IX Temor
Por aquellos días a poco de dejar la infancia comenzó a
herirme el temor de la muerte. Sobre todo en la noche, cuando la casa se puebla
de silencio, y la noche del campo llega en grillo innumerable, en chirrido de
lechuza, en relincho de caballo remoto. Era mi propio corazón latiendo y
asustándome. Si de pronto callara. Es como un reloj, cualquiera brizna, una
delgada pajuela caída entre sus ruedecillas puede detenerlo y matarme. Contenía
el respiro cual si estuviera, por un largo minuto, sumergido en el agua. Y
entonces oía el pausado latir, el tic-tac del reloj de sangre y pensaba: estoy
vivo, vivo, al fin estoy vivo, hasta cuándo?. Me oprimía el pecho con la mano
abierta, sentía la urgente necesidad de oír en toda la sensibilidad. de la
palma el andar de mi corazón vivo. Y esto era miedo de todas las noches, temor
que crecía con mi cuerpo, y se ahondaba a medida de mi inteligencia. Dentro de
esa angustia estaba yo solo. La muerte y yo solos por la soledad de la casa
perdida entre la sombra como en un mar sin nadie. Acudía a los rezos como a un
refugio pero en mitad del Padre nuestro la muerte venía a buscarme. Si el alma
no puede morir -pensaba- procurando tranquilizarme, asiéndome de esa manera de
esa certeza que era en mi como una roca firme, con desesperación de ahogado.
Pero mi carne no, mi Vida puede morir a cada instante, irse de mi tan fácilmente
como se vuela un pájaro. Hacia memoria de todo lo que llevaba leído acerca de
la vida eterna. Imaginaba mi alma, ya desnuda de carne, hermosa como una clara y frágil lucerna siempre
encendida, en el horror del infierno,
del purgatorio, del paraíso de Dios. Si, el alma no puede morir. Mas yo desea
que en ultratumba mi alma también estuviera encarnada, y no fuese únicamente un
puro copo de luz. Deseaba andar por el paraíso con mis sentidos alertas,
oyendo, mirando, oliendo el olor a jazmín de los ángeles.
Poder hablar con mi voz y mi palabra, tener mi rostro,
tocar cada cosa con los ojos
y las yemas de mis dedos. Mi temor a la Muerte era pues,
un miedo puramente físico de animalito joven para quien la vida en el mundo le
es fiesta y aventura de descubridor. Y lo que mas me llenaba de desolada
angustia era el comprobar la infinita fragilidad de la vida. Todo me era
muerte. Estaba rodeado, cercado, sumergido en ella. La Vida rumorosa que puebla
la soledad del campo a la siesta, que fue la hora de mis andanzas infantiles,
era toda muerte, la otra cara de la muerte. Como tantos niños de provincia yo poseía
mi honda de elásticos, Con ella en mi mano no había ave o conejo que se
sintiera tranquilo. Mataba obligado por mi curiosidad hacia todo lo que significara
vida y poseyera sangre. Para mí’ vida y sangre no eran mas que sinónimos. Cuando
el pájaro herido caía a mis pies lo cogía con todo cuidado y buscaba la herida por
mirar -tratando de vencer una íntima repulsión- como la sangre rezumaba su
licor gota a gota. El pájaro cerraba los ojos. Esos parpados blanquecinos resbalando
con terrible lentitud sobre los ojitos negros como gotas de noche asumiendo
ante mis o}os una enorme importancia. Esto es la muerte -me decía una voz en el
oído- mira, esto es la muerte, Ahora quisiera tener un retrato mío con la expresión
de mi cara en esos instantes. Cuanto aprendería mirándome en él como en un
espejo. Bien pronto el pájaro moría. A veces su morir era lento, especialmente
si quedaba mal herido en el ala, o con la patita rota. En las palomas la agonía
duraba minutos, y me asombraba y conmovía más que la de otros pájaros, porque
las palomas son entre las aves lo que la rosa bermeja entre la muchedumbre de
flores, es decir, lo excelente e insigne.
