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23 de octubre de 2017

Un drama, Anton Chejov





 Un drama, Anton Chejov

-Una señora pregunta por usted, Pavel Vasilich! -dijo el criado-. Hace una hora que espera.
Pavel Vasilich acababa de almorzar. Hizo una mueca de desagrado, y contestó:
-¡Al diablo! ¡Dile a esa señora que estoy ocupado!
-Esta es la quinta vez que viene. Asegura que es para un asunto de gran importancia. Está casi llorando.
-Bueno. ¿Qué vamos a hacerle? Que pase al gabinete.
Se puso, sin apresurarse, la levita, y, llevando en una mano un libro y en la otra un portaplumas, para dar a entender que se hallaba muy ocupado, se encaminó al gabinete. Allí lo esperaba la señora anunciada. Era alta, gruesa, colorada, con antiparras, de un aspecto muy respetable, y vestía elegantemente.
Al ver entrar a Pavel Vasilich alzó los ojos al cielo y juntó las manos, como quien se dispone a rezar ante un icono.
-Naturalmente, ¿no, se acuerda usted de mí? -comenzó con acento en extremo turbado-. Tuve el gusto de conocerlo en casa de Trutzky. Soy la señora Murachkin.
-¡Ah, sí!… Haga el favor de sentarse. ¿En qué puedo serle útil?
-Mire usted, yo… , yo -balbuceó la dama, sentándose, y más turbada aún -. Usted no se acuerda de mí… Soy, la señora Murachkin… Soy gran admiradora de su talento y leo siempre con sumo placer sus artículos. No tengo la menor intención de adularle, ¡líbreme Dios! Hablo con entera sinceridad. Sí, leo sus artículos con mucho placer… Hasta cierto punto, no soy extraña a la literatura. Claro es que no me atrevo a llamarme escritora, pero… no he dejado de contribuir algo…, he publicado tres novelitas para niños… Naturalmente, usted no las habrá leído… He trabajado también en traducciones… Mi hermano escribía en una revista importante de Petrogrado.
-Sí, sí… ¿Y en qué puedo serle útil a usted?
-Verá usted… – y bajó los ojos, poniéndose aún más colorada -. Conozco su talento y sus opiniones. Y quisiera saber lo que piensa… o, más bien, quisiera que me aconsejase… En fin, he escrito un drama, y antes de enviarlo a la censura quisiera que usted me dijese…
Con mano trémula sacó un voluminoso cuaderno.
Pavel Vasilich no gustaba sino de sus propios artículos; los ajenos, cuando se veía obligado a escucharlos, le producían la impresión de un cañón a cuyos disparos sirviera él de blanco. A la vista del gran cuaderno se llenó de terror y dijo:
-Bueno…, déjeme el drama, y lo leeré.
-Pavel Vasilich! -suplicó la señora, con voz suspirante y juntando las manos-. Ya sé que está usted muy ocupado y no puede perder ni un minuto. Tampoco se me oculta que en este momento está usted enviándome a todos los diablos, pero…, tenga usted la bondad de permitirme que le lea mi drama ahora, y le quedaré obligadísima.
-Tendría un gran placer, señora, en complacer a usted; pero… no tengo tiempo. Iba a salir.
-Pavel Vasilich -rogó la visitante, con lágrimas en los ojos-. Le pido a usted un sacrificio. Sé que soy osada, impertinente, pero ¡sea usted generoso! Mañana me voy a Kazan, y no quisiera irme sin saber su opinión. ¡Sacrifíqueme usted media hora… sólo media hora!
Pavel Vasilich no era hombre de gran voluntad y no sabía negarse. Cuando vio a la señora disponerse a llorar y a prosternarse ante él, balbuceó:
-Bueno, acepto… Si no es más que media hora…
La señora Murachkin lanzó un grito de triunfo, se quitó el sombrero, se sentó, y empezó a leer.
Leyó primeramente cómo el criado y la criada hablaban largo y tendido de la señorita Ana Sergeyevna, que ha hecho edificar en la aldea una escuela y un hospital. Después del diálogo con el criado la criada recita un monólogo conmovedor sobre la utilidad de la instrucción; luego vuelve el criado y refiere que su señor, el general, mira con malos ojos la actividad de su hija Ana Sergeyevna; quiere casarla un oficial, y considera un lujo inútil la instrucción del pueblo. Después el criado y la criada se marchan y entra Ana Sergeyevna en persona. Hace saber al público que se ha pasado en claro la noche pensando en Valentín Ivanovich, hijo de un pobre preceptor y mozo de nobles sentimientos, que mantiene a su padre enfermo. Valentín es un hombre instruidísimo, pero en extremo pesimista. No cree ni en el amor ni en la amistad, encuentra estúpida la vida y quiere morir. Ana Sergeyevna está decidida a salvarlo.
Pavel Vasilich escuchaba y pensaba en su diván, en el que tenía la costumbre de descansar un poco después del almuerzo. De vez en cuando lanzaba a la señora Murachkin una mirada llena de odio.
-¡Que el diablo te lleve! -pensaba-. ¿Qué culpa tengo yo de que hayas escrito un drama estúpido? ¡Qué cuaderno, Dios mío! ¡No se acaba nunca!
Miró el retrato de su mujer, colgado en la pared, y recordó que aquélla le había encargado que comprase y llevara a la casa de campo cinco metros de cinta, una libra de queso y unos polvos para los dientes.
-¿Dónde he puesto yo la muestra de la cinta? -pensaba-. Creo que está en el bolsillo de la chaqueta… Con tal que no se pierda… Las malditas moscas han manchado el retrato. Le tendré que decir a Olga que lo limpie… Esta endemoniada está leyendo ya la escena octava; el primer acto está, probablemente, tocando a su fin… Pobre señora, está muy gruesa para tener inspiración. Qué idea más graciosa la de meterse a escribir dramas! Mas valía que hiciera medias o que cuidase a las gallinas…
-¿No le parece a usted este monólogo demasiado largo? -preguntó de pronto la señora Murachkin, levantando los ojos del cuaderno.
Él no había oído palabra de dicho monólogo, y ante la pregunta inesperada manifestó gran confusión.
-¡Nada de eso! Al contrario, me gusta mucho.
La señora Murachkin puso una cara gozosísima, radiante de dicha, y continuó leyendo:
«Ana. Te entregas con exceso al análisis psicológico. Olvidas demasiado el corazón y atribuyes a la razón excesiva importancia. Valentín. ¿Y qué es el corazón? Es un concepto anatómico, un término convencional, sin sentido alguno para mí. Ana (Turbada.) ¿Y el amor? ¿Dirás también acaso que no es sino el producto de la asociación de ideas?… Valentín (Con amargura.) ¡No abramos las viejas heridas! (Una pausa.) ¿En qué piensas?. Ana. Sospecho que no eres feliz.»
Durante la lectura de la escena diez y seis, Pavel Vasilich bostezó de un modo en absoluto inesperado, y él mismo se asustó de su poca galantería. Para disimularla se apresuró a dar a su rostro la expresión de un hombre que escucha con gran interés.
-La escena diez y siete -se dijo- y el primer acto aun no se ha acabado. ¡Dios mío! Si esto se prolonga diez minutos más, no sé qué voy a hacer… ¡Es insoportable!
Al fin la dramaturga leyó con voz triunfante:
«¡Telón!»
Pavel Vasilich lanzó un suspiro de alivio y se dispuso a levantarse; pero la señora Murachkin volvió la página y, sin haberle dado tiempo para respirar, continuó leyendo:
«Acto segundo. La escena representa una calle de la aldea. A la derecha, la escuela; a la izquierda, el hospital. En la escalinata del hospital están sentadas unas campesinas.»
-¡Perdóneme! -interrumpió Pavel Vasilich-. ¿Cuántos actos son?
-¡Cinco! -respondió rápida la señora Murachkin; y, como si temiera que echase a correr, continuó a toda prisa:
«En la ventana de la escuela se encuentra Valentín. En el fondo se ve a los campesinos salir y entrar en la taberna.»
Como un condenado a muerte que hubiera perdido toda esperanza de ser indultado, Pavel Vasilich no se hizo ya ilusiones, y se resignó. Sólo se preocupó de tener los ojos abiertos y de conservar en el rostro una expresión atenta. El momento dichoso de su porvenir en que aquella señora acabase la lectura del drama y se fuera le parecía muy lejano.
-Rim, run, run… run, run, run -zumbaba sin tregua en su oído la voz de la señora Murachkin.

