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1 de noviembre de 2020

Aproximaciones: estructura y morfología de lo sagrado. Dialéctica de las hierofanías, Mircea Eliade

 

Aproximaciones: estructura y morfología de lo sagrado
Dialéctica de las hierofanías

 
Recordábamos al principio de este capítulo que todas las definiciones del fenómeno religioso dadas hasta hoy oponían lo sagrado a lo profano. Lo que acabamos de decir, a saber: que cualquier cosa ha podido ser en un momento dado una hierofanía, ¿contradice esas definiciones del fenómeno religioso? Si la sacralidad puede estar incorporada a cualquier cosa, ¿en qué medida sigue siendo válida la dicotomía sagrado-profano? La contradicción no es más que aparente, porque si bien es verdad que cualquier cosa puede convertirse en una hierofanía y que probablemente no existe ningún objeto, ser o planta, etc., al que no haya revestido en algún momento de la historia y en algún lugar del espacio el prestigio de la sacralidad, no es menos cierto que no se conoce ninguna religión o raza que haya acumulado, en el curso de su historia, todas esas hierofanías. Dicho de otro modo: siempre ha habido en el marco de cualquier religión objetos o seres sagrados junto a objetos y seres profanos. (No podríamos decir lo mismo de los actos fisiológicos, los oficios, las técnicas, los gestos, etc., pero ya volveremos sobre esta distinción). Hay que ir más lejos; aunque una clase determinada de objetos pueda recibir el valor de hierofanía, hay siempre objetos, dentro de esa clase, que no gozan de ese privilegio. Cuando se habla, por ejemplo, de lo que suele llamarse «culto a las piedras», no se consideran todas las piedras como sagradas. Encontraremos siempre ciertas piedras veneradas por su forma, por su tamaño o por sus implicaciones rituales. Veremos además que no se trata de un culto a las piedras, que esas piedras sagradas son veneradas tan sólo en la medida en que ya no son simples piedras, sino hierofanías, es decir, algo distinto de su condición normal de «objetos». La dialéctica de la hierofanía supone una selección más o menos manifiesta, una singularización. Un objeto se convierte en sagrado en la medida en que incorpora (es decir, revela) algo distinto de él mismo. Por el momento poco importa que ese algo distinto sea debido a su forma singular, a su eficiencia o simplemente a su «fuerza», ya se deduzca de la «participación» del objeto en un simbolismo cualquiera, ya sea conferido por un rito de consagración o adquirido por la inserción, voluntaria o involuntaria del objeto, en una región saturada de sacralidad (una zona sagrada, un tiempo sagrado, un «accidente» cualquiera: rayo, crimen, sacrilegio, etc.). Lo que nos importa destacar es que una hierofanía supone una selección, una separación clara del objeto hierofánico con respecto al resto de lo que le rodea. Este resto existe siempre, incluso cuando lo que se convierte en hierofánico es una región inmensa; por ejemplo, el cielo, el conjunto del paisaje familiar o la «patria». En todo caso, el objeto hierofánico se separa por lo menos de sí mismo, porque no se convierte en hierofanía más que en el momento en que deja de ser un simple objeto profano, en el momento en que adquiere una nueva «dimensión»: la de la sacralidad.
Esta dialéctica está perfectamente clara en el plano elemental de las hierofanías fulgurantes, tan frecuentes en la literatura etnológica. Todo lo que es insólito, singular, nuevo, perfecto o monstruoso se convierte en recipiente de las fuerzas mágico-religiosas y, según las circunstancias, en objeto de veneración o de temor, en virtud de ese sentimiento ambivalente que suscita contantemente lo sagrado. «Que un perro —escribe A. C. Kruyt— sea siempre afortunado en la caza es measa (de mal agüero, signo de desgracia). El éxito excesivo en la caza inquieta al toradja. La fuerza mágica, gracias a la cual puede el animal hacerse con la presa, le será necesariamente fatal a su amo: morirá pronto, o será mala la cosecha de arroz o, las más de las veces, se declarará una epizootia entre sus búfalos o sus cerdos. Esta creencia es general en todo el centro de las Célebes» (cit. por Lévy-Bruhl, Le surnaturel et la nature dans la mentalité primitive, 13-14). En cualquier ámbito asusta la perfección, y en ese valor sagrado o mágico de la perfección es donde habrá que buscar la explicación del temor que, incluso la sociedad más civilizada, manifiesta ante el santo o el genio. La perfección no es de este mundo. Es algo distinto de él o viene de otro lugar. Este mismo temor o esta misma reserva timorata se da frente a todo lo que es extranjero, extraño, nuevo, porque esas presencias sorprendentes son signo de una fuerza que, aunque venerable, puede ser peligrosa. En las Célebes «es measa que el fruto de un plátano brote no en el extremo, sino en el centro del tallo... Suele decirse que esto acarrea la muerte al dueño del árbol... Es measa que una calabaza tenga dos frutos sobre un mismo tallo (caso idéntico al de un nacimiento gemelo). Esto provocará la muerte de un miembro de la familia del dueño del campo en el que esa planta brota. Hay que arrancar la planta que da esos frutos de mal agüero. Nadie puede comerlos» (Kruyt, cit. Por Lévy-Bruhl, Surnaturel, 219). Como dice Edwin W. Smith, «las cosas extrañas, insólitas, los espectáculos inusitados, las prácticas que no son habituales, los alimentos desconocidos, los procedimientos nuevos para hacer las cosas, todo eso se considera como manifestación de las fuerzas ocultas» (cit. por Lévy-Bruhl, 221). En Tanxa (Nuevas Hébridas) se atribuían todos los desastres a los misioneros blancos que acababan de llegar (ibíd., 182). Esta lista de ejemplos puede incrementarse fácilmente (cf., por ejemplo, Lévy-Bruhl, La mentalité primitive, 27-37, 295-331, 405-443; H. Webster, Taboo, 230ss).
 
