Descenso a los infiernos de la imaginación, Marco Denevi
Usted se comprometió a escribir un cuento, un cuento de
amor, de diez carillas, y a entregarlo, listo para su publicación en Quimeras,
el lunes próximo. Hoy es el viernes anterior a ese lunes y usted, del cuento,
todavía no ha escrito una línea. No se le ocurre nada, ningún argumento, ni
siquiera un personaje suelto. Está desesperado, con la mente en blanco.
Oiga. ¿Por qué no se decide, por fin, a convertir en un
cuento aquel episodio, sí, aquello que les sucedió, a usted y a Verena, en
Bélgica, arriba del tren que los llevaba a Bruselas? No sé por qué usted
siempre se negó a aprovecharlo. De acuerdo, el episodio por sí mismo no vale
gran cosa, es apenas una anécdota de esas que uno saca a relucir, de regreso,
delante de los amigos, junto con las fotografías y los ceniceros que se robó en
los hoteles. Pero ¿para qué está la imaginación?
Chejov no necesitaría más. Claro que entre Chejov y usted
hay alguna diferencia. Usted podría añadirle algunos antecedentes, un poco de
psicología, mucho diálogo, no, diálogo no, la historia no permite diálogos, más
bien mucha introspección, mucho monólogo interior. Y un remate. Porque el episodio
real no tiene remate.
Empecemos por recapitular los hechos, tales y como
ocurrieron. Usted y Verena tomaron el tren en Ostende. Venían de Londres y se
dirigían a Bruselas, donde los esperaban unos amigos. Ocuparon uno de esos
compartimientos en los trenes europeos que parecen una diligencia del Far West
metida dentro de un vagón de ferrocarril: dos largos asientos corridos, uno
frente al otro, y una puerta que da a un pasillo. Verena se ubicó junto a la
ventanilla; usted a su lado. En el cuchitril no había otros pasajeros.
El tren se detuvo varios minutos en una ciudad
intermedia, ya olvidó cuál, pongamos que era Gante. Poco después que reanudó
la marcha, un joven entró en el compartimiento y se sentó frente a ustedes pero
del lado del pasillo. No traía equipaje. Se sentó y miró a Verena. Nada de
raro: no hay hombre que no mire a Verena. Pero el joven la miró durante toda la
media hora de reloj que el tren tardó en llegar a Bruselas.
Ahí está lo insólito, lo pintoresco, casi diría lo
increíble del episodio: que a lo largo de media hora el joven mantuvo los ojos
fijos en Verena. Fuera de eso no hacía nada, ningún gesto, ningún movimiento.
Se había sentado en una postura como provisoria, como para permanecer sentado
unos segundos y en seguida levantarse e irse. Pero se quedó sentado sin
cambiar de posición y sin apartar los ojos de Verena. A usted lo ignoró por
completo. Miraba a Verena, la miraba casi sin pestañear, como en estado de
hipnosis. Para una mirada así, media hora de reloj es la eternidad.
Mientras tanto ustedes dos ¿qué hacían? Verena simulaba
contemplar el paisaje a través de la ventanilla. Cuando el joven entró ¿no le
echó ni una ojeada? Usted no lo sabe, porque en ese momento lo distrajo la
aparición del tercer pasajero. De lo que está seguro es de que Verena, hasta
que llegaron a la estación de Bruselas, no apartó la vista de la ventanilla ni
cambió con usted una sola palabra. Comprendo. Se habría dado cuenta de la
actitud del joven y se sentiría incómoda, molesta, un poco asustada.
En cuanto a usted, se dedicó a vigilar a ese extraño
individuo. Primero pensó que era un ratero (aunque vestía ropa deportiva a la
última moda). Después, que era un loco o que estaba drogado. Por ahí usted le
tomó una mano a Verena para tranquilizarla, para protegerla y, de paso, hacerle
saber al tipo ese que ustedes dos viajaban juntos, que Verena era su mujer o su
amante y que usted no iba a permitir que ni él ni nadie se propasara. Pero
tampoco usted abrió la boca. Vigilaba al tipo, nada más, dispuesto a saltarle
encima apenas el otro hiciera un movimiento raro. Sólo que el otro no lo hizo.
