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10 de marzo de 2019

El insomne, Enrique Lihn


EL INSOMNE

A la vuelta de las escarificaciones el parpadear
de la locura
y la obsesión de los objetos hirientes.
Disturbios que remplazan el alma por la sed
en que prueba el alcohólico el gusto de sus visceras.
No se puede dormir en horas sucesivas,
completar este cántaro con una arcilla erizada
de vidrios
sino en todo mezclar la vigilia y la sangre
y el miedo al crimen y la eyaculación
sobre la arena tórrida.

Enrique Lihn
De Poesía de paso, Casa de las Américas, La Habana (1966)

9 de marzo de 2019

Coliseo, Enrique Lihn


COLISEO

Última fase de su eclipse: el monstruo
que enorgullece a Roma mira al cielo
con la perplejidad de sus cuencas vacías.
Sólo el oro del sol, que no se acuña
ni hace sudar la frente ni se filtra en la sangre
colma y vacía" a diario esta cisterna rota.
El tiempo ahora es musgo, semillero del polvo
en que las mutiladas columnas ya quisieran
descansar de su peso imaginario.

Enrique Lihn
De Poesía de paso, Casa de las Américas, La Habana (1966)

8 de marzo de 2019

Una canción para Texas, Enrique Lihn


Una canción para Texas

Bajo la luna de Texas, más grande que en cualquier otro cielo del mundo
Donald se mirará, meditabundo, la punta de sus botas puntiagudas
Puede que piense con toda seriedad en emigrar
a una región menos vasta
donde haya lugar para un pequeño proyecto
Conoce ya -porque en sus viajes ha sido pródigo- países
del tamaño de la mitad del Estado
pero están por ahora increíblemente lejos
allí vivió Donald en su elemento
en un mundo de tamaño natural
pero aunque no puede florecer insiste en sus raíces
a medida que envejece
como una rama tronchada.

Enrique Lihn
De: A partir de Manhattan (1979)

5 de marzo de 2019

San Pedro, Enrique Lihn


SAN PEDRO

Este primer motor del mundo tiene
para girar en su inmovilidad
la gran carrocería de San Pedro,
el ruedo de sus cúpulas que dan
formas al cielo de la impavidez,
senos para nutrir en esta tierra
la Historia del Poder, para engolfarse
las llaves y los nudos de San Pedro.
Atar o desatar, ¡qué bella cosa!
y fueron garras las que se mezclaron
a este ejercicio de parar la roca,
ahuecarla, infundirle un mecanismo
en todo semejante al alma humana
que luce bien al borde del infierno.
Los santos desenvainan sus espadas
—centuriones de un Cristo aristotélico—
cruces forjadas en las herrerías,
y en lo alto la cruz parece un águila.

Romas vaciadas en un mismo molde.
Pídele al horizonte menos cúpulas.


Enrique Lihn
De Poesía de paso, Casa de las Américas, La Habana (1966)