Mircea Eliade, De Tratado de historia de las religiones. Morfología y dialéctica de lo sagrado (2009, Ediciones Cristiandad)
 
 
 

31 de octubre de 2020

Aproximaciones: estructura y morfología de lo sagrado. Multiplicidad de las hierofanías, Mircea Eliade


 

Aproximaciones: estructura y morfología de lo sagrado
 
Multiplicidad de las hierofanías


Volveremos en el presente trabajo sobre los ejemplos que acabamos de citar. Hasta aquí nos han servido como una primera aproximación no para delimitar la noción de lo sagrado, sino para familiarizarnos con los documentos de que disponemos. Hemos llamado a esos documentos hierofanías porque cada uno revela una modalidad de lo sagrado.
Las modalidades de esa revelación, así como el valor ontológico que se le atribuye, son cuestiones que no podrán ser discutidas hasta el término de nuestra investigación.
Consideremos por el momento cada documento —rito, mito, cosmogonía o dios— como una hierofanía; dicho de otro modo: intentemos considerarlo como una manifestación de lo sagrado en el universo mental de los que lo han recibido.
Este ejercicio que proponemos no siempre es fácil. Al occidental habituado a relacionar espontáneamente las nociones de lo sagrado, de religión e incluso de magia con ciertas formas históricas de la vida religiosa judeo-cristiana, las hierofanías extranjeras le parecen en gran parte absurdas.
Aunque estuviera dispuesto a considerar con simpatía ciertos aspectos de las religiones exóticas —y en primer lugar de las religiones orientales—, le sería difícil comprender la sacralidad de las piedras, por ejemplo, o el erotismo místico. Y aun suponiendo que estas hierofanías pudieran encontrar justificación (considerándolas como «fetichismos», por ejemplo), es casi seguro que un hombre moderno seguirá siendo refractario a las demás, que vacilará enconcederles valor de hierofanía, es decir, de modalidades de lo sagrado. Walter Otto, en su Die Gótter Griechenlands, hacía notar lo difícil que le es al hombre moderno captar la sacralidad de las «formas perfectas», una de las categorías de lo divino que era de uso corriente entre los antiguos helenos. Veremos agravarse esta dificultad cuando se trate de considerar un símbolo como una manifestación de lo sagrado o de sentir las estaciones, los ritmos o la plenitud de las formas (de cualquier forma) como otros tantos modos de sacralidad. Intentaremos hacer ver en las páginas siguientes que los hombres de las culturas arcaicas las consideraban como tales. Y en la medida en que nos libremos de los prejuicios didácticos y olvidemos que se ha tachado a veces a estas actitudes de panteísmo, de fetichismo, de infantilismo, etc., lograremos comprender mejor el sentido pasado o actual de lo sagrado en las culturas arcaicas y aumentarán a la vez nuestras posibilidades de comprender tanto los modos como la historia de la sacralidad.
Tenemos que habituarnos a aceptar las hierofanías en cualquier parte, en cualquier sector de la vida fisiológica, económica, espiritual o social. En definitiva, no sabemos si existe algo —objeto, gesto, función fisiológica, ser o juego, etc.— que no haya sido transfigurado alguna vez, en alguna parte, a lo largo de la historia de la humanidad, en hierofanía. Cosa completamente distinta es buscar las razones que han determinado que ese algo se convierta en una hierofanía o deje de serlo en un momento dado. Pero lo cierto es que todo lo que el hombre ha manejado, sentido, encontrado o amado pudo convertirse en hierofanía. Sabemos, por ejemplo, que, en conjunto, los gestos, las danzas, los juegos infantiles, los juguetes, etc., tienen un origen religioso: fueron en otro tiempo juegos u objetos cultuales. Sabemos asimismo que los instrumentos de música, la arquitectura, los medios de transporte (animales, carros, barcas, etc.) empezaron por ser objetos o actividades sagradas. Cabe pensar que no existe ningún animal ni planta importante que no haya participado de la sacralidad en el curso de la historia. Sabemos también que todos los oficios, las artes, industrias y técnicas tienen un origen sagrado o han tenido, en el curso del tiempo, valores cultuales.
Podrían añadirse a esta lista los gestos cotidianos (levantarse, andar, correr), los distintos trabajos (caza, pesca, agricultura), todos los actos fisiológicos (alimentación, vida sexual, etc.), robablemente también los vocablos esenciales del idioma, etc. Evidentemente, no se trata de que toda la especie humana haya pasado por todas esas fases, de que cada grupo humano haya conocido, una tras otra, todas esas hierofanías. Semejante hipótesis evolucionista, que hubiera parecido aceptable quizá hace unas generaciones, está hoy completamente descartada. Pero cada grupo humano ha transustanciado por su cuenta, en algún lugar, en un momento histórico dado, cierto número de objetos, de animales, de plantas, de gestos, etc., en hierofanías, y es muy probable que, en definitiva, nada haya escapado a esta transfiguración que ha venido realizándose durante decenas de milenios de vida religiosa.
 
