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12 de mayo de 2019

Mi clon, José B. Adolph


Mi clon


La idea era la siguiente: iba a enfrentarme conmigo mismo.
Habían pasado los dieciocho años de prohibición estipulados en el contrato, un contrato que no sé porqué he cumplido meticulosamente, cuando en la realidad carece de toda fuerza legal. Sabemos que toda la operación fue clandestina, pero sospecho que los abogados del laboratorio de Sigmund Klein algo tienen que haber urdido para que pueda existir tal contrato y, más aún, para que pueda ser de ejecución obligatoria. Y aún si así no fuera: había otros métodos, como se verá.
Veinte años antes, cuando a los diecinueve años me diagnosticaron el inusualmente precoz cáncer, me contactó uno de esos abogados con una propuesta que, para ese entonces, ya no parecía tan alucinante.
–¿Qué puede perder?–me preguntó. Efectivamente: ¿qué podía perder?
Yo siempre había tomado con cierta sorna todas las utopías de supervivencia indefinida, desde los paraísos religiosos hasta la involuntariamente cómica congelación de los cadáveres. No me extrañaba que Walt Disney yaciera por ahí como un helado eterno: era una idea como para el pato Donald o, mejor todavía, para Tribilín. Pero lo que por entonces se me congeló fue la risa: el pronóstico para mi cáncer era feo. Y entonces aparece este caballero con terno azul oscuro a delgadas rayas grises y chaleco lila y me propone donar unas células (de las sanas, naturalmente) para ser clonadas.
–¿Mi doble no nacerá con cáncer?–le pregunté.
–Esa es una de las cosas que queremos averiguar.
Lo miré a los ojos, cosa que en mi experiencia personal la mayoría de abogados, aún los honestos, trata de evitar.
–¿Me quiere usted decir que están dispuestos a fabricar un ser humano que podría ser defectuoso y estar condenado a muerte?
–Ah, mi señor, ¿no lo estamos todos?
7Valdría la pena, por ejemplo, hurgar un poco en la genealogía de los Taboada y los Warren, vinculados, según algunos, al rosacrucismo.
Renuncié a las respuestas obvias: el cinismo es autosuficiente y autosostenido.
–Pero–continuó el doctor en leyes–fíjese en las posibilidades. ¿El cáncer es o no es hereditario? ¿No es fascinante intentar aclarar eso? Se supone que no, y sin embargo parece haber una cierta predisposición, ¿verdad?
–No soy médico y menos oncólogo.
–Pues sí. Pero a lo que en realidad me refiero es a las posibilidades si este nuevo ser humano, su «postgemelo» para darle un nombre, resulta, como creemos que sucederá, sano. Naturalmente a usted le deseamos lo mejor, pero el pronóstico es, permítame recordárselo, de un 90 por ciento o más en contra.
–¿Cómo lo averiguaron?
–Tenemos amigos en todas partes. Se rió.
–Buen dinero nos cuestan....
–Bueno, okey–dije.–¿Y cómo van, o vamos, a evadir el largo brazo de la ley?
–Eso déjelo de nuestra cuenta. Hay muchas islas en los océanos. Islas que a nadie interesan realmente. No le digo más para su propia protección.
–¿Y si sobrevivo?
–Ojalá. En ese caso, lo único que le vamos a pedir a cambio de su suculenta indemnización es que no intente contactarse ni con nosotros ni con su clon. Por ninguna razón y por ningún motivo, como se especificará en el contrato.
