LA INTERACCIÓN DE ENERGÍA EN EL HORIZONTE
La claridad del acomodador trajo un nuevo ímpetu a mi
recapitulación. Un nuevo humor reemplazó el anterior. Desde ese momento, empecé
a recordar sucesos de mi vida con una claridad enloquecedora. Era exactamente como
si una barrera hubiera sido construida dentro de mí, que me mantenía
rígidamente atado a recuerdos magros y borrosos, y el acomodador la había
derribado. Mi facultad para recordar, antes de ese suceso, había sido una vaga
manera de referirme a cosas que habían pasado, pero que casi siempre quería
olvidar. Básicamente, no tenía interés alguno en recordar nada de mi vida. En
verdad, no veía ningún valor en este ejercicio inútil de la recapitulación que
don Juan casi me había impuesto. Para mí, era una tarea que instantáneamente me
cansaba, y lo único que ganaba era darme cuenta de mi incapacidad para
concentrarme.
No obstante, yo había escrito obedientemente la listas de
personas y me había involucrado en un esfuerzo fortuito de cuasi recordar mis
interacciones con ellas. Mi falta de claridad en poder enfocarme en esas
personas no me disuadió. Cumplí lo que consideraba mi deber, a pesar de mis
verdaderos sentimientos. Con la práctica, la claridad de mis recuerdos mejoró
muchísimo a mi parecer. Podía, por así decirlo, descender sobre ciertos sucesos
claves con cierta agudeza a la vez pavorosa y gratificante. Sin embargo,
después de que don Juan me presentó con la idea del acomodador, el poder de mis
recuerdos se convirtió en algo que no tenía nombre.
El seguir mi lista de personas hizo que la recapitulación
fuera muy formal y exigente, tal como lo quería don Juan. Pero de vez en
cuando, algo en mí se soltaba, algo exigía que me enfocara en sucesos que no
tenían nada que ver con mi lista, sucesos cuya claridad era tan enloquecedora
que terminaba atrapado y sumergido en ellos, quizá más intensamente que durante
la experiencia misma. Cada vez que recapitulaba de esa manera, tenía un grado
de desapego que me permitía ver cosas que había descuidado cuando realmente
había estado de lleno en ellas.
La primera vez que el recuerdo de un suceso me sacudió
hasta los cimientos fue después de haber dado una conferencia en una
universidad de Oregón. Los estudiantes encargados de organizar la conferencia,
me llevaron a mí y a otro antropólogo amigo mío a una casa a pasar la noche.
Iba a hospedarme en un motel, pero insistieron en llevarnos a la casa para
nuestra mayor comodidad. Dijeron que estaba en el campo y que no había ruidos,
el lugar más tranquilo del mundo, sin teléfonos y sin posibilidad de contactos
con el mundo exterior. Yo, como el tonto que era, acepté ir con ellos. Don Juan
no sólo me había advertido ser siempre un ave solitaria, sino que había exigido
que observara su recomendación, algo que yo hacía la mayoría de las veces,
aunque en ocasiones la criatura gregaria que había en mí me dominaba.
El comité nos llevó a la casa de un profesor que estaba
en sabático, y que quedaba bastante lejos de la ciudad de Portland. Muy
rápidamente, encendieron las luces por dentro y por fuera de la casa, que de
hecho estaba sobre una colina rodeada de faros. Encendidas las luces, la casa
debe haber sido visible a una distancia de diez kilómetros.
El comité se fue tan rápido como pudo, algo que me
sorprendió porque pensaba que se quedarían a conversar. La casa era de madera,
en forma de «A», pequeña, pero muy bien construida. Tenía una sala enorme y un
entrepiso encima donde estaba el dormitorio. Justamente en el ángulo del marco
en forma de «A» había un crucifijo de tamaño natural que colgaba de una extraña
bisagra rotatoria, perforado en la cabeza. Era una vista bastante
impresionante, especialmente cuando el crucifijo rotaba, chirriando como si
necesitara aceite.