Mircea Eliade, De Tratado de historia de las religiones. Morfología y dialéctica de lo sagrado (2009, Ediciones Cristiandad)

30 de octubre de 2020

Aproximaciones: estructura y morfología de lo sagrado. Variedad de las hierofanías, Mircea Eliade


 

Aproximaciones: estructura y morfología de lo sagrado
 
Variedad de las hierofanías

 
Las comparaciones a que hemos recurrido para hacer ver cuan precario es el material documental de que dispone el historiador de las religiones no son naturalmente sino ejemplos imaginarios y sólo como tales han de considerarse.
Nuestro primer cuidado será justificar el método que va a guiar el presente trabajo. ¿En qué medida estamos autorizados —teniendo en cuenta la heterogeneidad y lo precario del material documental— a hablar de «modalidades de lo sagrado»? Lo que prueba que esas modalidades existen realmente es el hecho de que una hierofanía es vivida e interpretada en forma distinta por las minorías religiosas y por el resto de la comunidad. Para el pueblo que acude al principio del otoño al templo Kalighat de Calcuta, Durga es una diosa aterradora a la que hay que sacrificar machos cabríos; pero para los pocos skahtas iniciados, Durga es la epifanía de la vida cósmica en continua y violenta palingenesia. Es muy probable que muchos de los adoradores del lingam de Shiva no vean en él más que el arquetipo del órgano generador; pero otros lo consideran como un signo, un «icono» de la creación y de la destrucción rítmicas del universo que se manifiesta en formas y se reintegra periódicamente en la unidad primordial, preformal, con el fin de regenerarse. ¿Cuál es la verdadera hierofanía de Durga y de Shiva: la que descifran los «iniciados» o la que capta la masa de «creyentes»? Intentaremos demostrar en las páginas siguientes que ambas son igualmente válidas, que el sentido que las masas les confieren representa, con el mismo título que la interpretación de los iniciados, una modalidad real y auténtica de lo sagrado manifestado por Durga o Shiva. Y podremos hacer ver cómo las dos hierofanías son coherentes, es decir, cómo las modalidades de lo sagrado reveladas a través de ellas no son en manera alguna contradictorias, sino integrables y complementarias. Es, pues, lícito atribuir igual «validez» a un documento en que se recoge la experiencia popular y a un documento que refleja la experiencia de una élite. Ambas categorías de documentos son indispensables, y esto no sólo para reconstruir la historia de una hierofanía, sino ante todo porque ayudan a constituir las modalidades de lo sagrado revelado a través de esa hierofanía. Estas observaciones —que aparecerán ampliamente ilustradas a lo largo de este libro— deben aplicarse a la heterogeneidad de las hierofanías de que acabamos de hablar.
Porque —según hemos dicho— estos documentos no son sólo heterogéneos por lo que hace a su origen (unos proceden de sacerdotes o iniciados, los otros de las masas, unos no presentan más que alusiones, fragmentos o decires, los otros textos originales, etc.), sino que son heterogéneos también en su estructura misma. Así, por ejemplo, las hierofanías vegetales (es decir, lo sagrado revelado a través 0de la vegetación) se encuentran tanto en los símbolos (el árbol cósmico) o en los mitos metafísicos (el árbol de la vida) como en ciertos ritos «populares» (la «procesión del árbol de mayo», las hogueras, los ritos agrarios), en las creencias vinculadas a la idea de un origen vegetal de la humanidad, en las relaciones místicas que existen entre ciertos árboles y ciertos individuos o sociedades humanas, en las supersticiones relativas a la fecundación por los frutos o las flores, en los cuentos cuyos héroes cobardemente asesinados se transforman en plantas, en los mitos y en los ritos de las divinidades de la vegetación y de la agricultura, etc. La diferencia entre estos documentos no está sólo en su historia (compárese, por ejemplo, el símbolo del árbol cósmico entre los indios y los altaicos con las creencias de ciertos pueblos primitivos de que el género humano desciende de una especie vegetal), sino en su estructura misma. ¿Qué documentos nos servirán de modelo para entender las hierofanías vegetales? ¿Los símbolos, los ritos, los mitos o las «formas divinas»?
