Aniuta, Antón Chéjov
Por la peor
habitación del detestable Hotel Lisboa paseábase infatigablemente el estudiante
de tercer año de Medicina Stepan Klochkov. Al par que paseaba, estudiaba en voz
alta. Como llevaba largas horas entregado al doble ejercicio, tenía la garganta
seca y la frente cubierta de sudor.
Junto a la
ventana, cuyos cristales empañaba la nieve congelada, estaba sentada en una
silla, cosiendo una camisa de hombre, Aniuta, morenilla de unos veinticinco
años, muy delgada, muy pálida, de dulces ojos grises.
En el reloj del
corredor sonaron, catarrosas, las dos de la tarde; pero la habitación no estaba
aún arreglada. La cama hallábase deshecha, y se veían, esparcidos por el
aposento, libros y ropas. En un rincón había un lavabo nada limpio, lleno de
agua enjabonada.
-El pulmón se
divide en tres partes -recitaba Klochkov-. La parte superior llega hasta cuarta
o quinta costilla...
Para formarse
idea de lo que acababa de decir, se palpó el pecho.
-Las costillas
están dispuestas paralelamente unas a otras, como las teclas de un piano
-continuó- Para no errar en los cálculos, conviene orientarse sobre un
esqueleto o sobre un ser humano vivo... Ven, Aniuta, voy a orientarme un
poco...
Aniuta
interrumpió la costura, se quitó el corpiño y se acercó. Klochkov se sentó ante
ella, frunció las cejas y empezó a palpar las costillas de la muchacha.
-La primera
costilla -observó- es difícil de tocar. Está detrás de la clavícula... Esta es
la segunda, esta es la tercera, esta es la cuarta... Es raro; estás delgada, y,
sin embargo, no es fácil orientarse sobre tu tórax... ¿Qué te pasa?
-¡Tiene usted
los dedos tan fríos!...
-¡Bah! No te
morirás... Bueno; esta es la tercera, esta es la cuarta... No, así las
confundiré... Voy a dibujarlas...
Cogió un pedazo
de carboncillo y trazó en el pecho de Aniuta unas cuantas líneas paralelas,
correspondientes cada una a una costilla.
-¡Muy bien!
Ahora veo claro. Voy a auscultarte un poco. Levántate.
La muchacha se
levantó y Klochkov empezó a golpearle con el dedo en las costillas. Estaba tan
absorto en la operación, que no advertía que los labios, la nariz y las manos
de Aniuta se habían puesto azules de frío. Ella, sin embargo, no se movía,
temiendo entorpecer el trabajo del estudiante. «Si no me estoy quieta -pensaba-
no saldrá bien de los exámenes.»
-¡Si, ahora todo
está claro! -dijo por fin él, cesando de golpear-. Siéntate y no borres los
dibujos hasta que yo acabe de aprenderme este maldito capítulo del pulmón. Y
comenzó de nuevo a pasearse, estudiando en voz alta. Aniuta, con las rayas
negras en el tórax, parecía tatuada. La pobre temblaba de frío y pensaba. Solía
hablar muy poco, casi siempre estaba silenciosa, y pensaba, pensaba sin cesar.
Klochkov era el
sexto de los jóvenes con quienes había vivido en los últimos seis o siete años.
Todos sus amigos anteriores habían ya acabado sus estudios universitarios,
habían ya concluido su carrera, y, naturalmente, la habían olvidado hacía
tiempo. Uno de ellas vivía en París, otros dos eran médicos, el cuarto era
pintor de fama, el quinto había llegado a catedrático. Klochkov no tardaría en
terminar también sus estudios. Le esperaba, sin duda, un bonito porvenir, acaso
la celebridad; pero a la sazón se hallaba en la miseria. No tenían ni azúcar,
ni té, ni tabaco. Aniuta apresuraba cuanto podía su labor para llevarla al
almacén, cobrar los veinticinco copecs y comprar tabaco, té y azúcar.
-¿Se puede?
-preguntaron detrás de la puerta.
Aniuta se echó a
toda prisa un chal sobre los hombros.
Entró el pintor
Fetisov.
-Vengo a pedirle
a usted un favor -le dijo a Klochkov-. ¿Tendría usted la bondad de prestarme,
por un par de horas, a su gentil amiga? Estoy pintando un cuadro y necesito una
modelo.
-¡Con mucho
gusto! -contestó Klochkov-. ¡Anda, Aniuta!
-¿Cree usted que
es un placer para mí? -murmuró ella.
-¡Pero mujer!