Hasta que llegaron a Bruselas. Ustedes dos se pusieron de
pie (el joven permaneció inmóvil, pero alzó la vista para poder seguir mirando
a Verena), usted cargó los maletines, Verena los bolsos de mano, pasaron por delante
del joven y salieron del compartimiento. En el andén los amigos les brindaron
una ruidosa bienvenida. Verena daba la espalda al tren. En cambio usted, por
encima de la cabeza de los demás, vio que el joven se había asomado a la
ventanilla, tenía medio cuerpo afuera y seguía mirando ¿ahora a quién? A usted.
Ahora lo miraba a usted, pero. Dios mío, con los ojos llenos de lágrimas. En
seguida ustedes y los amigos se alejaron, abandonaron la estación.
Esto es todo lo que sucedió, todo lo que usted recuerda.
Bien. Someta esos pocos (y pobres) materiales al fuego lento de la imaginación
y tendrá un cuento como Dios manda. ¿Le han pedido que el cuento sea de amor y,
además, romántico? ¿Qué le parece si la acción transcurre en Rusia y en la
época del último zar? Una imitación de Chejov, por qué no. La historia parece
ideada por Chejov. Nieve, mujeres pálidas y hermosas envueltas en abrigos de
zorro, nobles de la corte del zar que son propietarios de vastas tierras y de
centenares de mujiks, poetas nihilistas, grandes pasiones que arden bajo el
hielo, etcétera, etcétera. ¿Le gusta? A las lectoras dé Quimeras les gustará
todavía más.
Verena, en la ficción, podría llamarse Fedora Fedorovna.
Usted, Nicolás Nicolaievich. Hace cinco años que están casados, como usted y
Verena cuando viajaron a Europa. También para las respectivas figuras y las
respectivas edades inspírese en la realidad, así no hace trabajar la cabeza.
Quiero decir que Fedora Fedorovna tendrá el físico y los treinta y dos años de
Verena, será un doble de Verena, pero rusa. Y Nicolás Nicolaievich le copiará a
usted los cincuenta Y cinco años, la corpulencia, el bigote caído, los párpados
encapotados. Está bien, está bien: en todo lo demás diferirán.
Fedora Fedorovna, por ejemplo, es una mujer soñadora
(fruto de las represiones sociales y familiares que pesan sobre su temperamento
apasionado), sumisa, callada reservada. Sensible y hermosa hasta más no poder.
Eso chejoviana. Una síntesis de los personajes femeninos de Chejov más
delicados, más introvertidos. Nada que ver con Verena. Respecto de Nicolás
Nicolaievich, descríbalo melancólico. Usted no es melancólico, es serio. Y
hágalo celoso (usted no es celoso). Pero no un celoso violento, a lo Otelo.
Nicolás Nicolaievich mira la realidad de frente. Sabe que su mujer no lo ama,
no lo amó nunca. Que se casó con él obligada por los padres, ávidos de casarla
con un hombre rico. Nicolás Nicolaievich, en cambio, está loco por Fedora
Fedorovna. Y al mismo tiempo comprende, admite que su amor no puede ser sino
unilateral.
Bueno, todo esto de la tortuosa psicología del marido lo
dejaremos para más adelante. Ahora vayamos a los hechos. Lo único que le
aconsejo es que ponga bien en claro, a los lectores, que Nicolás Nicolaievich
tiene miedo de que su mujer, en cualquier momento, lo abandone, se vaya con
otro que sea más joven que él, con algún muchacho apuesto y seductor. Él no
hará nada para impedirlo. Ni siquiera vigila a Fedora Fedorovna, no le controla
las salidas ni la correspondencia, no le hace escenas. Mientras tanto sus
consuelos son el juego y el alcohol. Pero, si ella lo abandonase, se
suicidaría. Ya lo tiene decidido. Alguna vez, borracho, se lo dio a entender.
De modo que los lectores de Quimeras adivinarán que Fedora Fedorovna,
pobrecita, está entrampada entre un matrimonio sin amor (para ella, sin amor) y
la extorsión moral a que la somete el marido: si me abandonas me mato.
