, que la habla
recluido: un hombre canoso, de piel oscura y actitudes frías pero corteses, que
en nada se parecía a Isabel. La saludaba con un beso en la frente; hablaban
poco y nunca en privado. Preguntaba por su bienestar y ella respondía
formalmente que estaba bien. Él sólo mostró un tono inusualmente preocupado en
una oportunidad, cuando le preguntó si tenía problemas (todo esto delante de
mí). Ella, indiferente, le aseguró que ninguno y él retornó a su propia
indiferencia.
Pero se volvió hacia mí y,
con una sonrisa evidentemente forzada, trató de explicarme que su hermana era
una persona buenísima. «Estoy seguro de que así es», respondí.
—Es que usted no sabe cuán
buena.
Murmuré algo.
—Tan buena que asusta a
algunos-añadió—. La bondad extrema, se dice por ahí, se parece terriblemente a
una maldad extrema.
Esto me pareció curioso. Sólo
dije que Isabel no me asustaba. Ella emitió una carcajada que sólo puedo
describir como cristalina. El hermano también sonrió. «La respuesta de
siempre», dijo mostrando unos dientes amarillentos e irregulares.
Recuerdo haber pensado que le
convendría un buen dentista.
—¿De siempre?
No respondió. Se despidió de
ella besando su frente y me estrechó la mano con un «cúidese» que me pareció la
despedida habitual en estos tiempos. Había muchas preguntas que yo quería
hacerle, pero no delante de ella. Por ejemplo y para comenzar, por qué una
persona tan simpática, hasta dulce, tenía que estar recluida (y de por vida)
por una simple e inocente chifladura; afuera hay millones de excéntricos, con
teorías, opiniones y acciones tanto o más irrazonables y hasta antipáticas. Fue
imposible; el extraño hermano y yo nunca estuvimos solos. Días después, con más
confianza entre nosotros y seguro de que la pregunta no la incomodaría, se lo
pregunté a ella.
—Dicen que soy mala, que hago
daño-respondió, y la sonrisa de sus labios contrastaba con la frialdad de su mirada—.
No me molesta. No tiene sentido molestarse con la Oscuridad y sus emisarios o
víctimas: hacen lo que les corresponde.
—¿Quiénes lo dicen?
—Todos: mi hermano, la gente
que he ido conociendo, los amantes que he tenido, mis súbditos…
—¿Súbditos?
—¿No te dije que desciendo
del Santo Grial?
—Espera. Espera un momento.
Ya me perdiste. ¿Estamos en la corte del Rey Arturo? Isabel sonrió, condescendiente.
—El Santo Grial no es, como
se creía, un cáliz u otro objeto sino una deformación de las palabras francesas
«sang réal». Ya no es un secreto desde que lo revelara, en la década de 1990,
el historiador místico Peter Berling. Yo desciendo de la estirpe del rey David
a través de Jesús y su compañera María de Magdala, de Mahoma, y de los príncipes
cátaros Roç y Yeza, mis padres. Y antes de David, de profetas olvidados como
Zoroastro. Mucho, mucho antes, desciendo de aquellos que hubieron de refugiarse
en las profundidades. La misión del «Santo Grial», de la sangre real, es unificar a la
humanidad e instaurar el reino de la paz: lo llamamos el «gran proyecto».
—Un proyecto muy largo.
—Muy largo, sí, y
recurrentemente fracasado… hasta hoy. Ahora, finalmente, con el nuevo milenio
(algunos hablan de la era de Acuario; las etiquetas no importan) todas las
condiciones coinciden: el nombre que le dan ahora es «globalización».
—¿Y todos somos, entonces,
tus súbditos?
—Sí. El Gran Programador y
unos cuantos Elegidos lo saben. Y ahora tú estás entre los Elegidos.
—¿Eso es bueno o malo?
Otra carcajada de la boca y
otra mirada helada.
—Y tu hermano, ¿quién o qué
es?
—Uno de los Inquisidores.