No necesitaba preguntar porqué. Era obvio que semejante operación ilegal debía borrar huellas. Tampoco me interesó saber cómo iban a castigarme si rompía el contrato. He leído bastantes novelas y visto suficientes películas de gángsters. Estos médicos, su laboratorio y sus inversionistas eran gángsters de chaleco lila. Aunque algunos de ellos no lo verían así sino como un valiente intento de defender la libertad científica. Un poco como la gente del proyecto Manhattan, el de la primera bomba atómica. Pero una inversión privada que, en momentos de ocio, calculé conservadoramente en varias decenas de millones de dólares se defiende con uñas, dientes y lo que haga falta.
A mí y probablemente a otros como yo nos iban a pagar, de la cuenta de costos iniciales o quizás se llamaba de promoción, qué sé yo. Pero después empezarían a cobrar, una vez que los conejillos de Indias hubieran demostrado la eficacia  del procedimiento. Todo muy normal para cualquier laboratorio farmacéutico. A algunos, supongo que a la mayoría, les interesaban las ganancias (sobrarían millonarios y dictadores ansiosos de sobrevivir), pero probablemente a más de un
científico le fascinaba el proyecto en sí. Total, estaban acostumbrados a la combi- nación ciencia-lucro.
Bueno, resumiendo una larga historia, viajé a la anónima isla en el Pacífico sur en un jet privado, me instalaron con todas las comodidades salvo acceso a teléfonos, radio o internet y me practicaron la minúscula e indolora «operación» de extracción de unas células. Luego me devolvieron a mi casa, donde se suponía que me esperaba la muerte, me palmearon el hombro y me desearon buena suerte. Ya antes de ese viaje yo había solicitado dejar el hospital. Mi caso era tan desesperado y los dolores, por suerte, tan controlables caseramente, que estuvieron de acuerdo. Evidentemente mi cáncer era considerado terminal y permanecer en el hospital resultaba hasta cruel o al menos inútil. De los progresos de mi postgemelo o de un eventual fracaso nada sabía.
Bueno, el resto de mi historia es evidente. Los muertos no escriben. Los oncólogos y hasta la opinión pública no se sorprenden demasiado de este tipo de
«milagros», con o sin gruta de Lourdes. Lo llaman «remisión espontánea». Según mi médico personal, nadie tiene la menor idea. Por ahora, Dios es una explicación tan válida como cualquier otra. Claro, los escépticos y no sólo los escépticos, nos preguntamos inevitablemente «¿por qué yo?».
Sea como fuere, cuando pasaron los dieciocho años estipulados me entró una suerte de inquietud. ¿La llamaré «paternal» o «fraternal»? ¿O debería ponerle otro nombre, quizás más metafísico, psicoanalítico o esotérico? Me pregunté: ¿cuál es mi relación con este joven, mi clon, mi segundo yo, si es que vive? ¿Cómo es?
¿Buena persona, criminal? ¿Comparte mis gustos, mis ideas, mis opiniones?
Se dice que... En fin, se dicen tantas cosas. Sería muy largo enumerarlas y más aún discutirlas.
A lo que voy es a que comencé a indagar.
¿Vivía? ¿Resultó el experimento? Si era así, ¿dónde estaba?
Curiosamente, jugar al detective fue menos difícil de lo que presumía. Ubiqué al chaleco lila (ya canoso, pero aún al servicio de los laboratorios Klein que, por supuesto, también fabricaban otras cosas además de clones encubiertos) a través de la institución gremial de los abogados. Su firma aparecía en mi contrato, lo que no dejaba de ser audaz o muy seguro de su impunidad. En un café, después de felicitarme calurosamente por estar vivo –como si no estuviera perfectamente enterado– me sometió a un cortés interrogatorio.
