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20 de noviembre de 2018

Temor, Antonio Esteban Agüero



IX Temor

Por aquellos días a poco de dejar la infancia comenzó a herirme el temor de la muerte. Sobre todo en la noche, cuando la casa se puebla de silencio, y la noche del campo llega en grillo innumerable, en chirrido de lechuza, en relincho de caballo remoto. Era mi propio corazón latiendo y asustándome. Si de pronto callara. Es como un reloj, cualquiera brizna, una delgada pajuela caída entre sus ruedecillas puede detenerlo y matarme. Contenía el respiro cual si estuviera, por un largo minuto, sumergido en el agua. Y entonces oía el pausado latir, el tic-tac del reloj de sangre y pensaba: estoy vivo, vivo, al fin estoy vivo, hasta cuándo?. Me oprimía el pecho con la mano abierta, sentía la urgente necesidad de oír en toda la sensibilidad. de la palma el andar de mi corazón vivo. Y esto era miedo de todas las noches, temor que crecía con mi cuerpo, y se ahondaba a medida de mi inteligencia. Dentro de esa angustia estaba yo solo. La muerte y yo solos por la soledad de la casa perdida entre la sombra como en un mar sin nadie. Acudía a los rezos como a un refugio pero en mitad del Padre nuestro la muerte venía a buscarme. Si el alma no puede morir -pensaba- procurando tranquilizarme, asiéndome de esa manera de esa certeza que era en mi como una roca firme, con desesperación de ahogado. Pero mi carne no, mi Vida puede morir a cada instante, irse de mi tan fácilmente como se vuela un pájaro. Hacia memoria de todo lo que llevaba leído acerca de la vida eterna. Imaginaba mi alma, ya desnuda de carne, hermosa  como una clara y frágil lucerna siempre encendida,  en el horror del infierno, del purgatorio, del paraíso de Dios. Si, el alma no puede morir. Mas yo desea que en ultratumba mi alma también estuviera encarnada, y no fuese únicamente un puro copo de luz. Deseaba andar por el paraíso con mis sentidos alertas, oyendo, mirando, oliendo el olor a jazmín de los ángeles.
Poder hablar con mi voz y mi palabra, tener mi rostro, tocar cada cosa con los ojos
y las yemas de mis dedos. Mi temor a la Muerte era pues, un miedo puramente físico de animalito joven para quien la vida en el mundo le es fiesta y aventura de descubridor. Y lo que mas me llenaba de desolada angustia era el comprobar la infinita fragilidad de la vida. Todo me era muerte. Estaba rodeado, cercado, sumergido en ella. La Vida rumorosa que puebla la soledad del campo a la siesta, que fue la hora de mis andanzas infantiles, era toda muerte, la otra cara de la muerte. Como tantos niños de provincia yo poseía mi honda de elásticos, Con ella en mi mano no había ave o conejo que se sintiera tranquilo. Mataba obligado por mi curiosidad hacia todo lo que significara vida y poseyera sangre. Para mí’ vida y sangre no eran mas que sinónimos. Cuando el pájaro herido caía a mis pies lo cogía con todo cuidado y buscaba la herida por mirar -tratando de vencer una íntima repulsión- como la sangre rezumaba su licor gota a gota. El pájaro cerraba los ojos. Esos parpados blanquecinos resbalando con terrible lentitud sobre los ojitos negros como gotas de noche asumiendo ante mis o}os una enorme importancia. Esto es la muerte -me decía una voz en el oído- mira, esto es la muerte, Ahora quisiera tener un retrato mío con la expresión de mi cara en esos instantes. Cuanto aprendería mirándome en él como en un espejo. Bien pronto el pájaro moría. A veces su morir era lento, especialmente si quedaba mal herido en el ala, o con la patita rota. En las palomas la agonía duraba minutos, y me asombraba y conmovía más que la de otros pájaros, porque las palomas son entre las aves lo que la rosa bermeja entre la muchedumbre de flores, es decir, lo excelente e insigne.