El método más seguro es evidentemente el que considera y utiliza todos estos documentos heterogéneos, sin excluir ningún tipo importante, estudiando al mismo tiempo los contenidos revelados por todas las hierofanías. Obtendremos así un conjunto coherente de notas comunes que —como veremos más adelante— permiten organizar en un sistema coherente las modalidades de la sacralidad vegetal. Comprobaremos así que toda hierofanía supone este sistema; que una costumbre popular relacionada en cierto modo con la «procesión ceremonial del árbol de mayo» implica la sacralidad vegetal formulada por el ideograma del árbol cósmico; que ciertas hierofanías no son bastante «abiertas», que son casi «crípticas» en el sentido de que revelan parcialmente y de manera más o menos cifrada la sacralidad incorporada o simbolizada por la vegetación, mientras que otras hierofanías verdaderamente «fánicas» transparentan las modalidades de lo sagrado en su conjunto. Podríamos considerar como hierofanía críptica, insuficientemente «abierta» o «local», la costumbre de pasear ceremonialmente una rama verde al comienzo de la primavera, y como hierofanía «transparente», el símbolo del árbol cósmico.
Pero tanto la una como la otra revelan la misma modalidad de lo sagrado incorporado a la vegetación: la regeneración rítmica, la vida inagotable concentrada en la vegetación, la realidad manifestada en una creación periódica, etc. (§ 124). Conviene subrayar desde ahora que todas las hierofanías conducen a un sistema de afirmaciones coherentes, a una «teoría» de la sacralidad vegetal, y que esta teoría va implicada tanto en las hierofanías insuficientemente «abiertas» como en las otras. Las consecuencias teóricas de estas observaciones se discutirán al final del presente trabajo, cuando hayamos examinado un número de hechos suficiente. Por el momento nos basta con mostrar que ni la heterogeneidad histórica de los documentos (salidos unos de las élites religiosas y otros de las masas incultas, producto unos de una civilización refinada y creación los otros de las sociedades primitivas, etc.) ni su heterogeneidad estructural (mitos, ritos, formas divinas, supersticiones, etc.) constituyen un obstáculo para la inteligencia de una hierofanía. Es más, a pesar de las dificultades de orden práctico, esta heterogeneidad es lo único que puede revelarnos todas las modalidades de lo sagrado, puesto que un símbolo o un mito evidencian las modalidades que un rito implica, pero que no puede por sí mismo manifestar. La diferencia entre el nivel de un símbolo, por ejemplo, y el de un rito es de tal naturaleza que jamás podrá el rito revelar todo lo que el símbolo revela.
Pero, repitámoslo, la hierofanía activa en un rito agrario supone que está presente el sistema entero, es decir, el conjunto de las modalidades de la sacralidad vegetal que, de una manera más o menos global, revelan las otras hierofanías agrarias.
Se comprenderán mejor estas observaciones preliminares cuando volvamos a plantear el problema desde un punto de vista distinto. El hecho de que cuando la hechicera quema una muñeca de cera con un mechón de pelo de su «víctima» no se dé cuenta cabal de la teoría supuesta por este acto mágico no tiene la menor importancia para entender la magia simpática. Lo que importa para entender esta magia es saber que ese acto no ha sido posible más que a partir del momento en que determinados individuos han tenido el convencimiento (por vía experimental) o han afirmado (por vía teórica) que las uñas, el pelo y los objetos llevados por un individuo cualquiera conservan su íntima relación con él aun después de separados. Creencia que supone la existencia de un «espacio-red» que reúne los objetos más distantes mediante una simpatía regida por leyes específicas (la coexistencia orgánica, la analogía formal o simbólica, las simetrías funcionales). El hechicero (el que hace de mago) no puede creer en la eficacia de su acción más que en la medida en que exista ese «espacio-red». El hecho de que conozca o no ese «espacio-red», de que tenga o no tenga conocimiento de la «simpatía» que vincula el pelo al individuo no tiene ninguna importancia. Es muy probable que muchas de las hechiceras de hoy no tengan una representación del mundo que concuerde con las prácticas mágicas que ejercen. Pero, consideradas en sí mismas, estas prácticas pueden revelarnos el mundo del que proceden, aun cuando los que las utilizan no tengan teóricamente entrada en él. El universo mental de los mundos arcaicos no nos ha llegado dialécticamente envuelto en las creencias explícitas de los individuos, sino conservado en mitos, símbolos y costumbres, que, pese a toda clase de orrupciones, permiten aún ver con claridad su sentido originario. Son, en cierto modo, «fósiles vivientes», y basta a veces un solo «fósil» para poder reconstruir el conjunto orgánico del que es vestigio.
 