El baño de la casa era todo un espectáculo. Tenía
azulejos de espejo en el techo, sobre las paredes y sobre el piso y estaba
iluminado con una luz rojiza. No había manera de ir al baño sin verse desde
todos los ángulos posibles. Disfruté todas estas características de la casa; me
parecían estupendas.
Cuando llegó la hora de dormirme, sin embargo, me
encontré con un serio problema, pues había una sola cama angosta, dura,
monástica, y mi amigo antropólogo estaba a punto de caer enfermo de pulmonía,
resollando y escupiendo flemas cada vez que tosía. Se fue directamente a la cama
y se quedó seco. Busqué un rincón para dormirme. No encontraba ninguno. Esa
casa carecía totalmente de comodidades. Además hacía frío. El comité había
encendido las luces, pero no la calefacción. La busqué. Mi búsqueda fue inútil,
como lo fue también el tratar de encontrar el contacto para apagar los faros o
siquiera las luces de la casa. Los contactos estaban allí sobre las paredes,
pero parecían regidos por un contacto central. Las luces estaban encendidas y
no había manera de apagarlas.
El único rincón que encontré para dormir fue sobre un
tapete delgado, y la única cobija que había era la piel curtida de un
gigantesco perro lanudo francés. Evidentemente, había sido la mascota de la
casa y lo habían preservado. Tenía brillantes ojos negros y le colgaba la
lengua del hocico abierto. Puse la cabeza del perro sobre mis piernas. Me tenía
que tapar con la parte trasera, que me daba al cuello. La cabeza embalsamada
era como un duro objeto entre mis rodillas, lo que resultaba algo incómodo. Si
hubiera estado oscuro, podría haber aguantado. Recogí un montón de toallas de
mano y las usé como almohada. Usé la mayor cantidad posible de la mejor manera
que pude para cubrir la piel del animal. No pude pegar un ojo en toda la noche.
Fue entonces, recostado allí, mientras me maldecía por
haber sido tan bestia y no haber seguido las re-comendaciones de don Juan,
cuando experimenté el primer recuerdo enloquecedoramente claro de toda mi vida.
Me había acordado del suceso que don Juan llamó el acomodador con la misma
claridad, pero mi tendencia siempre había sido de semi dejar de lado lo que me pasaba
cuando estaba con don Juan, porque a mi parecer en su presencia todo era
posible. Sin embargo, esta vez estaba solo.
Años antes de haber conocido a don Juan, había trabajado
pintando anuncios para edificios. Mi jefe se llamaba Luigi Palma. Un día, Luigi
consiguió un contrato para pintar un anuncio en la pared trasera de un edificio
viejo, de venta y alquiler de fracs y trajes de novias. El dueño del edificio
quería atraer toda la clientela posible con un gran anuncio. Luigi iba a pintar
a la novia y al novio y yo iba a pintar el letrero. Fuimos al techo plano del
edificio y pusimos los andamios.
Sin razón aparente, yo me sentía bastante inquieto. Había
pintado docenas de anuncios en edificios altos. Luigi pensó que había empezado
a tener miedo a las alturas, pero que se me iba a pasar. Cuando llegó el
momento de empezar a trabajar, él bajó el andamio unos cuantos pies del techo,
y saltó sobre las tablas planas. Él se fue a un lado mientras yo me quedé al
otro para no vedarle el paso. Él era el artista.
Luigi comenzó a hacer alarde de su talento. Al pintar,
sus movimientos se volvieron tan irregulares y tan agitados que el andamio
comenzó a moverse de lado a lado. Me mareé. Quise regresar al techo con el
pretexto que necesitaba más pintura y otros trastos. Me agarré de la orilla de
la pared que bordeaba el techo y traté de levantarme, pero las puntas de los
pies se me metieron entre las tablas del andamio. Intenté liberar mis pies y a
la vez atraer el andamio hacia la pared; pero entre más tiraba, más alejaba el
andamio de la pared. En vez de ayudarme a desenredar los pies, Luigi se sentó y
se abrazó a las cuerdas que ataban el andamio al techo. Hizo la señal de la
cruz mientras me miraba horrorizado. Desde esa posición se arrodilló y,
sollozando, empezó a recitar el Padre Nuestro.