-exclamó Klochkov-. Es por el arte... Bien puedes hacer ese pequeño sacrificio.
Aniuta comenzó a
vestirse.
-¿Qué cuadro es
ése? -preguntó el estudiante.
-Psiquis. Un
hermoso asunto; pero tropiezo con dificultades. Tengo que cambiar todos los
días de modelo. Ayer se me presentó una con las piernas azules. «¿Por qué tiene
usted las piernas azules?», le pregunté. Y me contestó: «Llevo unas medias que
se destiñen...» Usted siempre a vueltas con la Medicina, ¿eh? ¡Qué paciencia!
Yo no podría...
-La Medicina
exige un trabajo serio.
-Es verdad...
Perdóneme, Klochkov; pero vive usted... como un cerdo. ¡Que sucio está esto!
-¿Qué quiere
usted que yo le haga? No puedo remediarlo. Mi padre no me manda más que doce
rublos al mes, y con ese dinero no se puede vivir muy decorosamente.
-Tiene usted
razón; pero... podría usted vivir con un poco de limpieza. Un hombre de cierta
cultura no debe descuidar la estética, y usted... La cama
deshecha, los platos sucios...
-¡Es verdad!
-balbuceó confuso Klochkov-. Aniuta está hoy tan ocupada que no ha tenido
tiempo de arreglar la habitación.
Cuando el pintor
y Aniuta se fueron, Klochkov se tendió en el sofá y siguió estudiando; mas no
tardó en quedarse dormido y no se despertó hasta una hora después. La siesta le
había puesto de mal humor. Recordó las palabras de Fetisov, y, al fijarse en la
pobreza y la suciedad del aposento, sintió una especie de repulsión. En un porvenir
próximo recibiría a los enfermos en su lujoso gabinete, comería y tomaría el té
en un comedor amplio y bien amueblado, en compañía de su mujer, a quien
respetaría todo el mundo...; pero, a la sazón..., aquel cuarto sucio, aquellos
platos, aquellas colillas esparcidas por el suelo... ¡Qué asco! Aniuta, por su
parte, no embellecía mucho el cuadro: iba mal vestida, despeinada...
Y Klochkov
decidió separarse de ella en seguida, a todo trance. ¡Estaba ya hasta la
coronilla!
Cuando la
muchacha, de vuelta, estaba quitándose el abrigo, se levantó y le dijo con
acento
solemne:
-Escucha,
querida... Siéntate y atiende. Tenemos que separarnos. Yo no puedo ni quiero ya
vivir contigo.
Aniuta venía del
estudio de Fetisov fatigada, nerviosa. El estar de pie tanto tiempo había
acentuado la demacración de su rostro. Miró a Klochkov
sin decir nada, temblándole los labios.
-Debes
comprender que, tarde o temprano, hemos de separarnos. Es fatal. Tú, que eres
una
buena muchacha y no tienes pelo de tonta, te harás cargo.
Aniuta se puso
de nuevo el abrigo en silencio, envolvió su labor en un periódico, cogió las
agujas, el hilo...
-Esto es de
usted -dijo, apartando unos cuantos terrones de azúcar.
Y se volvió de
espaldas para que Klochkov no la viese llorar.
-Pero ¿por qué
lloras? -preguntó el estudiante.
Tras de ir y
venir, silencioso, durante un minuto a través de la habitación, añadió con
cierto
embarazo:
-¡Tiene
gracia!... Demasiado sabes que, tarde o temprano, nuestra separación es
inevitable. No podemos vivir juntos toda la vida.
Ella estaba ya a
punto, y se volvió hacia él, con el envoltorio bajo el brazo, dispuesta a
despedirse. A Klochkov le dio lástima...
«Podría tenerla
-pensó- una semana más conmigo. ¡Sí, que se quede! Dentro de una semana le diré
que se vaya.»
Y, enfadado
consigo mismo por su debilidad, le gritó con tono severo:
-Bueno; ¿qué
haces ahí como un pasmarote? Una de dos: o te vas, o si no quieres irte te
quitas el abrigo y te quedas. ¡Quédate si quieres!
Aniuta se quitó
el abrigo sin decir palabra, se sonó, suspiró, y con tácitos pasos se dirigió a
su silla de junto a la ventana.
Klochkov cogió
su libro de medicina y empezó de nuevo a estudiar en voz alta, paseándose por
el aposento.
«El pulmón se
divide en tres partes. La parte superior...»
En el corredor
alguien gritaba a voz en cuello:
-¡Grigory,
tráeme el samovar!
Antón Chéjov
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