 
Mircea Eliade, De Tratado de historia de las religiones. Morfología y dialéctica de lo sagrado (2009, Ediciones Cristiandad)

29 de octubre de 2020

Aproximaciones: estructura y morfología de lo sagrado Dificultades metodológicas, Mircea Eliade


 

Aproximaciones: estructura y morfología de lo sagrado
Dificultades metodológicas

 
 
Pero volvamos a la gran dificultad material antes señalada: la extrema heterogeneidad de los documentos religiosos.
El campo casi ilimitado en el que, por cientos de miles, se han recopilado documentos no ha hecho sino agravar esta heterogeneidad. Por un lado (como todos los documentos históricos), aquellos de que disponemos se han conservado más o menos al azar (no se trata únicamente de textos, sino también de monumentos, inscripciones, tradiciones orales, costumbres). Por otra parte, esos documentos conservados por azar proceden de ámbitos muy distintos. Si
para reconstituir la historia arcaica de la religión griega, por ejemplo, tenemos que contentarnos con los pocos textos que se nos han conservado, con algunas inscripciones, algunos monumentos mutilados y algunos objetos votivos, para reconstruir las religiones germánicas o eslavas nos vemos obligados a recurrir a los documentos folklóricos, aceptando los inevitables riesgos que su manejo y su interpretación llevan consigo. Una inscripción rúnica, un mito registrado varios siglos después que había ya dejado de entenderse, algunos grabados simbólicos, algunos monumentos protohistóricos, un cierto número de ritos y de leyendas populares del último siglo... ¿Cabe algo más heteróclito que el material documental de que dispone el historiador de las religiones germánicas o eslavas? Semejante heterogeneidad, admisible en el estudio de una sola religión, resulta ser grave cuando se trata de abordar el estudio comparativo de las religiones y de apuntar al conocimiento de un gran número de modalidades de lo sagrado.
Sería exactamente la situación del crítico que tuviera que escribir la historia de la literatura francesa sin más documentación que unos fragmentos de Racine, una traducción española de La Bruyére, algunos textos citados por un crítico extranjero, los recuerdos literarios de algunos viajeros y diplomáticos, el catálogo de una librería de provincia, los resúmenes y ejercicios de un colegial y algunas indicaciones más por el estilo. He aquí, en definitiva, la documentación
de que dispone el historiador de las religiones: «Algunos fragmentos de una vasta literatura sacerdotal oral (creación exclusiva de una clase social determinada), algunas alusiones encontradas en anotaciones de viajeros, los materiales recogidos por los misioneros extranjeros, reflexiones extraídas de la literatura profana, algunos monumentos, algunas inscripciones y los recuerdos conservados en Jas tradiciones populares. También las ciencias históricas, claro está, se ven reducidas a una documentación de este tipo, fragmentaria y contingente. Pero la tarea del historiador de las religiones es mucho más audaz que la del historiador que tiene que reconstruir un acontecimiento o una serie de acontecimientos con ayuda de los escasos documentos conservados: tiene no sólo que rehacer la historia de una determinada hierofanía (rito, mito, dios o culto), sino ante todo tiene que comprender y hacer comprensible la modalidad de lo sagrado revelada a través de esa hierofanía. Y es el caso que la heterogeneidad