Me agarré de la orilla de la pared con todo lo que tenía;
lo que me dio la fuerza desesperada para aguantar fue la certeza de que si yo
me controlaba, podría evitar que el andamio se alejara más y más. No iba soltar
mi agarre y caer trece pisos a mi muerte. Luigi, compulsivo y dominante hasta
el final, me gritó en medio de sus lágrimas que debía rezar. Juró que los dos
íbamos a caer y a morir y lo único que nos quedaba era rezar por la salvación
de nuestras almas. Por un momento, reflexioné acerca de si valía la pena rezar.
Decidí gritar en vez. La gente en el edificio debe haber oído mis gritos, pues llamaron
a los bomberos. Con toda sinceridad, pensé que habían pasado apenas dos o tres
segundos desde que empecé a gritar, hasta que los bomberos subieron al techo,
agarraron a Luigi y a mí y aseguraron el andamio.
En realidad, yo había pasado veinte minutos colgado del
costado del edifico. Cuando los bomberos finalmente-te me subieron al techo,
perdí todo vestigio de control. Vomité sobre el piso duro del techo, mi
estómago re-vuelto de terror y del fétido olor de la brea derretida. Hacía
mucho calor; la brea entre las grietas de las hojas rasposas que cubrían el
techo se derretía con el calor. La experiencia había sido tan penosa que no
quería recordarla y terminé alucinando que los bomberos me habían metido en un
cuarto amarillo y acogedor; me habían acostado en una cama sumamente cómoda y
me había dormido plácidamente, en mis pijamas, libre de todo peligro.
El segundo recuerdo fue otra explosión de fuerza inconmensurable.
Estaba en amena conversación con un grupo de amigos, cuando de repente, y sin
razón alguna, se me fue el aliento bajo el impacto de un pensamiento, un
recuerdo vago por un instante y que se convirtió luego en una experiencia que
me absorbió por completo. Su fuerza fue tan intensa que tuve que excusarme para
retirarme un momento y estar a solas. Mis amigos parecieron comprender mi
reacción; se retiraron sin hacer comentario. Me estaba acordando de un
incidente que me había ocurrido el último año de la escuela preparatoria.
Mi compañero y yo, al caminar al colegio, solíamos pasar
delante de un enorme caserón con rejas de hierro negras de unos cinco metros de
altura que terminaban en afiladas puntas. Detrás de la reja había un enorme jardín,
verde y bien cuidado, y un perro, un gigantesco y feroz pastor alemán. Todos
los días fastidiábamos al perro y dejábamos que se nos abalanzara. Frenaba físicamente
al llegar a la reja de hierro, pero su furia parecía cruzarla y llegar hasta
nosotros. A mi amigo le encantaba entretener al perro diariamente en una
competencia de mente sobre materia. Se paraba a unos centímetros del hocico del
perro, el cual salía por las barras de la reja hasta extenderse unos ocho
centímetros a la calle, y le enseñaba los dientes, igual que el perro.
¡Entrégate!
¡Entrégate! gritaba mi amigo . ¡Obedece!
¡Obedece! ¡Yo soy más poderoso que tú!
Sus muestras diarias de proeza mental que duraban por lo
menos cinco minutos, nunca tuvieron efecto so-ver el perro, fuera de dejarlo
más fúrico que nunca. Mi amigo me aseguraba a diario, como parte de su rito,
que el perro o le iba a obedecer, o iba a morirse delante de nosotros de un
ataque cardíaco como resultado de su furia. Su convicción era tal, que yo creía
que el perro iba a morir en cualquier momento.
Una mañana, al llegar a la casa, el perro no estaba.
Esperamos un momento, pero no apareció; cuando lo vimos, estaba al final del
enorme jardín. Parecía estar muy ocupado, así es que empezamos a alejarnos. Por
el rabillo del ojo, vi que el perro venía hacia nosotros a toda velocidad. A
una distancia de cuatro o cinco metros de la reja, dio un salto. Estaba
segurísimo de que se iba a desgarrar la panza con las puntas de la reja. Pero
las evitó apenas y cayó en la calle como un costal de papas.