Resumiéndolo: ¿qué pretendía yo?
–Llámelo curiosidad–, le respondí, también en resumen.–Los médicos no tienen la exclusiva del interés científico.
–Sin duda, pero en usted hay algo más que interés científico. Muy natural, por supuesto. Sería más bien extraño si no fuera así. Pero...
–¿Pero?
–Fíjese, mi amigo. Nosotros, y no se ría por favor, tenemos un alto sentido  de la ética. Usted dirá lo que quiera, pero lo que hemos venido haciendo bene- ficia a todos y no hace daño a absolutamente nadie. Está bien, algunos se están haciendo ricos, pero exactamente igual que los colegas y accionistas de Merck, Bayer o Schering, para citar sólo a tres entre mil. La única diferencia entre ellos y nosotros es que retorcemos la ley con algo más de coraje. Pero no es como la investigación nuclear, muy respetable también, que sin embargo produjo bombas y no sólo energía barata o nuevos métodos científicos en muchos terrenos. ¿Qué bombas hemos producido nosotros?
–Los riesgos....
–Ah, los riesgos. Sí. Seres deformes, inviables, condenados al sufrimiento y a la muerte. ¿Le suena conocido? Claro que le suena conocido porque son los mismos riesgos que corre la «naturaleza». ¿O no? No tuvimos que aparecer noso- tros para que existan, por ejemplo, procesos degenerativos, fetos problemáticos o accidentes.
Ah, era un buen abogado este chaleco lila.
–Y aquí, entre nosotros, le diré que hubo fracasos. Pero muchos más éxitos, entre ellos el de su clon, que es un joven que acaba de ingresar a una universidad con excelentes notas. Le interesa, ¿no es divertido?, la biología.
–¿No sabe?
–No.
–¿Y quién cree que es?
–El hijo único de un notable hombre de ciencia casado con una no menos notable escritora. Ella es estéril, cosa que el joven no sabe, y se entusiasmó por adoptar a este lindo bebé. Porque realmente era lindo, además.
Aquí se permitió una sonrisa. Sólo faltó que añadiera «como usted», pero la reciente onda antigay lo impidió.
–¿Sabe?–dijo.–No queremos que nuestro amiguito tenga problemas. Por eso sabrá usted comprender nuestras dudas. Lo monitoreamos. Es un chico feliz, sin otros problemas que los típicos de su edad, generación y grupo social. Nos gustaría que nada de esto perturbe su vida. ¿Entiende?
Sí, lo entendía. Inclusive estaba de acuerdo. En cierta forma, era una variante nueva del viejo problema de los adoptados: «¿se lo decimos o no?»
Siempre opiné que lo mejor era decírselo. Hasta recordaba una anécdota. La frase perfecta de un padre adoptivo en ese trance: «los hijos naturales uno tiene que aceptarlos como vengan: a ti te escogimos». Perfecto.
Mi interlocutor sacó una foto.
Realmente era un joven atractivo, de sonrisa simpática y ojos luminosos. No me acusen de vanidad, pero era exactamente mi gemelo. Un gemelo bastante más joven, claro.
–Comprenderá que nos inquiete que se enfrenten. Como además es inteligente y está muy enterado del estado actual de la ciencia, se hará preguntas.
–¿Y? Se le darán respuestas. No veo el problema.
–Quizás no y quizás sí.
Me miró en silencio hasta que solté la pregunta que el chaleco lila esperaba.
–¿Temen un chantaje?
–Mil perdones. No es nada personal, pero sí. La tentación del dinero fácil.
–Entiendo.
–¿De veras?
–Claro que sí. Pero, por otra parte, ¿qué me impide chantajearlos ahora mismo, sin necesidad de verlo?
–Usted sería considerado cómplice. Él no.
–Se lo aclararé cuando lo vea.
El abogado suspiró audiblemente.