4 de marzo de 2019

Cyril Tourneur, Poeta Trágico, Marcel Schwob


Cyril Tourneur, Poeta Trágico, Marcel Schwob



Cyril Tourneur nació de la unión de un dios desconocido con una prostituta. La prueba de su origen divino se encuentra en el ateísmo heroico bajo el cual sucumbió. Su madre le tras-mitió el instinto de la revolución y de la lujuria, el miedo a la muerte, el estremecimiento de la voluptuosidad y el odio a los reyes; de su padre recibió el amor por coronarse, el orgullo de reinar y la alegría de crear. Ambos le dieron su afición a la noche, a la luz roja y a la sangre.
Se ignora la fecha de su nacimiento pero apareció en un dia negro de un año pestilencial.
Ninguna protección celestial veló por la ramera enamorada encinta de un dios, pues pocos días antes que diera a luz su cuerpo fue manchado por la peste, y la puerta de su casita fue marcada con una cruz roja. Cyril Tourneur vino al mundo al son de la campana del enterrador. Y así como su padre había desaparecido en el cielo común de los dioses, una carreta verde llevó a su madre a la fosa común de los hombres. Cuentan que las tinieblas eran tan profundas que el enterrador tuvo que alumbrar la abertura de la casa apestada con una tea. Otro cronista asegura que la niebla del Támesis (donde se empapaban los cimientos de la casa) fue cruzada por una raya escarlata y que de la boca de la campana del llamador se escapó la voz de los cinocéfalos. Parece, en fin, fuera de duda que una estrella flamígera y furiosa, hecha de rayos fuliginosos, retorcidos, desatados, se manifestó arriba del triángulo del techo, y que el niño recién nacido le agitó el puño por una claraboya mientas la estrella sacudía sobre él su informes rizos de fuego. Así entró Cyril Tourneur en la vasta concavidad de la noche cimeria.
Es imposible descubrir qué pensó o qué hizo hasta la edad de treinta años, cuáles fueron los síntomas de su divinidad latente y como se convenció de su pro¬pia realeza. Una nota oscura y horrorizada contiene la lista de sus blasfemias. Declaraba que Moisés no había sido más que un juglar y que un tal Heriots era más hábil que él. Que el primer principio de la religión consistía en mantener a los hombres en el terror. Que Cristo merecía la muerte antes que Barrabás, si bien Barrabás fue, ladrón y asesino. Que si se propusiera escribir una nueva religión, la establecería sobre un método más excelente y admirable. y que el estilo del Nuevo Testamento era re-pugnante. Que tenía tanto derecho a acuñar moneda como la reina de Inglaterra, y que conocía a un tal Poole, encarcelado en Newgate, sumamente experto en aleación de metales, con cuya ayuda pretendía algún día acuñar oro con su propia imagen. Un alma piadosa tachó en el pergamino otras afirmaciones más terribles.
Pero esas palabras fueron recogidas por una persona vulgar. Los gestos de Cyril Tourneur indican un ateísmo más vindicativo. Lo representaron vestido de una larga túnica negra, en la cabeza una gloriosa corona de doce estrellas, el pie apoyado sobre la bóveda celeste y sosteniendo el globo terráqueo en su mano derecha. Recorría las calles en las noches de peste y de tormenta. Era pálido como los cirios consagrados y sus ojos brillaban dulcemente como incensarios. Algunos afirman que llevaba en su costado derecho la marca de un sello extraordinario. Pero fue imposible verificarlo después de su muerte, puesto que nadie vio sus despojos.
Tomó por querida a una prostituta del Bankside, que frecuentaba las calles de la ribera, y únicamente la quiso a ella. Ella era muy joven y su rostro era inocente y dorado. Sus rubores se parecían a llamas vacilantes. Cyril Tourneur la llamó Rosamunda, y con ella tuvo una hija a la que amó. Rosamunda murió trágicamente, por haber sido codiciada por un prín¬ci-pe. Se sabe que bebió veneno color esmeralda en una copa transparente.
Entonces la venganza se mezcló al orgullo en el alma de Cyril. Noctámbulo, recorría el Mail, siguiendo al cortejo real y agitando en la mano una antorcha de crines encendidas a fin de alumbrar al príncipe envenenador. El odio contra toda autoridad dominó su boca y sus manos. Se volvió espía del camino real. no para robar sino para asesinar reyes. Los príncipes que desaparecieron por entonces fueron alumbrados por la antorcha de Cyril Tourneur y muertos por él.
Se emboscaba en los caminos de la reina, junto a los pozos de grava y a los hornos de cal. Elegía a su víctima entre los integrantes del séquito, se ofrecía a alumbrar su camino en medio de los pantanos, la conducía hasta la boca del pozo, apagaba su antorcha y le daba un empujón. La grava llovía tras la caída. Luego Cyril, inclinado sobre el borde, dejaba caer dos piedras enormes para aplastar los gritos. Y durante el resto de la noche velaba el cadáver que se consumía en la cal, junto al horno de un color rojo sombrío.
Cuando Cyril Tourneur sació su odio a los reyes, se apoderó de él el odio a los dioses. El aguijón divino que llevaba dentro de sí lo incitó a crear. Pensó que podría fundar una gene-ración de su misma sangre y propagarse como un dios sobre la tierra. Miró a su hija, y la encontró virgen y deseable. Para llevar a cabo su plan a la vista del cielo, no encontró sitio más significativo que un cementerio. Juró desafiar a la muerte y crear una nueva humanidad en medio de la destrucción impuesta por las órdenes divinas. Rodeado de viejos huesos quiso engendrar huesos jóvenes. Cyril Tourneur poseyó a su hija sobre la losa de un osario.
El final de su vida se pierde un oscuro resplandor. No sabemos qué mano nos trasmitió La tragedia de un ateo y La tragedia del vengador. Una tradición pretende que el orgullo de Cyril Tourneur se alzó aún más. Hizo levantar un trono en su negro jardín, y solfa sentarse alli, coronado de oro, bajo el rayo. Muchos lo vieron y huyeron, aterrados por las largas plumas azuladas que revoloteaban sobre su cabeza. Leía un manuscrito de los poemas de Empédocles que nadie, después, vio. Y el año en que desapareció fue otra vez pestilencial. El pueblo de Londres se había retirado a las barcas ancladas en medio del Támesis. Un meteoro espantoso evolucionó bajo la luna. Era un globo de fuego blanco, animado por una siniestra rotación. Se dirigió hacia la casa de Cyril Tourneur, que parecía pintada de reflejos metálicos. El hombre vestido de negro y coronado de oro esperaba en su trono la llegada del meteoro. Se oyó, como antes de las batallas teatrales, una triste llamada de trompetas. Un resplandor de rosada sangre volatilizada envolvió a Cyril Tourneur. Unas trompetas, alzadas en la noche, tocaron, como en el teatro, una marcha fúnebre. Así fue precipitado Cyril Tourneur hacia un dios desconocido en el taciturno torbellino del cielo.
 
Marcel Schwob de Vidas imaginarias (1896)


Marcel Schwob (Chaville, Hauts-de-Seine, 1867 – París, 1905) fue un escritor, crítico literario y traductor judío francés, autor de relatos y de ensayos donde combina erudición y experiencia vital. La brevedad de su vida no le impidió desarrollar una obra singular y personal, muy próxima al simbolismo.

Jorge Luis Borges escribió que sus Vidas imaginarias (1896) fueron el punto de partida de su narrativa.

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