-Se me había olvidado tomar bicarbonato -pensaba-. Tengo que cuidarme el estómago… Antes de marcharme iré a ver a Smírrov… ¡Calla, un pajarito se ha parado en la ventana! Debe de ser un gorrión.
Sus párpados parecían de plomo, y hacía esfuerzos sobrehumanos para no dormirse. Bostezó y miró a la señora, que tomó ante sus ojos soñolientos formas fantásticas; comenzó a oscilar, y se convirtió en un ser tricéfalo, que llegaba al techo. La señora leía:
«Valentín. No, permíteme que me vaya. Ana Asustada ¿Por qué? Valentín (Aparte.) ¡Se ha puesto pálida! (A ella.) No, no me obligues a que te diga las verdaderas razones. ¡Prefiero morir a decírtelas! Ana (Tras una corta pausa.) ¡No, no puedes partir!… »
La señora Murachkin empezó a inflarse, a inflarse. No tardó en parecerle a Pavel Vasilich una enorme montaña que llenaba toda la estancia; luego, súbitamente, se hizo muy pequeñita cómo una botella, y desapareció después con la mesa que había ante ella. Pero siguió leyendo:
«Valentín (Sosteniendo en sus brazos a Ana.) ¡Tú me has resucitado! ¡Tú me has enseñado el sentido de la vida! ¡Has sido para mi alma seca como una lluvia bienhechora! Pero, ¡ay!, es demasiado tarde. Soy una víctima de una enfermedad incurable.»
Pavel Vasilich se estremeció y fijó una mirada vaga, estúpida, en la señora Murachkin. Durante un minuto la miró así, sin comprender nada, perdido en absoluto el sentido de la realidad.
«Escena undécima. Los mismos; después, el barón y el oficial de policía. Valentín. ¡Deténganme! Ana ¡Y a mí también, le pertenezco! La amo más que a mi vida. El barón Ana Sergeyevna, olvidas el daño que tu conducta causará a tu noble padre… »
La señora Murachkin empezó nuevamente a inflarse, se hizo grande como una montaña, llenó toda la estancia. Entonces Pavel Vasilich, dirigiendo en torno suyo miradas salvajes, lanzó un alarido de terror, tomó de la mesa un pesado pisapapeles, y con todas sus fuerzas lo descargó sobre la cabeza de la señora Murachkin.
-¡Deténganme, la he matado! -dijo momentos después, cuando acudió la servidumbre.
El jurado dictó un veredicto de inculpabilidad.