y el carácter fortuito de los documentos de que se dispone agravan la dificultad que presenta siempre la interpretación correcta del sentido de una hierofanía. Imaginemos cuál sería la situación de un budista que no dispusiera —para comprender  el cristianismo— más que de algunos fragmentos de los Evangelios, de un Breviario católico, de un material iconográfico heteróclito (iconos bizantinos, estatuas de santos de época barroca, vestiduras de un sacerdote ortodoxo), pero que tuviera la posibilidad de estudiar la vida religiosa de un pueblecillo europeo. El observador budista advertiría sin duda una marcada diferencia entre la vida religiosa de la gente de campo y las concepciones teológicas, morales y místicas del cura del pueblo. Y tendría razón al consignar esta diferencia; pero cometería un error si, al juzgar el cristianismo, prescindiera de las tradiciones conservadas por el individuo único que es el sacerdote y sólo considerara «verdadera» la experiencia representada por la comunidad del pueblo. Las modalidades de lo sagrado que revela el cristianismo se conservan, en definitiva, más correctamente í-n la tradición representada por el sacerdote (aunque este fuertemente teñida de historia y de teología) que en las creencias del pueblo. Ahora bien, lo que al observador le interesa no es el conocimiento de un momento determinado de la historia del cristianismo, en un sector determinado de la cristiandad, sino la religión cristiana en sí misma. El hecho de que haya un solo individuo en todo el pueblo que conozca el ritual, el dogma y la mística cristiana, mientras el resto de la comunidad los ignora y practica un culto elemental imbuido de supersticiones (es decir, de restos de perdidas híerofanías) no tiene, aquí al menos, importancia alguna. Lo importante es darse cuenta de que ese individuo único conserva en forma más completa si no la experiencia originaria del cristianismo, sí al menos sus elementos fundamentales y sus valorizaciones místicas, teológicas y rituales. Este tipo de errores de método es bastante frecuente en etnología. P. Radin se cree autorizado a rechazar los resultados de las investigaciones del misionero Gusinde porque sus investigaciones se fundaban en un solo individuo. Esta actitud estaría justificada tan sólo en el caso de que el objetode la investigación hubiese sido estrictamente sociológico: la vida religiosa de una comunidad fueguina en un momento histórico dado; pero la situación es muy distinta si de lo que se trata es de captar las capacidades de los fueguinos para experimentar la sacralidad. Y uno de los problemas más importantes de la historia de las religiones es precisamente esa capacidad de los primitivos de conocer las diferentes modalidades de lo sagrado. En efecto, si se pudiera demostrar (y se ha hecho durante estas últimas décadas) que la vida religiosa de los pueblos más primitivos es realmente compleja, que no puede reducirse a «animismo», a «totemismo» ni a culto de los antepasados, sino que sabe también de seres supremos dotados de todos los prestigios de un Dios creador y todopoderoso, la hipótesis evolucionista que niega a los primitivos el acceso a las llamadas «hierofanías superiores» se encontraría, eo ipso, invalidada.
 


Mircea Eliade, De Tratado de historia de las religiones. Morfología y dialéctica de lo sagrado (2009, Ediciones Cristiandad)

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