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23 de noviembre de 2018

Canción de los dos traductores, Antonio Esteban Agüero


CANCION DE LOS DOS TRADUCTORES

El traducía libros;
yo traducía pájaros.

El tenía los ojos
de un color amarillo apagado
por leer en infolios amarillos
alfabetos difuntos, ideogramas
y siempre la muerta celulosa
que fue carne de árbol.

Yo tenía en mis ojos
los libres y abiertos horizontes
donde el viento fatiga
su millón de caballos.

El traducía libros;
yo traducía pájaros.

El amaba la ciudad, las calles,
la soledad soltera de su cuarto,
los sillones de rojo terciopelo,
su escritorio de roble americano,
la lámpara de bronce y opalina,
la pipa de guindo que en el techo
con su humo erudito dibujaba
sonetos solitarios.

Yo  amaba la alegría,
el silencio poblado
por salvajes susurros primitivos,
los fantasmas del caos,
y traducía pájaros
Y él leía poemas con su nombre,
reportajes en francés, o ruso,
o inglés, o italiano,
y cierta vez universal se dijo
releyendo su verso en esperanto.

Y yo leía la Vida
en mirada de niño
en sexo de mujer,
en corazón dc anciano,
lo mismo que en un libro
y traducía pájaros.

Antonio Esteban Agüero
De Canciones para la voz humana. Edición de María Rosa Romanella de Agüero diciembre de 1973