Antón Chéjov

22 de octubre de 2017

Aniuta, Antón Chéjov



Aniuta, Antón Chéjov

   Por la peor habitación del detestable Hotel Lisboa paseábase infatigablemente el estudiante de tercer año de Medicina Stepan Klochkov. Al par que paseaba, estudiaba en voz alta. Como llevaba largas horas entregado al doble ejercicio, tenía la garganta seca y la frente cubierta de sudor.
   Junto a la ventana, cuyos cristales empañaba la nieve congelada, estaba sentada en una silla, cosiendo una camisa de hombre, Aniuta, morenilla de unos veinticinco años, muy delgada, muy pálida, de dulces ojos grises.
   En el reloj del corredor sonaron, catarrosas, las dos de la tarde; pero la habitación no estaba aún arreglada. La cama hallábase deshecha, y se veían, esparcidos por el aposento, libros y ropas. En un rincón había un lavabo nada limpio, lleno de agua enjabonada.
   -El pulmón se divide en tres partes -recitaba Klochkov-. La parte superior llega hasta cuarta o quinta costilla...
   Para formarse idea de lo que acababa de decir, se palpó el pecho.
   -Las costillas están dispuestas paralelamente unas a otras, como las teclas de un piano -continuó- Para no errar en los cálculos, conviene orientarse sobre un esqueleto o sobre un ser humano vivo... Ven, Aniuta, voy a orientarme un poco...
   Aniuta interrumpió la costura, se quitó el corpiño y se acercó. Klochkov se sentó ante ella, frunció las cejas y empezó a palpar las costillas de la muchacha.
   -La primera costilla -observó- es difícil de tocar. Está detrás de la clavícula... Esta es la segunda, esta es la tercera, esta es la cuarta... Es raro; estás delgada, y, sin embargo, no es fácil orientarse sobre tu tórax... ¿Qué te pasa?
   -¡Tiene usted los dedos tan fríos!...
   -¡Bah! No te morirás... Bueno; esta es la tercera, esta es la cuarta... No, así las confundiré... Voy a dibujarlas...
   Cogió un pedazo de carboncillo y trazó en el pecho de Aniuta unas cuantas líneas paralelas,
correspondientes cada una a una costilla.
   -¡Muy bien! Ahora veo claro. Voy a auscultarte un poco. Levántate.
   La muchacha se levantó y Klochkov empezó a golpearle con el dedo en las costillas. Estaba tan absorto en la operación, que no advertía que los labios, la nariz y las manos de Aniuta se habían puesto azules de frío. Ella, sin embargo, no se movía, temiendo entorpecer el trabajo del estudiante. «Si no me estoy quieta -pensaba- no saldrá bien de los exámenes.»
   -¡Si, ahora todo está claro! -dijo por fin él, cesando de golpear-. Siéntate y no borres los dibujos hasta que yo acabe de aprenderme este maldito capítulo del pulmón. Y comenzó de nuevo a pasearse, estudiando en voz alta. Aniuta, con las rayas negras en el tórax, parecía tatuada. La pobre temblaba de frío y pensaba. Solía hablar muy poco, casi siempre estaba silenciosa, y pensaba, pensaba sin cesar.
   Klochkov era el sexto de los jóvenes con quienes había vivido en los últimos seis o siete años. Todos sus amigos anteriores habían ya acabado sus estudios universitarios, habían ya concluido su carrera, y, naturalmente, la habían olvidado hacía tiempo. Uno de ellas vivía en París, otros dos eran médicos, el cuarto era pintor de fama, el quinto había llegado a catedrático. Klochkov no tardaría en terminar también sus estudios. Le esperaba, sin duda, un bonito porvenir, acaso la celebridad; pero a la sazón se hallaba en la miseria. No tenían ni azúcar, ni té, ni tabaco. Aniuta apresuraba cuanto podía su labor para llevarla al almacén, cobrar los veinticinco copecs y comprar tabaco, té y azúcar.
   -¿Se puede? -preguntaron detrás de la puerta.
   Aniuta se echó a toda prisa un chal sobre los hombros.
   Entró el pintor Fetisov.
   -Vengo a pedirle a usted un favor -le dijo a Klochkov-. ¿Tendría usted la bondad de prestarme, por un par de horas, a su gentil amiga? Estoy pintando un cuadro y necesito una modelo.
   -¡Con mucho gusto! -contestó Klochkov-. ¡Anda, Aniuta!