–Sé que no podemos impedirlo. A estas alturas no sé si queremos. Comprendemos su ansiedad que, además, para hablar francamente como siempre lo hago, si fuese frustrada podría llevarle a acciones irreflexivas. Y en cierta forma usted es una especie de garantía para nosotros... Siempre y cuando su chico sea tan decente como usted.
–¿Su chico?
No pude evitar una carcajada.
–Es mi clon, ¿no?
Durante toda esta conversación mis pensamientos se desbocaban. ¿Qué era mi clon para mí? ¿Mi segunda oportunidad? ¿Una obra de bien en la que podría trabajar eliminando defectos y estimulando virtudes? Pero esa es la típica ilusión de los padres. ¿Una venganza, por ejemplo contra mi cáncer pero también contra
mis errores, mis oportunidades malgastadas, las estupideces de mi biografía? ¿Una cruzada de mi orgullo?
El chaleco lila con canas y atractivas arrugas me observaba atentamente. Juraría que me leía el pensamiento.
–¿Es homosexual?
–Que sepamos, no. Ha tenido y tiene noviecitas, aunque usted y yo sabemos
–agregó guiñándome el ojo? que eso no significa mucho.
No le devolví el guiño. Soy de los que no terminan de salir del closet.
–¿Le parecería negativo?
–Usted sabe tan bien como yo lo que está ocurriendo en el mundo.
–Sí–suspiró nuevamente–, el retorno del oscurantismo sexual.
–Efectivamente. No me gusta ver más víctimas de la discriminación social. Se encogió de hombros.
–Si es gay, tampoco usted podrá cambiarlo.
–Doctor, no me hable como a un estúpido. Sé que no. Aunque otra vez se hable de la homosexualidad como de una enfermedad, de un delito o pecado o, gran novedad, de un misterioso gen gay no identificado...
–¡Ridículo!
–Bueno, no sé si es ridículo pero sí sé que ser absurdo nunca ha matado a un prejuicio. Si no lo dijo Oscar Wilde, apúnteme en la lista de los ingeniosos. Pero si existiese tal gen, tan útil hoy para los santurrones como en su momento lo fue el sida, lo portaría mi clon.
–Es probable.
Otra serie de ideas revueltas en mi cabeza. Ante un linchamiento, ¿los negros lamentan tener hijos? O, ante una persecución sangrienta, ¿los judíos resolvían no reproducirse? Más bien lo contrario. La terquedad de los oprimidos.
Creo que vi una especie de luz. Resumida: ¿y qué si lo es? ¡Que se imponga al mundo de la imbecilidad! ¡Que pague, como todos lo hemos hecho y lo hacemos, el precio de la libertad y de la dignidad!
Sonreí, satisfecho.
–Lo tengo claro, doctor. Y creo poder garantizarle que los accionistas y trabajadores de los laboratorios Klein pueden dormir tranquilos, gen gay o no gen gay.
Insistió en pagar la cuenta. «Noblesse oblige», dijo el gángster con corazón de oro, mi mafioso maricón, idea que me arrancó otra sonrisa, esta vez más bien liberadora.
Una semana más tarde, tras una larga conversación, no exenta de altibajos, con los «padres» de mi clon, me encontré por primera vez con él en casa de ellos.
Ya le habían revelado todo. Los tres eran inteligentes y cultos, poco afectados por prejuicios y tradicionalismos irrelevantes. Nadie estaba o parecía afectado, aunque mi clon se mostraba sorprendido por la novedad.
–¿Entonces qué soy?–preguntó previsiblemente.–¿Una especie de hijo tuyo?
–Claro que no. Estos son tus padres y no hay otros. Hace tiempo que sabemos que en estas cosas en la especie humana no manda la biología.
–¿Tu hermano? No–se respondió él mismo.–Lo que necesitamos es un nuevo lenguaje. O el humor: tu fotocopia, tu xerox, tu facsímil....