22 de noviembre de 2018

Un nido para Hermaan Hesse, Antonio Esteban Agüero



Un nido para Hermaan Hesse

Por aquí cerca, en una quebrada de las sierras, a la par de un arroyo y entre un tupido bosque de viejos molles vive un amigo mido, de nacionalidad alemana, que, como tantos otros ciudadanos de su país que no pudieron ahogar en el fondo de sus corazones el instinto de la libertad, tuvo que expatriarse cuando las hordas de Hitler ladraban enloquecidas de furor y de sangre, por las ciudades y campiñas de la tierra de Beethoven.
Este amigo mío vive en la más completa soledad. Con sus propias manos levantó la rústica cabaña en que habita, construida de barro y de pajas, como todos los ranchos argentinos. Parecería que ha querido sumergirse de lleno en la naturaleza silvestre, movido por un sentimiento de aversión a esta civilización mecanicista de occidente, que está conduciendo a la humanidad a una encrucijada ciertamente fatal.
Él mismo produce el alimento que consume. Posee un rebaño de cabras que le da leche y carne y una pequeña parcela cultivada que riega con el agua del vecino arroyo, de donde obtiene las verduras para todo el año.
Mi amigo es un individuo en extremo culto e inteligente y, sobre todo, un apasionado lector. A pesar de vivir en tan cerrado aislamiento dase la maña para estar al corriente del movimiento intelectual y literario de Europa. Sobre la cabecera de su camastro, colocados en una especie de repisa construida con las maderas de un cajón, el visitante puede admirar los tejuelos dorados de una colección de libros, en inglés, francés y alemán, entre los cuales se destaca, por lo primorosa y rica de su encuadernación, un volumen que contiene las poesías de Goethe.
Otro de sus autores preferidos, y por el cual alienta una admiración lindera casi con el fanatismo, es el novelista y poeta suizo-alemán Hermaan Hesse, ganador del Nobel en el año 1950. Sin duda la calidad espiritual de su alma, el individualismo exasperado que se complace en cultivar desde hace tiempo, la extraña soledad que le presta refugio como una isla en el océano, han hecho que se sienta identificado con el protagonista de la novela de Hesse titulada "El lobo estepario".
-En ese libro me he visto reflejado como en un espejo -me expresó cierto día que comentábamos una traducción española de dicha obra. Y en los últimos tiempos era su libro de cabecera, el de gustar lentamente, a manera de un rico licor de sobremesa, mientras el viento de las montañas silba entre los árboles "El juego de abalorios", ese misterioso y hondo libro, por cuyo cauce circula, como el agua lenta de un río, todo el caudal de sabiduría y poesía esencial que el autor ha ido acumulando a lo largo de muchos años de meditación y sufrimiento. El extraño mundo donde los hombres son gobernados por el poder de la música, que Hermaan Hesse nos hace habitar a través de las páginas de su novela, tenía la virtud de sumergir a mi amigo en una prolongada ensoñación, de la cual parecía emerger como aquél que retorna luego de un largo y maravilloso viaje.
Pues bien, al irse aproximando la Navidad del año pasado, Navidad que mi amigo, como siempre, pasaría solitario, sin otra compañía que la de su propia exasperada y amarga soledad, concibió esta peregrina idea: -Le escribiré a Herman Hesse- se dijo –el es el único hombre capaz de comprenderme en el mundo. Y, acto seguido. diose a la tarea de pergeñar algunas líneas que luego fueron cubriendo de negra y nerviosa escritura páginas y más páginas en la cual, como quien hablara consigo mismo, fuele confesando todo lo suyo, los infinitos y torturantes problemas de un "lobo estepario", sin patria ni hogar, un triste náufrago que navega sin rumbo por un mar desconocido.
Y para hacer digna compañía a esta carta agregó, como el único obsequio de Navidad que estaba en sus medios enviarle, un pequeño nido de colibrí, con sus huevecitos adentro. Después, carta y nido fueron acondicionados en una caja de cartón y remitidos por vía aérea a la ciudad de Zurich, en Suiza.
Llegó la Navidad, pero mi amigo ya no se sentía tan solitario como otras veces.
Pues ahora imaginaba que allá, al otro lado del mar, en una antigua ciudad de un bello país, donde sus habitantes conocían y amaban su lengua, un hombre genial estaría a tales horas leyendo su larga carta dolorosa y quizás agradeciéndole, desde el fondo de su corazón, el precioso y delicado obsequio.
Fueron pasando los calurosos días de enero y febrero, hasta que cierta tarde, a principios de marzo, mi amigo dispuso bajar hasta el pueblo en busca de correspondencia.
Solía recibir muy pocas cartas, pero como estaba suscripto a algunos diarios y revistas, de tarde en tarde venía a recoger los paquetes.
No se atrevió a abrir allí mismo la carta misteriosa. Deseaba hacerlo cuando llegara a su rancho, para poder gustar allá, en la paz de los cerros, la sorpresa que sin duda contendría el sobre.
Al llegar a su casa brillaban las primeras estrellas. Encendió una vela. Se tendió sobre la cama y entonces abrió el sobre del cual extrajo, con un ligero temblor en sus dedos una carta y un recorte periodístico. La carta estaba escrita en idioma alemán y era de puño y letra de Hermaan Hesse, el lejano y admirado maestro. En dicha carta Hesse le expresaba que había leído su mensaje de Navidad con el ánimo conmovido, y que era la suya una de las más bellas cartas que había recibido a lo largo de sus días.
Y, que, para testimoniarle la profunda emoción que le causaran la carta y el regalo de Navidad le remitía ese artículo suyo que acababa de ser publicado por uno de los más importantes periódicos europeos.
El artículo de Hesse se titulaba, más o menos: "Cartas que recibo" y comenzaba refiriendo que la víspera de Navidad le habían llegado, entre su numerosa correspondencia habitual, tres paquetes, cuya forma y origen le llamaron poderosamente la atención, por cuyo motivo los dejó aparte para abrirlos en el último momento.
El primer paquete procedía de Tokio y consistía en un bello cuadro pintado sobre seda, un kakemono para ser más preciso, que le enviaba un pintor japonés enamorado de sus libros. El otro paquete le era remitido desde la ciudad de Los Ángeles, en California, EEUU., y contenía algunos pliegos de cierta clase de papel para dibujo, remitido por una admiradora americana a raíz de la lectura de una página donde Hesse se lamentaba de que tal clase de papel hubiese dejado de fabricarse.
Y en cuando al tercero y último paquete -continuaba escribiendo el maestro- demoro todavía algunos instantes más para abrirlo porque todo lo seducía en él: su remoto origen, ese lejano país del extremo austral del continente americano llamado Argentina. Mientras lo hacía girar lentamente entre sus dedos le parecía aspirar un perfume exótico, como si el misterioso paquete guardase un fragante fruto del trópico, o algunas de esas extrañas y deslumbrantes flores que suelen crecer entre las lianas y los helechos de las selvas amazónicas.
-¿Que habrá en su interior? -se preguntaba. Luego, al abrirlo, cayó sobre su mesa de trabajo el objeto más increíblemente pequeño y delicado del mundo: un nido, un minúsculo nido de colibrí, con dos blancos huevecitos posados en su sedoso interior, un pequeño nido maravilloso, "un sueño de nido" -exclama con verdadero entusiasmo el célebre escritor en el artículo de referencia. Y entonces -prosigue diciendo- aspire su fragancia como la de una flor, larga y profundamente, con los ojos cerrados y el extraño y salvaje olor del pequeño nido de colibrí fue, poco a poco, llenando el aire todo de la casa.
El minúsculo nido descansa ahora sobre la mesa de trabajo de uno de los más geniales novelistas de nuestra época.
Como puede verse, esta pequeña historia parece confirmar la idea de que Dios está presente en este diminuto y maravilloso pájaro, más que en ninguna otra criatura viviente, como que la singular odisea del nido de Colibrí sirvió para traer un poco de consuelo, esperanza y tranquilidad al corazón lacerado de un hombre que se encontraba al borde de la desesperación y el suicidio.