   -¿Cree usted que es un placer para mí? -murmuró ella.
   -¡Pero mujer! -exclamó Klochkov-. Es por el arte... Bien puedes hacer ese pequeño sacrificio.
   Aniuta comenzó a vestirse.
   -¿Qué cuadro es ése? -preguntó el estudiante.
   -Psiquis. Un hermoso asunto; pero tropiezo con dificultades. Tengo que cambiar todos los días de modelo. Ayer se me presentó una con las piernas azules. «¿Por qué tiene usted las piernas azules?», le pregunté. Y me contestó: «Llevo unas medias que se destiñen...» Usted siempre a vueltas con la Medicina, ¿eh? ¡Qué paciencia! Yo no podría...
   -La Medicina exige un trabajo serio.
   -Es verdad... Perdóneme, Klochkov; pero vive usted... como un cerdo. ¡Que sucio está esto!
   -¿Qué quiere usted que yo le haga? No puedo remediarlo. Mi padre no me manda más que doce rublos al mes, y con ese dinero no se puede vivir muy decorosamente.
   -Tiene usted razón; pero... podría usted vivir con un poco de limpieza. Un hombre de cierta
cultura no debe descuidar la estética, y usted... La cama deshecha, los platos sucios...
   -¡Es verdad! -balbuceó confuso Klochkov-. Aniuta está hoy tan ocupada que no ha tenido tiempo de arreglar la habitación.
   Cuando el pintor y Aniuta se fueron, Klochkov se tendió en el sofá y siguió estudiando; mas no tardó en quedarse dormido y no se despertó hasta una hora después. La siesta le había puesto de mal humor. Recordó las palabras de Fetisov, y, al fijarse en la pobreza y la suciedad del aposento, sintió una especie de repulsión. En un porvenir próximo recibiría a los enfermos en su lujoso gabinete, comería y tomaría el té en un comedor amplio y bien amueblado, en compañía de su mujer, a quien respetaría todo el mundo...; pero, a la sazón..., aquel cuarto sucio, aquellos platos, aquellas colillas esparcidas por el suelo... ¡Qué asco! Aniuta, por su parte, no embellecía mucho el cuadro: iba mal vestida, despeinada...
   Y Klochkov decidió separarse de ella en seguida, a todo trance. ¡Estaba ya hasta la coronilla!
   Cuando la muchacha, de vuelta, estaba quitándose el abrigo, se levantó y le dijo con acento
solemne:
   -Escucha, querida... Siéntate y atiende. Tenemos que separarnos. Yo no puedo ni quiero ya vivir contigo.
   Aniuta venía del estudio de Fetisov fatigada, nerviosa. El estar de pie tanto tiempo había
acentuado la demacración de su rostro. Miró a Klochkov sin decir nada, temblándole los labios.
   -Debes comprender que, tarde o temprano, hemos de separarnos. Es fatal. Tú, que eres una
buena muchacha y no tienes pelo de tonta, te harás cargo.
   Aniuta se puso de nuevo el abrigo en silencio, envolvió su labor en un periódico, cogió las agujas, el hilo...
   -Esto es de usted -dijo, apartando unos cuantos terrones de azúcar.
   Y se volvió de espaldas para que Klochkov no la viese llorar.
   -Pero ¿por qué lloras? -preguntó el estudiante.
   Tras de ir y venir, silencioso, durante un minuto a través de la habitación, añadió con cierto
embarazo:
   -¡Tiene gracia!... Demasiado sabes que, tarde o temprano, nuestra separación es inevitable. No podemos vivir juntos toda la vida.
   Ella estaba ya a punto, y se volvió hacia él, con el envoltorio bajo el brazo, dispuesta a despedirse. A Klochkov le dio lástima...
   «Podría tenerla -pensó- una semana más conmigo. ¡Sí, que se quede! Dentro de una semana le diré que se vaya.»
   Y, enfadado consigo mismo por su debilidad, le gritó con tono severo:
   -Bueno; ¿qué haces ahí como un pasmarote? Una de dos: o te vas, o si no quieres irte te quitas el abrigo y te quedas. ¡Quédate si quieres!
   Aniuta se quitó el abrigo sin decir palabra, se sonó, suspiró, y con tácitos pasos se dirigió a su silla de junto a la ventana.
   Klochkov cogió su libro de medicina y empezó de nuevo a estudiar en voz alta, paseándose por el aposento.
   «El pulmón se divide en tres partes. La parte superior...»
    En el corredor alguien gritaba a voz en cuello:
   -¡Grigory, tráeme el samovar!