Mirando la muerte de los pajados una y otra vez siempre igual y distinta en cada uno comprobé la fragilidad y delicadeza de la vida. Y esto otro además, que la renuente está dentro de uno, en la sangre viva y caliente, manando de las heridas al mismo tiempo que la sangre. Después regresaba a mi casa mas angustiado que nunca. No era tristeza lo que yo traía, ni tampoco ese dolor de los niños felices que una hora de lágrimas basta a consolar. Era el mío otro sentimiento angustia, desolación trágica puesto que no tenía término, y eso precisamente es la tragedia, desazón sin fin, creciendo siempre, dolor sin posibilidad de consuelo. Además mi padre había muerto cuando yo apenas tenía dos años. Y desde ese tiernísimo tiempo mi corazón ya estaba habitado por la muerte como una semilla de sombra que crecía conmigo derramándose por el ramaje de las venas. La agonía de mi padre -muerto en el invierno de 1919 a causa de la peste de gripe infecciosa que despobló el pueblecito tanto corno una guerra civil- nos fue narrada por mi madre una y otra noche con toda suerte de detalles. Y en un niño pequeño la palabra vale tanto como la cosa que expresa, es el objeto mismo. Le hablan a un niño de Dios y el niño ve a Dios a poco de cerrar los ojos. Le dicen de una rosa y él mira a la rosa como si la contemplara entre sus dedos. Porque en ese tiempo el idioma conserva aún su salvaje frescura, su no gastado poder de evocación. Mi madre al contarnos la muerte de nuestro padre, sentada en la penumbra atardecida del corredor con mi cabeza caída en su regazo siempre de negro, lo hacía con una voz aún joven, aún enamorada; y ese sentimiento ponía en su palabra una profunda expresión de verismo. También ella anduvo desde niña entre muertes: un hermano, el primogénito de la casa, varón hermoso y alto, se suicidó antes de los treinta años, y su cuñado se abrió el cuello con la navaja de afeitar al poco tiempo de nacer yo. Y todo esto nos lo contaba, y la oíamos con una sombra sobre el rostro, sin deseo de llorar, atentos, asomados a su voz como a una alta ventana nocturna. Así mi corazón -repito- fuéseme llenando de muerte, de muertos, gentes y bestiecillas. Pienso que cuando ya esté todo él colmado me ha de llegar mi turno de morir, mi corazón estará en ese momento pesado y rojo como una granada en plena madurez, pronta a ser cosechada. Porque imagino que existe un tiempo de morir, de prepararse a morir, de sentir crecer la muerte dentro de nosotros tal como siente la joven embarazada el sosegado crecer de la criatura en lo más
tierno y misterioso de su carne. Sólo que la gestación de la muerte no dura nueve lunas, a
veces brota lerdamente con ritmo de árbol, o hace en un mismo día todo su crecimiento.
Desde niño soy dado a estos juegos de la fantasía. Cuando he oído reprender a un muchacho o a una chiquilla con esta frase: «tienes la cabeza llena de pájaros», me he encendido con un ramalazo de instantáneo rubor pues sentía en mí mismo el insulto caliente como una ascua o un bofetón, «Yo sí que tengo la frente llena de pájaros» me siento tentado a para que el niño o la muchacha vea en mi a un aliado, un amigo, acaso un maestro.
Pero me callo y sólo el rubor de mi cara y el brillo de mis ojos delatan mi tormenta interior. Y si soy dado a esos juegos de la fantasía será a causa de éste mi afán de querer explicármelo todo, comprenderlo todo, saber cuánto haya de ser sabido, que todo lo hermético se me vuelva luz de mediodía. No poseo otro camino para llegar hasta esa sabiduría en lo que respecta a la muerte que mi propio fantasioso imaginar y mi propio miedo. Nunca quise luchar por vencer ese temor a la muerte; para qué, además mi esfuerzo sería vano. Ese miedo unido a la permanente llaga abierta de la Poesía me hace poeta, me convierte en lo que quise ser desde la infancia: héroe, vivir como héroe sabiendo que todo el mundo gira alrededor de mi corazón cual si este fuera su eje, mirando como la estrellas en la noche se asoman a verme, oyendo a las cigarras que cantan para mí solo con su clamorosa flauta innumerable, imaginándolas nacidas de mí, brotadas de mi alma, primavera a primavera, como un río de música.
Mi concepto del héroe no es el militar vulgarmente entendido para mí héroe y poeta son una misma cosa, como así también santo. Ambos tres viven muriendo con el alma agitada hasta el delirio por un vendaval perenne enloquecidos por su alma con su carne detenida en la hora de la adolescencia y sus ojos en el tiempo de su niñez.

De La Verde Memoria (Autobiografía) de Obras Completas de Antonio Esteban Agüero, Tomo III



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