Los hechos. Pedora Fedorovna y Nicolás Nicolaievich
vuelven, en tren, de un viaje por Polonia. Han subido en Varsovia y se dirigen
a San Petersburgo, donde él posee un tremendo palacio gélido y sombrío, qué se
cree, ¿Si había una línea de ferrocarril entre Varsovia y San Petersburgo en
aquellas épocas? Yo qué sé. Pero los lectores tampoco ni les interesa. Nadie se
fija en esos detalles. Usted
escribe que el tren atravesaba
llanuras cubiertas de nieve bajo un cielo plomizo.
A mitad de camino entra en el compartimiento un joven.
Para este joven usted tome como modelo al muchacho belga: muy rubio, muy
pálido, con facciones puras, casi de adolescente. Edad: la misma del belga,
alrededor de veinte años. No sabemos la profesión del maniático que miraba a
Verena. Estudiante, quizá. El ruso es poeta. Poeta idealista, nihilista,
mejor, o místico. Sí, poeta místico, pero sensual. Usted combine varios
ingredientes de manera que el joven esté hecho a la medida para seducir a una
mujer como Federa Fedorovna. ¿Me comprende? Juventud, apostura, sensibilidad
exacerbada, arrebatos religiosos, fantasías, sueños, crisis de llanto y mucho
sexo (recuerde la fama que tienen los rusos, inspírese en Rasputín, pero en un
Rasputín muy joven y muy guapo).
Como el belga, el muchacho ruso se sienta y mira fijo a
Fedora Fedorovna. Nicolás Nicolaievich, que es celoso (usted no), empieza a
cavilar. Y lo primero que se le ocurre es que Fedora Fedorovna y el muchacho ya
se conocían.
¿Qué es lo que le da esa pista? El hecho de que el joven
haya aparecido en la puerta del compartimiento con el semblante inconfundible
de quien ha estado buscando a alguien de vagón en vagón, de camarote en
camarote, y cuando lo encuentra cambia de cara, el gesto de ansiedad desaparece
y toma su lugar la típica expresión de quien ha encontrado lo que buscaba. ¿El
muchacho belga también le dio esa sensación, a usted? Usted nunca lo había pensado.
Lo pienso ahora. ¿Por qué ahora? Vamos, no sea fantasioso. ¿O se le contagió
de golpe la suspicacia de Nicolás Nicolaievich?
Más vale que se dedique a imaginar dónde y cuándo se
conocieron Fedora Fedorovna y el joven. En Varsovia. En Varsovia Nicolás
Nicolaievich había pasado largos ratos en el Casino de Nobles, jugando. Y
mientras tanto ¿qué hacía ella? Permanecía en el hotel o tomaba el té en casa
de amistades y de parientes. A lo menos eso es lo que se supone que hacía,
porque Nicolás Nicolaievich jamás la sometió a ningún interrogatorio. Dígame,
cuando usted volvía al hotel en Londres luego de mantener largas reuniones con
el editor y con el traductor, o de ir a la BBC, Verena lo esperaba en la
habitación, ya vestida para salir a comer en un restaurante o para presenciar
una fundón de ópera o de teatro. ¿Qué le decía que había hecho durante el día?
Pasear, visitar el British Museum, recorrer Carnaby Street. Usted le creía.
¿Ahora empieza a dudar? ¿A sospechar que durante algunos de sus paseos conoció
al muchacho belga? ¿Y por qué belga? ¿No podría ser inglés? Usted qué sabe,
Nicolás Nicolaievich no sospecha, como usted. Está
seguro. Seguro de que Fedora Fedorovna y el joven se conocieron en Varsovia, se
enamoraron, quizá se acostaron juntos, mientras él jugaba en el Casino. Que
usted, que no es celoso, haya dejado sola a Verena tantas horas, vaya y pase.
Pero ¿cómo se explica una imprudencia así en Nicolás Nicolaievich? Muy fácil.
Ese hombre torturado por los celos, acosado por el terror de que su mujer lo
abandone, no resiste más la incertidumbre y prefiere forzar adrede las
oportunidades de que ella, en efecto, lo engañe. No se trata de masoquismo sino
de un deseo desesperado de hacer estallar la realidad temida, la realidad
presentida. Ya se lo dije: la psicología rusa es compleja.