—¿Inquisidores?
—La Oscuridad tiene muchos
nombres y soldados.
—Eso significa que tu
hermano…
—Eso significa que tu
hermano…
—Prefiero no hablar de eso.
Digamos que cumple con la misión que la Oscuridad le ha encargado. La Oscuridad
considera que la humanidad no merece ser salvada. Que, en verdad, fue desde el
comienzo un error o una malevolencia.
Como dije, este diálogo se
produjo cuando ya llevábamos varios días de conversaciones, al principio más
bien superficiales, sobre nuestras vidas —la de una niña extraña e
introvertida, la de un niño extrovertido y ambicioso— y sobre el mundo. Para
ella, la «vida» no sólo era una ilusión sino que además era una ilusión
imperfecta, absurda y peligrosa. Para mí, un campo inmenso pero real y
conquistable. En su adolescencia, Isabel, tras las excursiones habituales entre
personas como ella por las tentadoras vías de los budismos, había decidido que
la verdad —si la había— tenía que estar más allá, por debajo o por detrás de
esos incompletos ensayos orientales. Pero ambos nos reencontrábamos ahora en lo
«occidental»: el judeo-islamo-cristianismo y la tecnología. Ella había
privilegiado un camino de retorno espiritual, y yo la cotidianidad y con ella,
la más occidental de las ideas: la de la conquista y subordinación del mundo.
Con Isabel descubrí esa otra ruta.
La describió así:
—Zambullirse en el pasado y
encontrarse a sí mismo para extraer el futuro.
Intento reproducir algo de su
explicación, a la vez confusa, seductora y alienada:
—Hay una rama del budismo que
propone la superación de todo deseo por medio de su satisfacción-dijo—. Fue un
instrumento útil para mí. He realizado todas mis fantasías y satisfecho todos
mis deseos antes de perder toda fantasía y todo deseo. Como aquel adepto
nuestro dentro del cristianismo, el llamado San Agustín: relee sus Confesiones
con los nuevos ojos que ahora posees. Y a Dostoyevski. Y a Nietzsche. Y a
muchos otros, partícipes y agentes del «gran proyecto». Y ese gran proyecto
consiste en utilizar a las religiones (las occidentales: judaísmo, cristianismo,
islamismo; las orientales: hinduismo, budismo, shinto) manejando las nuevas
herramientas que ahora están a nuestra disposición, como la Internet. Al fin la
era de Acuario tiene los medios unificadores de que carecía: el Gran
Programador ha dicho que es la hora de la batalla final del perpetuo
Armageddón.
Yo la escuchaba oscilando
entre el horror, la compasión y la tentación de dejarme arrastrar a su locura.
Ahora sé que me estaba enamorando de Isabel, aunque mi razón se resistía con
garras y dientes a ser arrastrada a esa vorágine.
Mi mundo era el de la
realidad: agente en la Bolsa de Lima («yupi con Proust», me llamaba Isabel),
acceso a la web, negocios violentos y rápidos acompañados por diversiones
violentas y rápidas; el de ella era el de otra clase de globalización, una que
había estado con nosotros, me decía, desde hacía milenios, trabajando en el
inconsciente individual pero también colectivamente en el espacio y en el
tiempo. Sus soldados —los haschishin, o «asesinos», del Viejo de la Montaña,
los fida’i del Islam ismaelita, los apóstoles del Kristos (menos Saulo, el de
Tarso y Damasco,
que era un Oscuro) y los
Templarios, masacrados, como los cátaros, los nestorianos y tantos otros por la
Iglesia de Roma, los treintiséis Justos de los judíos, ciertos chaskis del
Tahuantinsuyo (que transportaban algo más que noticias
y estadísticas)— eran las
tropas de Mazda, de la Luz, que combatían por todo el planeta contra los
Oscuros.
—¡Y ahora-agregó,
triunfante-por primera vez, gracias a las redes mundiales de la informática y a
las conexiones satelitales, tenemos acceso, por un lado, a todos los rincones
y, por el otro, al corazón mismo del Dominio del Mal!