–Eres mi «copiar y pegar».
Todos reímos con cierta alegre superioridad ante nuestro dominio de la situación. ¿En cuántos hogares más se estarían repitiendo estos diálogos? No en muchos, pensé, y no todos tan contentos. Irían desde la resignación hasta la ira.
Presunciones, sólo presunciones. También habría los clientes satisfechos y aquellos que estarían preguntándose por qué demonios se habían metido en esto: una falsa inmortalidad –sin permanencia del yo primario– podría ser más frustrante que simplemente morirse, como estaba originalmente previsto. No era su yo, era otro el que estaría viendo el cliente, en el fondo tan iluso o más que Walt Disney, con la ventaja para el viejo Walt de que éste no se enteraría nunca de la decepción. No se puede ver el propio yo: sería una flagrante contradicción. Si lo puedes ver, no eres tú. La esquizofrenia tiene que ser intracraneal.
Que yo sepa, Sigmund Klein –me refiero al laboratorio, no al fundador (¿sólo muerto o felizmente clonado?)– continúa no sé si recuperando la inversión o repartiendo dividendos. La isla en el Pacífico sur funciona hasta hoy mismo: sospecho con buen fundamento que los representantes de la ley internacional son los famosos tres monitos que no ven, ni oyen ni hablan. ¿Cuántos vips estarán interesados en la propia clonación o en la ingeniería genética, prohibida o no según el caso y, por tanto cierran los ojos y sólo simulan perseguir a los infractores?
Con cierta frecuencia, mi clon y yo nos reunimos para conversar de esto y de aquello: tenemos poca ocasión de disentir; nuestras opiniones suelen ser –aunque no siempre– las mismas. Su entorno, sus «padres», su educación etcétera, hacen su parte para imponer ciertas distancias también en nuestras respectivas ideas y no sólo en el color de la piel porque él, en su región, camina bajo un sol más contundente que yo. Curiosamente, aunque a lo mejor no es tan curioso, yo soy religioso y él se declara ateo.
El shock vino después, hace cosa de un mes, cuando en uno de los chequeos regulares que se efectúan en su universidad le descubrieron el mismo cáncer que me había afectado a mí casi exactamente a su edad.
Lo primero que pensé fue: dos remisiones espontáneas sucesivas es demasiado pedir. Lo segundo: han pasado dos décadas, quizás ahora sea curable.
Bueno, en eso estamos. Los médicos ponen cara de palo y se niegan, aunque con un cortés tono compasivo, a emitir un pronóstico. La operación, dicen, será complicada por la ubicación del mal en el cuerpo de mi clon.
Pero el verdadero motivo de que escriba estas líneas y me haya decidido a publicarlas –si alguien carente de ilusiones y de miedo se anima: los laboratorios poseen armas e influencias increíbles– es la visita que ayer recibió mi clon y que muy excitado inmediatamente me reveló por teléfono.
Era un gentil abogado de terno azul oscuro de delgadas rayas grises y chaleco lila que le propuso clonarlo por una suma muy, pero muy rebajada. Dijo algo así como «viejo cliente». Y cuando le pregunté, primero divertido y luego alarmado, qué edad tendría ese abogado, mi clon me dijo que era un hombre más bien joven, sin canas ni arrugas. «Debe ser hijo del que te contactó a ti», tartamudeó. «A veces los hijos hasta visten como su papá». «No», pensé. «No es su hijo».
En voz alta le dije:
–No aceptes reproducir un cáncer. No sé si me hará caso.