De Vivir en Poesía. Guiones. Anécdotas y Poemas inéditos de Obras Completas de Antonio Esteban Agüero, Tomo IV



21 de noviembre de 2018

Luna del cementerio, Antonio Esteban Agüero


Luna del cementerio

La luna alumbra las cruces;
la luna del cementerio,
hay una danza de sombras
y un juego de blanco y negro.
La luna brota en la hierba
gotas de verdes luceros.
Un asno pace; las cruces
abren su fúnebre gesto.
brazos largos, duros brazos,
la brisa recita en ellos
una canción perfumada
con su lengua de poleos.

Las vizcachas –doñas viejas-
rezan en coro sus rezos
¿Y los muertos, luna blanca
adónde han ido los muertos?.
¿A cuántos palomos de tierra
viven o duermen su sueño?.
¿y los muertos, luna alegre?
¿En dónde duerme mi abuelo?
mi abuelo de ojos celestes,
sus barbas: fruto de enebro.
¿En dónde sueña mi abuela:
trenzas brunas, ojos negros?

Una liebre siembra pasos.
Un perro le ladra al eco.
Las esquilas de las vacas
dan una flor de silencio.

La luna alumbra las cruces.
¡La luna del cementerio!
La luna nace en la hierba
y abre su copa en el delo.

De Las “Cantatas” de un soñador. Poemas. Romance y Pastorales. De Obras Completas de Antonio Esteban Agüero, Tomo I