—¿Y dónde está ese corazón?
—pregunté.
—No dónde, sino
cuándo-respondió—. Armageddón, el gran combate, no está en el espacio sino en
el tiempo.
Armageddón se combate en el
tiempo.
—¿Cómo?
—La Oscuridad es el tiempo;
el tiempo como manifestación del Mal. Una derivación de lo luminoso, que nació y
vivió un nanosegundo sin sombra; el tiempo es una atribución del espacio, que
nació puro, es decir intemporal, y fue desafiado por una dimensión nueva: lo
que la física denomina tiempo y las religiones Satanás. Luzbel era la «bella
luz» hasta que, harto del error divino, se lanzó a su rebeldía correctora. La
Oscuridad es la sombra, por lo demás inevitable, que proyecta la Luz y que,
como, ésta, adquirió autoconciencia. Más cómodo era antropomorfizarla y
llamarla «diablo». Pero ahora existen la nueva física y las comunicaciones
totales: ya no necesitamos parábolas.
Hemos llegado a la madurez y
tenemos las herramientas. Los libros sagrados— —las Biblias (judía y
cristiana), las Gathas y el Avesta, los Evangelios Apócrifos de la gnosis, el
Quran, el Canon Pali del Buda y la Tripitaka, el Popol Vuh y todos los demás—
eran hermosas parábolas con las que la Luz nos fue preparando para el «gran
proyecto».
Nosotros apostamos a que
Satanás está equivocado y que la humanidad, la Creación entera, son
rescatables. Me sería imposible reproducir todas nuestras conversaciones, no
porque no las recuerde en su totalidad —tengo excelente imposible reproducir todas
nuestras conversaciones, no porque no las recuerde en su totalidad —tengo
excelente memoria— sino porque serían tediosas y repetitivas para el no
iniciado. Eran historias de personas y de viajes, de supervivencias y crímenes.
—¿Cómo es eso de todas las
fantasías realizadas y todos los deseos satisfechos?
Esta vez hasta sus ojos
participaron de una pícara sonrisa:
—En ocho siglos se puede
hacer muchas cosas ¿no crees? Pero además he contado y cuento con la ayuda de mis
padres.
—¿También viven?
—Ningún luminoso deja de
vivir. También viven Abraham, cuya supuesta tumba veneran en vano judíos y musulmanes,
Jesús —para evadir la persecución le provocaron con una pócima, que dijeron era
vinagre, una catalepsia o falsa muerte en la cruz—, Siddharta el Buda, Spinoza,
Einstein…
—El cerebro de Einstein se
conserva en una universidad, creo que la de Princeton.
—Bernardo, Bernardo… Me
hablas de átomos y moléculas ¡y yo te hablo de fuerzas que los dominan, transforman
y reproducen! ¿Por qué tantas religiones te hablan de la resurrección de toda
carne a sabiendas de que los cadáveres se pudren y desaparecen? Todo tiene una
copia en el Gran Archivo. Y todos esos amigos y muchos más viven, se comunican
entre sí y ejercen su influencia; son nuestros asesores y tropas de reserva.
Así como hay un genoma humano, hay un genoma universal o gran archivo que Jung
denominó «inconsciente colectivo». Por ahora sólo nosotros los luminosos somos
la parte autoconsciente de ese archivo. Y sus viajes: Roma, Grecia, Galia, Palestina,
Persia, los territorios del único imperio nómade de la historia, el de los
mongoles, Catay y, por supuesto, lo que ahora llamamos India. Pero también por
Africa —sobre todo el Sahara, que alguna vez contuvo un mar y dio lugar al
imperio fenicio de Cartago— y la futura América en los recios pero esbeltos
barcos vikingos.