José B. Adolph

11 de mayo de 2019

La bestia, José B. Adolph


La bestia

Al principio éramos una multitud. No menos de tres mil indignados ciudadanos, hombres y mujeres de todas las edades pero sobre todo jóvenes, que siempre muestran mayor entusiasmo para estas cosas. Pero al paso de los días y las no- ches de persecución, nuestras filas comenzaron a ralear: aburrimiento, cansancio, inercia, «la vida continúa», la sensación de repetición...
La habían definido, en la prensa sensacionalista, como «la bestia». La policía, acosada por lo que llaman la opinión pública, había desplegado algunas fuerzas («efectivos») y una buena dosis de relaciones públicas. Pero no confiábamos en la policía.
Estábamos hartos. Y si sólo fuimos unos tres mil, en realidad representábamos lo más sano de la sociedad. Ya se sabe que son muchos los que se indignan pero pocos los valientes que actúan. Una vieja historia.
Sí, una vieja historia, aunque los actos fueran técnicamente modernos. Esta persona, esta mujer inmerecidamente considerada humana, había traspasado todos los límites, como sus antecesoras.
No pensábamos en darle una lección. No le permitiríamos sobrevivir porque no la aprovecharía: esas bestias nunca cambian. Tampoco se trataba de un ejemplo o de una advertencia a otras como ella. Ni siquiera ejerceríamos lo más elemental, la venganza. ¿Por qué buscar una justificación para la eliminación de la basura?
Recorrimos la ciudad sin encontrarla, a veces casa por casa. Cuando extendimos la búsqueda a los suburbios, a los huertos y jardines de extramuros, algunos comenzaron a desertar. «No está más en el país», decían unos. «Hay quienes le ayudan y la esconden», era otra excusa. «Está muerta», afirmaban otros con una mirada huidiza que lo decía todo. ¡La cobardía y la pereza son tan banales!
Unos cuantos, sin embargo, persistimos: los que no soportamos el hedor, los que vivimos acordes con nuestros principios, los que rechazamos la frivolidad del perdón.
La bestia nos había ofendido a todos, inclusive a aquellos que no lo percibieron claramente. Personas así han de desaparecer y cuanto más rápida y dolorosamente lo hagan, mejor. En el fondo, pienso, estamos hablando de un ritual, de una ceremonia religiosa. Un exorcismo civil. Somos las víctimas las que merecemos compasión y solidaridad.
Al final, quedamos tres y fuimos los tres dos hombres y una mujer quienes  la encontramos, al fondo de un taller mecánico, acurrucada tras unos barriles de aceite o petróleo, ya ni me acuerdo porque en la profunda emoción que sentimos al hallarla se me pierden los detalles.
Recuerdo, eso sí, que gemía y farfullaba algo acerca de perdonar y compren- der. Estaba sucia y desgreñada y en su rostro destacaban unas profundas ojeras y algo de sangre en la comisura de los labios. Era tan repugnante como sus crímenes. Disponer de esa basura afortunadamente no demoró más que unos minutos, aunque no puedo asegurarlo porque, como ya dije, en circunstancias tan emotivas como esa, el tiempo y los detalles se convierten en una especie de gelatina que
tiembla, chorrea y se difumina.
Golpeamos y golpeamos con los palos que llevábamos. Recuerdo crujidos y gritos, de ella y nuestros. Esa parte de la operación de limpieza siempre es desagradable, como lo es el noble trabajo de quienes, en las ciudades, están encargados de desaparecer los desperdicios.
Pero después descendió sobre los tres una enorme sensación de paz y de satisfacción, como sucede cuando se ha cumplido con un deber que es también una misión moral.
Borramos cuidadosamente nuestras huellas, a pesar de que sabíamos que, aun- que la supieran, todos aprobarían la verdad. Hay una tradición universal de com- plicidad silenciosa ante el heroísmo anónimo. No necesitamos leyes que nos digan qué es justo.
Si bien en primera instancia habíamos meditado sobre la posibilidad de dejar expuesto el cadáver como educación social, finalmente arrojamos los restos de la bestia a una montaña de basura en el apartado barranco conocido como Guehenna. En la fonda en la que nos congratulamos ante nuestras jarras de cerveza, tras lavarnos exhaustivamente las manos y los antebrazos, reinaban la música y el jolgorio, como si el universo entero celebrara con nosotros la desaparición de otra bestia.

José B. Adolph (2003)

9 de mayo de 2019

Persistencia, José B. Adolph


Persistencia

O’Henry debe de haberse agitado miles de veces en su tumba, gruñendo ante los innumerables finales sorpresa de segunda categoría que se escriben y que se supone sorprenderán al lector con su inesperado giro. Sin embargo el autor de «Persistencia» probablemente habrá merecido un asentimiento –y no un gruñido– del Maestro. El final de su realmente corta historia me sorprendió de la mejor manera posible.