Cavilando, cavilando, Nicolás Nicolaievich da por cierto
un dato que usted no pensó: que el joven no subió al tren en una ciudad
intermedia, digamos Grodno (en su caso sería Lieja), sino en Varsovia. La
prueba: el guarda no ha venido a revisarle el billete del pasaje. Al muchacho
belga (o inglés) tampoco. Señal de que el joven estuvo aguardando en otro
vagón, en otro compartimiento desde que partieron de Varsovia (de Ostende).
Sólo después que dejaron atrás la dudad de Grodno (de Lieja), vino en busca de
Fedora Fedorovna. Conducta, si usted la analiza como la analizó Nicolás
Nicolaievich, muy lógica: Fedora Fedorovna y el muchacho habían convenido que
ella, durante el trayecto entre Varsovia y Grodno (entre Ostende y Lieja), le
diría a su marido la verdad, le revelaría poco a poco la historia de sus amores
con el muchacho. Luego descendería en la estación de Grodno (de Lieja) donde
también el joven se apearía para irse juntos a disfrutar de una nueva vida.
Al ver que Fedora Fedorovna no había descendido en la
estación de Grodno, el muchacho volvió a trepar al tren, la buscó, la encontró
en el compartimiento junto a Nicolás Nicolaievich, entró, se sentó y se puso a
mirarla con aquellos ojos hipnóticos. Era una manera de pedirle cuentas, de
conminarla a que se decidiese, una forma de recordarle el pacto que habían
hecho y de exigirle que lo cumpliese. ¿Ve? Por fin hemos dado con una
explicación razonable para el proceder del joven belga (o inglés). No insinuó
que Verena y el joven hubiesen proyectado descender en Lieja, ni que Verena se
arrepintió y que por eso él vino al camarote para rescatarla y llevársela con
él. Pero usted no me negará que, en plan de hallar algún motivo del extraño
comportamiento del muchacho, hemos encontrado una hipótesis lógica.
Ahora continuemos con las cavilaciones de Nicolás
Nicolaievich. Repasa la conducta de Fedora Fedorovna en el tren, antes de la
aparición del joven. ¿Usted recuerda que Verena estaba nerviosa y como
malhumorada? Contra su costumbre, se quejaba de todo y por todo: que en el tren
no había calefacción, que el paisaje la deprimía, que Bélgica era gris (como
si no lo fuese Londres, donde se había sentido tan a gusto). No miró por la
ventanilla ni una sola vez. ¿Me equivoco, o a cada rato echaba furtivas miradas
al Pasillo, como si temiese que alguien se introdujera en el compartimiento?
No, no me equivoco. Usted le dijo: “¿Tenés miedo de que vengan otros pasajeros
y nos arruinen el viaje en tren?". Ella no contestó. Todos estos
detalles, en la mente de Nicolás Nicolaievich, significan que Fedora Fedorovna
había estado luchando entre renunciar a su marido o renunciar al amor.
Apenas el joven belga (o inglés, decididamente tenía
fecha de inglés) entró en el camarote, Verena no habló más, no se movió más, se
decidió a mirar por la ventanilla ese paisaje del que un rato antes había dicho
que la deprimía. Sí, ya hemos convenido en que se sentiría incómoda, furiosa o
asustada. No era para menos. En cambio Nicolás Nicolaievich tiene otra versión.
Fedora Fedorovna se rehusa a mirar al joven porque le bastaría mirarlo para
sucumbir y arrojarse en sus brazos. Y entonces ocurriría una tragedia:
Nicolás Nicolaievich, extrayendo el revólver que oculta
bajo el abrigo de pieles, se suicidaría ahí mismo o los mataría a los dos. Por
eso Fedora Fedorovna no está inmóvil sino rígida, crispada. Simula contemplar
el paisaje con el rostro violentamente vuelto hacia la ventanilla, pero lo que
quiere es hacerle ver al muchacho que ella se ha arrepentido, que no lo
seguirá. Nicolás Nicolaievich descifra el mudo mensaje: Vete —le grita
Pedorovna al joven—, no nos veremos más. Y los ojos del muchacho le responden,
también a los gritos: ¿"Por qué, por qué? ¿Prefieres seguir viviendo al
lado de ese viejo?".