20 de noviembre de 2018

Temor, Antonio Esteban Agüero



IX Temor

Por aquellos días a poco de dejar la infancia comenzó a herirme el temor de la muerte. Sobre todo en la noche, cuando la casa se puebla de silencio, y la noche del campo llega en grillo innumerable, en chirrido de lechuza, en relincho de caballo remoto. Era mi propio corazón latiendo y asustándome. Si de pronto callara. Es como un reloj, cualquiera brizna, una delgada pajuela caída entre sus ruedecillas puede detenerlo y matarme. Contenía el respiro cual si estuviera, por un largo minuto, sumergido en el agua. Y entonces oía el pausado latir, el tic-tac del reloj de sangre y pensaba: estoy vivo, vivo, al fin estoy vivo, hasta cuándo?. Me oprimía el pecho con la mano abierta, sentía la urgente necesidad de oír en toda la sensibilidad. de la palma el andar de mi corazón vivo. Y esto era miedo de todas las noches, temor que crecía con mi cuerpo, y se ahondaba a medida de mi inteligencia. Dentro de esa angustia estaba yo solo. La muerte y yo solos por la soledad de la casa perdida entre la sombra como en un mar sin nadie. Acudía a los rezos como a un refugio pero en mitad del Padre nuestro la muerte venía a buscarme. Si el alma no puede morir -pensaba- procurando tranquilizarme, asiéndome de esa manera de esa certeza que era en mi como una roca firme, con desesperación de ahogado. Pero mi carne no, mi Vida puede morir a cada instante, irse de mi tan fácilmente como se vuela un pájaro. Hacia memoria de todo lo que llevaba leído acerca de la vida eterna. Imaginaba mi alma, ya desnuda de carne, hermosa  como una clara y frágil lucerna siempre encendida,  en el horror del infierno, del purgatorio, del paraíso de Dios. Si, el alma no puede morir. Mas yo desea que en ultratumba mi alma también estuviera encarnada, y no fuese únicamente un puro copo de luz. Deseaba andar por el paraíso con mis sentidos alertas, oyendo, mirando, oliendo el olor a jazmín de los ángeles.
Poder hablar con mi voz y mi palabra, tener mi rostro, tocar cada cosa con los ojos
y las yemas de mis dedos. Mi temor a la Muerte era pues, un miedo puramente físico de animalito joven para quien la vida en el mundo le es fiesta y aventura de descubridor. Y lo que mas me llenaba de desolada angustia era el comprobar la infinita fragilidad de la vida. Todo me era muerte. Estaba rodeado, cercado, sumergido en ella. La Vida rumorosa que puebla la soledad del campo a la siesta, que fue la hora de mis andanzas infantiles, era toda muerte, la otra cara de la muerte. Como tantos niños de provincia yo poseía mi honda de elásticos, Con ella en mi mano no había ave o conejo que se sintiera tranquilo. Mataba obligado por mi curiosidad hacia todo lo que significara vida y poseyera sangre. Para mí’ vida y sangre no eran mas que sinónimos. Cuando el pájaro herido caía a mis pies lo cogía con todo cuidado y buscaba la herida por mirar -tratando de vencer una íntima repulsión- como la sangre rezumaba su licor gota a gota. El pájaro cerraba los ojos. Esos parpados blanquecinos resbalando con terrible lentitud sobre los ojitos negros como gotas de noche asumiendo ante mis o}os una enorme importancia. Esto es la muerte -me decía una voz en el oído- mira, esto es la muerte, Ahora quisiera tener un retrato mío con la expresión de mi cara en esos instantes. Cuanto aprendería mirándome en él como en un espejo. Bien pronto el pájaro moría. A veces su morir era lento, especialmente si quedaba mal herido en el ala, o con la patita rota. En las palomas la agonía duraba minutos, y me asombraba y conmovía más que la de otros pájaros, porque las palomas son entre las aves lo que la rosa bermeja entre la muchedumbre de flores, es decir, lo excelente e insigne.