A.E. van Vogt

Gobernar la nave se hace cada vez más problemático. Los hombres están in- quietos; sólo la más ardua disciplina, las más dulces promesas, las más absurdas amenazas mantienen a la tripulación activa y dispuesta. Una humanidad que ya no se asombra de nada nos vio partir hacia el más allá: estaba ya habituada a una desfalleciente fascinación.
Comprendo a todos; estos han sido años de sucesos terribles, de convulsiones. Muertes masivas, guerras, inventos maravillosos; ¿quién podía entusiasmarse por una conquista de aquel espacio que ya nada nuevo promete a hombres hartos de progreso? Los costos son elevados, pero ya nadie se fija en cifras. Corre sangre y corre dinero en estos años en que somos, a la vez creadores y asesinos.
Amo y odio a mis compañeros. En cierto sentido, son la hez del universo;   en otro son balbucientes niños en cuyas manos se moldea el futuro. Abriremos una ruta que liberará a este planeta del hambre, de las multitudes crecientes que ya no encuentran un lugar bajo el sol y que sólo esperan aterradas y resignadas, un juicio final del que desconfío: ¿cómo se puede ser tan supersticioso en estos tiempos de triunfo de la ciencia, del arte, de una nueva promesa de libertad como la que encarna esta nave?
Hemos partido hace meses; en este tiempo solitario hemos recorrido la inmensidad de cambiantes colores, reducidos a lo mínimo. Nos hemos visto convertidos en criaturas desnudas, flotando en la creación: los hombres tienen miedo. Sabían que existía este vació; lo supieron siempre. Pero ahora que se sienten devorados por él, sus miradas se han endurecido para siempre. El final es un lejano punto que no logro construirles.
Huimos de un mundo de miseria y hartazgo; de violencia y caridad; de revolución y orden. Habremos de retornar, sin duda, pero tampoco puedo garantizárselo a ellos. Ven el vacío; no son capaces de perseguir un sueño a plenitud.
No hay comunicación con u pasado que sólo recobraremos como futuro. Y mi soledad es mayor: ¡ay de los que poseemos la verdad y la seguridad! Una sola lagrima nuestra, descubierta por ellos, equivaldría a una desesperada muerte.
Pero es inmensa la recompensa: al otro lado nos esperamos a nosotros mismos, encarnados en esa libertad y en esa abundancia de que ahora carece nuestro planeta. Debemos durar, debemos resistir, no solo porque el retorno es imposible, sino porque mienten cuando dicen preferir la seguridad de la prisión que dejaron. La verdad, me digo, es obligatoria. Y el encargo que llevamos nos ha sido encomendado por todos los hombres de la tierra, aun por aquellos que no saben de este viaje e ignoran lo miserable de su existencia.
El viaje continuará, así tuviese que matarlos a todos y gobernar yo sólo la nave. Nadie puede escapar, si no es a través de su propia muerte: confío en sus instintos, más que en sus razonados temores. Hasta ahora no hemos encontrado las horribles pesadillas que algunos timoratos previeron. Sé que todo marchará bien, o todos moriremos juntos; si así fuera, si lo último se cumpliera, otros retomarán la esperanza y esa huida que será un gran encuentro. El cielo es negro sobre nosotros, pero miles de luces nos acompañan; son como cirios de esperanza. Ellos las miran con temor y odio; no quieren comprender que son guardianes y guías: ¡Cómo no sentirse hermano de las estrellas, que observan, comprensivas, nuestra soledad que es la de ellas?
Me siento solo, y no me siento solo. ¿Habrá alguien que pueda comprender esta atracción por un abismo que para mi no es sino una ruta más? Es cierto   que a veces tengo miedo, como todos. No soy sino un hombre frente a fuerzas desconocidas: las intuyo, pero no las domino; las comprendo pero no son mías. Pero sin miedo no hay esperanza.
Y sin embargo, el tiempo es largo, sobre todo para ellos. El viaje se les aparece infinito. Empiezan a sentirse privados de toda realidad; se creen fantasmas de sí mismos. Sus ojos me amenazan, porque siempre hay un culpable. La nave cruje y se mece, la inmensidad es cada vez más aplastante, pese a esos signos que, desde hace un par de días, nos aseguran que no hay error, que mis cálculos son correctos.
Debo anotar, pues, que ojalá se cumplan los pronósticos favorables antes que el temor termine totalmente con la confianza. Rogaré al Señor para que tal cosa no ocurra. Danos, pues, Señor, la gracia de poder cumplir nuestra misión antes que finalice este octubre de 1492.