Antón Chéjov

21 de octubre de 2017

La tristeza, Antón Chéjov



La tristeza, Antón Chéjov

    La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.
   El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo,
encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima le sacaría de su quietud.
   Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.
   Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.
   Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.
   -¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!
   Yona se estremece. Al través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.
   -¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?
   Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.
   -¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!
   -¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!
   Siguen oyéndose los juramenitos del cochero invisible. Un transeunte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabase de despertarse de un sueño profundo.
   -¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice con tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!
   Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra.
   El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:
   -¿Qué hay?
   Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:
   -Ya ve usted, señor... He perdido a mi hijo... Murió la semana pasada...
   -¿De veras?... ¿Y de qué murió?
   Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:
   -No lo sé... De una de tantas enfermedades... Ha estado tres meses en el hospital y a la postre... Dios que lo ha querido.
   -¡A la derecha! -óyese de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!
   -¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!
   Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.
   Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escuchale.
   Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.
   Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente!
   Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y chepudo.
   -¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!
   Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante,
acepta; lo que a él le importa es tener clientes.
   Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos,
discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.
   -¡Bueno; en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo...
   -¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro...
   -¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.
    -Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-.
   Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.
   -¡Eso no es verdad! -responde el otro- Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.
   -¡Palabra de honor!
   -¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.
   Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe
atipladamente.
   -¡Ji, ji, ji!... ¡Qué buen humor!
   -¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el chepudo-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme al gandul de tu caballo. ¡Qué diablo!
   Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, le insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:
   -Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada...
   -¡Todos nos hemos de morir!-contesta el chepudo-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es
insoportable! Prefiero ir a pie.
   -Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.
   -¿Oyes, viejo estafermo?-grita el chepudo-. Te la vas a ganar si esto continúa.
   Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.
   -¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!
   -Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.
   -¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie... Sólo me espera la sepultura... Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.
   Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el
chepudo, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:
   -¡Por fin, hemos llegado!
   Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.
   Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su
fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.
   Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría el mundo entero.
   Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él
conversación.
   -¿Qué hora es? -le pregunta, melifluo.
   -Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.
   Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha
convencido de que es inútil dirigirse a la gente.
   Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.
   -No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.
   El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.
   Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde,
acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada,
irrespirable. Suenan ronquidos.
   Yona se arrepiente de haber vuelto, tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso -piensa- se siente tan desgraciado.
   En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.
   -¿Quieres beber? -le pregunta Yona.
   -Sí.
   -Aquí tienes agua... He perdido a mi hijo... ¿Lo sabías?... La semana pasada, en el hospital... ¡Qué desgracia!
   Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho, caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.
   Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su
desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro... Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharle, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndole! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.
   Yona decide ir a ver a su caballo.
   Se viste y sale a la cuadra.
   El caballo, inmóvil, come heno.
   -¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho?
Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno... Soy ya demasiado viejo para ganar mucho... A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto...
   Tras una corta pausa, Yona continúa:
    -Sí, amigo..., ha muerto... ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera...
Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?...
   El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.
   Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.


Antón Chéjov

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