Mirando la muerte de los pajados una y otra vez siempre
igual y distinta en cada uno comprobé la fragilidad y delicadeza de la vida. Y
esto otro además, que la renuente está dentro de uno, en la sangre viva y
caliente, manando de las heridas al mismo tiempo que la sangre. Después
regresaba a mi casa mas angustiado que nunca. No era tristeza lo que yo traía,
ni tampoco ese dolor de los niños felices que una hora de lágrimas basta a
consolar. Era el mío otro sentimiento angustia, desolación trágica puesto que
no tenía término, y eso precisamente es la tragedia, desazón sin fin, creciendo
siempre, dolor sin posibilidad de consuelo. Además mi padre había muerto cuando
yo apenas tenía dos años. Y desde ese tiernísimo tiempo mi corazón ya estaba
habitado por la muerte como una semilla de sombra que crecía conmigo derramándose
por el ramaje de las venas. La agonía de mi padre -muerto en el invierno de
1919 a causa de la peste de gripe infecciosa que despobló el pueblecito tanto
corno una guerra civil- nos fue narrada por mi madre una y otra noche con toda
suerte de detalles. Y en un niño pequeño la palabra vale tanto como la cosa que
expresa, es el objeto mismo. Le hablan a un niño de Dios y el niño ve a Dios a
poco de cerrar los ojos. Le dicen de una rosa y él mira a la rosa como si la
contemplara entre sus dedos. Porque en ese tiempo el idioma conserva aún su
salvaje frescura, su no gastado poder de evocación. Mi madre al contarnos la
muerte de nuestro padre, sentada en la penumbra atardecida del corredor con mi
cabeza caída en su regazo siempre de negro, lo hacía con una voz aún joven, aún
enamorada; y ese sentimiento ponía en su palabra una profunda expresión de
verismo. También ella anduvo desde niña entre muertes: un hermano, el
primogénito de la casa, varón hermoso y alto, se suicidó antes de los treinta
años, y su cuñado se abrió el cuello con la navaja de afeitar al poco tiempo de
nacer yo. Y todo esto nos lo contaba, y la oíamos con una sombra sobre el
rostro, sin deseo de llorar, atentos, asomados a su voz como a una alta ventana
nocturna. Así mi corazón -repito- fuéseme llenando de muerte, de muertos,
gentes y bestiecillas. Pienso que cuando ya esté todo él colmado me ha de
llegar mi turno de morir, mi corazón estará en ese momento pesado y rojo como
una granada en plena madurez, pronta a ser cosechada. Porque imagino que existe
un tiempo de morir, de prepararse a morir, de sentir crecer la muerte dentro de
nosotros tal como siente la joven embarazada el sosegado crecer de la criatura
en lo más
tierno y misterioso de su carne. Sólo que la gestación de
la muerte no dura nueve lunas, a
veces brota lerdamente con ritmo de árbol, o hace en un
mismo día todo su crecimiento.
Desde niño soy dado a estos juegos de la fantasía. Cuando
he oído reprender a un muchacho o a una chiquilla con esta frase: «tienes la
cabeza llena de pájaros», me he encendido con un ramalazo de instantáneo rubor
pues sentía en mí mismo el insulto caliente como una ascua o un bofetón, «Yo sí
que tengo la frente llena de pájaros» me siento tentado a para que el niño o la
muchacha vea en mi a un aliado, un amigo, acaso un maestro.
Pero me callo y sólo el rubor de mi cara y el brillo de
mis ojos delatan mi tormenta interior. Y si soy dado a esos juegos de la
fantasía será a causa de éste mi afán de querer explicármelo todo, comprenderlo
todo, saber cuánto haya de ser sabido, que todo lo hermético se me vuelva luz
de mediodía. No poseo otro camino para llegar hasta esa sabiduría en lo que
respecta a la muerte que mi propio fantasioso imaginar y mi propio miedo. Nunca
quise luchar por vencer ese temor a la muerte; para qué, además mi esfuerzo
sería vano. Ese miedo unido a la permanente llaga abierta de la Poesía me hace
poeta, me convierte en lo que quise ser desde la infancia: héroe, vivir como
héroe sabiendo que todo el mundo gira alrededor de mi corazón cual si este
fuera su eje, mirando como la estrellas en la noche se asoman a verme, oyendo a
las cigarras que cantan para mí solo con su clamorosa flauta innumerable,
imaginándolas nacidas de mí, brotadas de mi alma, primavera a primavera, como
un río de música.
Mi concepto del héroe no es el militar vulgarmente
entendido para mí héroe y poeta son una misma cosa, como así también santo.
Ambos tres viven muriendo con el alma agitada hasta el delirio por un vendaval
perenne enloquecidos por su alma con su carne detenida en la hora de la
adolescencia y sus ojos en el tiempo de su niñez.
De La Verde Memoria (Autobiografía) de Obras Completas de
Antonio Esteban Agüero, Tomo III
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