José B. Adolph  (1980)

8 de mayo de 2019

El Anti-Bestseller, José B. Adolph


El Anti-Bestseller

¿Cómo era la canción de los Beatles?
¿All you need is love?
¿Es cierto? ¿Todo lo que se necesita es amor?
Uno quisiera creerlo, sobre todo cuando está enamorado y los fantasmas ace- chan.
Fantasmas ectoplasmáticos pero otros, menos gaseosos, también.
¿Qué destruyó al amor de Romeo y Julieta y a ellos mismos? La guerra entre Capuletos y Montescos, se dirá.
O el mundo. O la envidia de los emocionalmente estériles. O la represión. O la buena suerte.
¿Cómo?
¿La buena suerte?
Sí, la buena suerte.
Olvidemos a Shakespeare, ese magnífico autor de bestsellers. Apliquemos simplemente una pizca de experiencia no-literaria y otra pizca de sentido común. Con experiencia y sentido común no se fabrican bestsellers, ni los buenos ni los malos. No se fabrican con realidades ni con sueños desmesurados. Los bestsellers se fabrican con deseos modestos. Con sueños ocultos, vergonzosos y frustrados.
He aquí algunos:
El amor eterno. La fortuna bien o mal obtenida pero bien aplicada. La supe- ración individual de barreras como la raza, la clase, la religión o la familia hostil. La casita en Canadá. La victoria del bien. La derrota del mal.
Cambiemos el nombre de Romeo por el mío y el de Julieta por el tuyo. No tenemos catorce años ni vivimos en Verona.
Tenemos, respectivamente, treinta y ocho y veintinueve ¿okey?. Okey.
Vivimos en Lima, Perú, ¿okey? Okey.
No hubo familias opositoras, ni guerras o revoluciones que nos separaran co- mo al Dr. Zhivago y a su noviecita. Yo no era ni soy pobre. Tú tampoco. Y no somos obscena y peligrosamente ricos. Nada nos separa; nada nos exige sacrifi- cios.
Tampoco apareció, como caído del cielo o subido del infierno «el otro» o «la otra». Ninguna penosa y destructiva enfermedad interfiere. Es imposible que algún terrible día descubramos, como en una telenovela clásica, que en realidad somos hermanos: nacimos en continentes diferentes.
No hay espada de Damocles alguna sobre nuestras cabezas. Somos una versión olvidable de Romeo y Julieta.
No tuvimos suerte.
En vez de morir continuamos. Nos casamos. Fuimos felices. Hemos sido ben- decidos, como suele decirse, con un par de hijos lindos e inteligentes. Nuestros suegros y suegras nos aman. Nuestros amigos nos envidian. Nos llaman la pareja perfecta.
Entonces:
¿Por qué nos odiamos, después de aburrirnos y antes de separarnos o asesinar- nos?
¿Dónde falla la vida y dónde la literatura? Shakespeare fue inteligente. Los mató a tiempo. Una muerte espectacular, sangrienta, teatral.
Ningún lento gotear de los años.
Nada de «buenos días» por encima del periódico del desayuno.

José B. Adolph
Del Libro de cuentos titulado «Los fines del mundo».




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