Mirando la muerte de los pajados una y otra vez siempre igual y distinta en cada uno comprobé la fragilidad y delicadeza de la vida. Y esto otro además, que la renuente está dentro de uno, en la sangre viva y caliente, manando de las heridas al mismo tiempo que la sangre. Después regresaba a mi casa mas angustiado que nunca. No era tristeza lo que yo traía, ni tampoco ese dolor de los niños felices que una hora de lágrimas basta a consolar. Era el mío otro sentimiento angustia, desolación trágica puesto que no tenía término, y eso precisamente es la tragedia, desazón sin fin, creciendo siempre, dolor sin posibilidad de consuelo. Además mi padre había muerto cuando yo apenas tenía dos años. Y desde ese tiernísimo tiempo mi corazón ya estaba habitado por la muerte como una semilla de sombra que crecía conmigo derramándose por el ramaje de las venas. La agonía de mi padre -muerto en el invierno de 1919 a causa de la peste de gripe infecciosa que despobló el pueblecito tanto corno una guerra civil- nos fue narrada por mi madre una y otra noche con toda suerte de detalles. Y en un niño pequeño la palabra vale tanto como la cosa que expresa, es el objeto mismo. Le hablan a un niño de Dios y el niño ve a Dios a poco de cerrar los ojos. Le dicen de una rosa y él mira a la rosa como si la contemplara entre sus dedos. Porque en ese tiempo el idioma conserva aún su salvaje frescura, su no gastado poder de evocación. Mi madre al contarnos la muerte de nuestro padre, sentada en la penumbra atardecida del corredor con mi cabeza caída en su regazo siempre de negro, lo hacía con una voz aún joven, aún enamorada; y ese sentimiento ponía en su palabra una profunda expresión de verismo. También ella anduvo desde niña entre muertes: un hermano, el primogénito de la casa, varón hermoso y alto, se suicidó antes de los treinta años, y su cuñado se abrió el cuello con la navaja de afeitar al poco tiempo de nacer yo. Y todo esto nos lo contaba, y la oíamos con una sombra sobre el rostro, sin deseo de llorar, atentos, asomados a su voz como a una alta ventana nocturna. Así mi corazón -repito- fuéseme llenando de muerte, de muertos, gentes y bestiecillas. Pienso que cuando ya esté todo él colmado me ha de llegar mi turno de morir, mi corazón estará en ese momento pesado y rojo como una granada en plena madurez, pronta a ser cosechada. Porque imagino que existe un tiempo de morir, de prepararse a morir, de sentir crecer la muerte dentro de nosotros tal como siente la joven embarazada el sosegado crecer de la criatura en lo más
tierno y misterioso de su carne. Sólo que la gestación de la muerte no dura nueve lunas, a
veces brota lerdamente con ritmo de árbol, o hace en un mismo día todo su crecimiento.
Desde niño soy dado a estos juegos de la fantasía. Cuando he oído reprender a un muchacho o a una chiquilla con esta frase: «tienes la cabeza llena de pájaros», me he encendido con un ramalazo de instantáneo rubor pues sentía en mí mismo el insulto caliente como una ascua o un bofetón, «Yo sí que tengo la frente llena de pájaros» me siento tentado a para que el niño o la muchacha vea en mi a un aliado, un amigo, acaso un maestro.
Pero me callo y sólo el rubor de mi cara y el brillo de mis ojos delatan mi tormenta interior. Y si soy dado a esos juegos de la fantasía será a causa de éste mi afán de querer explicármelo todo, comprenderlo todo, saber cuánto haya de ser sabido, que todo lo hermético se me vuelva luz de mediodía. No poseo otro camino para llegar hasta esa sabiduría en lo que respecta a la muerte que mi propio fantasioso imaginar y mi propio miedo. Nunca quise luchar por vencer ese temor a la muerte; para qué, además mi esfuerzo sería vano. Ese miedo unido a la permanente llaga abierta de la Poesía me hace poeta, me convierte en lo que quise ser desde la infancia: héroe, vivir como héroe sabiendo que todo el mundo gira alrededor de mi corazón cual si este fuera su eje, mirando como la estrellas en la noche se asoman a verme, oyendo a las cigarras que cantan para mí solo con su clamorosa flauta innumerable, imaginándolas nacidas de mí, brotadas de mi alma, primavera a primavera, como un río de música.
Mi concepto del héroe no es el militar vulgarmente entendido para mí héroe y poeta son una misma cosa, como así también santo. Ambos tres viven muriendo con el alma agitada hasta el delirio por un vendaval perenne enloquecidos por su alma con su carne detenida en la hora de la adolescencia y sus ojos en el tiempo de su niñez.

De La Verde Memoria (Autobiografía) de Obras Completas de Antonio Esteban Agüero, Tomo III



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