El resto del cuento se ajusta a la realidad: la llegada a
San Petersburgo (a Bruselas), la breve escena en el andén con Verena de
espaldas a las ventanillas del convoy (Nicolaievich piensa que Fedora
Fedorovna adrede se ha puesto de espaldas) y el joven, asomado, llorando y
mirando al marido. Y ahora el remate. El cuento necesita un remate. Digamos,
que Nicolás Nicolaievich no soporta más y de regreso en su palacete se suicida.
¿Demasiado melodramático? No crea. Sería melodramático en otro país, pero no en
Rusia.
¿Y ahora qué le ocurre, a usted? ¿Por qué no comienza de
una vez por todas a redactar el cuento? ¿Qué espera? Vaya, se le ha dado por
cavilar como Nicolás Nicolaievich. A la luz de los pensamientos de su
personaje, usted descubre ciertos indicios que entonces había pasado por alto
y que ahora le parece que encastran unos con otros. Por ejemplo, aquel acceso
de llanto que acometió a Verena en el hotel de Bruselas, un segundo después de
haber llegado desde la estación de ferrocarril. Usted se alarmó. Pero ella dijo
que era porque estaba cansada, porque extrañaba Bunos Aires, porque Bélgica era
terriblemente triste. ¿Fedora Fedorovna no lloraría, también ella, en el gélido
palacio de su marido, recordando al muchacho del que se acababa de separar para
siempre?
Claro que pronto Verena recuperó la serenidad. ¿No estaba
demasiado calma, casi una estatua? Como vacía por dentro. Pero hay algo en
IcPque, si usted tiene alguna sospecha, yo le daré la razón. Fíjese que nunca,
ni en Bruselas, ni en París, ni de regreso en Buenos Aires, hizo el menor
comentario respecto del episodio en el tren. ¿O me va a decir que no se percató
de cómo el muchacho la miraba? ¿No se percató y sin embargo se negó a apartar
los ojos de la ventanilla? Usted tampoco le comentó nada. Por discreción. Para
no revivir una escena que la había irritado. ¿De veras, por discreción? ¿No
sería que en el fondo usted tenía miedo de tocar el tema, de someterlo a
cualquier cotejo? ¿No prefirió, acaso de un modo inconsciente, silenciarlo,
olvidarlo? Porque resulta curioso que usted y Verena hayan contado todo lo que
les sucedió en Europa. Todo, menos la historia del muchacho que miró a Verena
durante media hora de reloj.
¿Qué dice? ¿Que Verena sería incapaz? ¿Incapaz de qué?
¿De abandonarlo? No me haga reír. Incapaz en el extranjero y con un
desconocido. Aquí, en su propio país, y con alguien a quien conozca bien, no
esté tan seguro. Por favor, no me venga con su teoría de que las mujeres
inteligentes como Verena sólo se sienten atraídas por hombres como usted.
Llega la hora fatal en que, hartas de abdómenes hinchados y de musculaturas
nacidas, se van detrás de un cuerpo duro y elástico que las llama desde la
irresistible tentación del sexo. El episodio del tren en Bélgica es un aviso.
Más tarde o más temprano, Verena descenderá en una estción intermedia y usted
continuará el viaje solo. Salvo que la extorsione como Nicolás Nicolaievich a
Fdora Fedorovna: con la amenaza del suicidio. De todos modos Nicolás
Nicolaievich se suicidó.
¿Así que, finalmente, no escribirá el cuento? Hace bien.
Verna lo leería. ¿Y cuál cree que sería su reacción? ¿Enfadarse porque usted
convirtió una anécdota inocente en una historia que la deja malparada? ¿Tomarlo
a broma? ¿No darse por aludida y fingir que ha olvidado aquel episodio, que no
advierte, en el cuento, su soporte real? Confiéselo: cualquiera que fuese la
actitud de Verena frente al cuento, usted sospecharía que se la dicta la mala
conciencia. De modo que hace bien: no escriba el cuento. Pero ¿quién lo
salvará, de ahora en adelante, de sufrir los celos que martirizaron al infeliz
Nicolás Nicolaievich?
Marco Denevi
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