—Ah, Bernardo-me decía, con
los labios dulces y la mirada hierática—, ningún lugar, ningún comportamiento, ningún
dolor o placer me es ajeno. Guerrera con los hititas (a quienes enseñé el uso
del hierro), diosa para los tutsis, esclava en Baltimore, prostituta sagrada
entre los adoradores de Baal, no tan sagrada en Marsella, ñusta en Machu Picchu,
tú nómbralo: estuve allí y lo fui todo. Borges no llegó a saber que yo, Isabel
Trencavel, soy el aleph.
—¿Trencavel?
—Mi apellido cátaro, del
Languedoc. Mis padres descienden de Perceval o Parsifal, nuestro gran héroe.
Fuimos víctimas de una cruzada de cristianos contra cristianos, de la Oscuridad
de la prepotente Roma, esa nueva Babilonia.
El tiempo combate en el
espacio para destruir la luz. Hemos sufrido terribles derrotas, como en la
bravía Atlántida, en Creta —imperio femenino dedicado al amor y a las artes— y
en la dulce Avalon de los Pictos, la actual Inglaterra.
Los huaris eran regidos por
gente nuestra: los quechuas los destruyeron; los cultos mayas sucumbieron ante
los demoníacos aztecas que, como Roma, exclamaron su versión de delenda est
Cartago. Tampoco quisieron dejar rastros, pero el Popol Vuh y los templos
escondidos permanecieron y los sacerdotes huyeron a tiempo al Asia Central. Qué
historia, ¿verdad?
—Increíble.
—No estás obligado a creerla;
casi nadie lo hace. Y cuando lo creen, la Oscuridad a menudo transforma la Gran
Verdad en locura de grupitos chiflados o estafadores. O los luminosos somos
encerrados en sanatorios mentales.
Algunos se suicidan, otros
simulan «volver a la razón» —es decir, a la mentira— pero algunos continuamos
este combate de la eternidad contra el tiempo.
—¿Y cómo va a terminar todo
esto?
—¿Quién sabe? Las fuerzas son
parejas. A veces dudamos, no creas. Como preguntan ciertos gnósticos, ¿quién sabe
si Dios no es una falsificación?
—¿Y Dios qué pito toca?
—Te perdono la vulgaridad
porque es tu mecanismo de defensa: tal como los individuos neuróticos defienden
su mal, el colectivo defiende su oscuridad. Si tenemos razón, y tenemos que
tenerla, Dios es el Gran Programador.
—Entonces, ¿por qué no nos ha
programado para ganar? ¿Y para qué esta absurda y sangrienta lucha en una Creación
que pudo ser perfecta?
—La Oscuridad es el gran
virus.
—Los virus se fabrican.
—Sí, hay un Gran Hacker.
—¿Y quién creó al programador
y al hacker?
—Ése es el misterio final,
que sólo sabremos, para bien o para mal, cuando se decida Armageddón.
—El Dios de Dios. El Rey de
Reyes.
Se encogió de hombros.
—Ni idea. Einstein sigue
diciendo que Dios no juega a los dados, pero ahora añade, sonriendo, «si hay
tal cosa
y si hay dados».
—Tal como yo lo veo, nosotros
somos los dados.
—No, todos los dados son
iguales. Nosotros somos piezas de ajedrez. Sólo que ahora, en el tercer
milenio, vamos a jugar en un tablero universal, y vamos a conocer el juego.
Por supuesto, nunca llegué a
creer en lo que decía Isabel, registrada en el sanatorio no como Trencavel sino
con el apellido Valmel. Pero desde que la conozco vivo amándola, aterrado,
preguntándome: ¿Y si fuera cierto? La alternativa es que se trata
de una loquita. Una loquita que, como me insinuó ayer con suficiente claridad,
sólo podrá amarme si ingreso con plena consciencia al ejército de la luz. Por
eso y para horror de familiares, amigos y colegas,
vivo aquí, con ella y con la
computadora con la que continúo mi trabajo en la Bolsa y navego, con Isabel,
por las zonas más demoníacas de la Internet.
José B. Adolph