Por un momento, pensé que estaba muerto, pero sólo estaba
atontado. De pronto se levantó, y en vez de correr detrás del que lo había
enfurecido, vino tras de mí. Salté al techo de un auto, pero el auto no era
nada para ese perro. Saltó y casi se abalanzó encima de mí. Bajé y me trepé al
primer árbol que estaba a mi alcance, un arbolito tierno que apenas soportaba
mi peso. Estaba seguro de que lo iba a quebrar, de que caería y moriría
descuartizado en los dientes del perro.
Estaba casi fuera de su alcance en el árbol. Pero sal¬tó
otra vez, agarrándome del pantalón y rasgándola. Hasta llegó a sacarme sangre
en las nalgas con los dien¬tes. Pero al ver que estaba yo fuera de su alcance
encima del árbol, se fue. Corrió calle arriba, quizás en busca de mi amigo.
En el colegio, la enfermera me dijo que tenía que
pe¬dirle un certificado de vacuna contra la rabia al dueño del perro.
Tienes que
investigar esto me dijo en tono seve¬ro
. A lo mejor ya te contagiaste. Si el dueño se niega a mostrarte el certificado
de vacuna, tienes derecho a acu¬dir a la policía.
Hablé con el mayordomo de la casa donde vivía el perro.
Me acusó de haber atraído al perro a la calle, un perro de raza de gran valor.
¡Ten cuidado,
muchacho! me dijo enojado . El perro se
extravió. El dueño te va meter a la cárcel si nos sigues dando lata.
Pero a lo mejor
tengo rabia le dije en una voz
sinceramente aterrada.
¡Me vale mierda
que te haya dado plaga bubónica! me
gritó . ¡Vete al carajo!
Llamo a la
policía le dije.
Llama a quien
quieras me contestó . Si llamas a la
policía, los volvemos contra ti. En esta casa pode¬mos hacer lo que nos dé la
gana.
Le creí y le mentí a la enfermera diciéndole que el perro
andaba perdido y que no tenía dueño.
¡Ay, Dios
mío! exclamó . Prepárate para lo peor.
Lo más probable es que tenga que mandarte con el médico.
Me dio una larga lista de síntomas que podían
mani¬festarse. Me dijo además que las inyecciones contra la rabia eran
extremadamente dolorosas y que se adminis¬traban subcutáneamente en la región
abdominal.
No se lo desearía
a mi peor enemigo dijo, hundiéndome en
una horrible pesadilla.
Lo que siguió fue mi primera depresión verdadera. Me
quedé en cama, sintiendo cada uno de los síntomas que me había enumerado la
enfermera. Terminé por ir a la enfermería para rogarle a esa mujer que me
hiciera el tratamiento, por muy doloroso que fuera. Hice un escándalo. Me puse
histérico. No tenía rabia, pero había perdido todo dominio sobre mí mismo.
Le conté a don Juan mis dos recuerdos con todos los
detalles, sin omitir nada. No hizo ningún comentario. Inclinó la cabeza
afirmativamente un par de veces.
En ambos
recuerdos, don Juan dije, sintiendo en
mí mismo la urgencia con la que hablaba , estaba totalmente histérico. Me
temblaba el cuerpo. Tenía náusea. No quiero decir que era como si estuviera
viviendo la experiencia, porque no es verdad. Estaba dentro de las experiencias
mismas, las dos veces. Y cuando ya no pude soportarlo, salté a mi vida de
ahora. Para mí, ése fue un salto hacia el futuro. Tuve el poder de pasar sobre
el tiempo. Mi salto hacia el pasado no fue súbito; el suceso se desenvolvió
lentamente tal como sucede con los recuerdos. Fue al final que sí salté de
pronto hacia el futuro: mi vida de ahora.
Algo en ti ha
empezado a desmoronarse, no cabe duda
dijo finalmente . Se ha estado desmoronando todo este tiempo, pero se
reponía muy pronto cada vez que le fallaban las bases que lo sostenían. Mi
sensación es que ya se está desmoronando totalmente.
Después de otro largo silencio, don Juan explicó que los
chamanes del México antiguo creían, como ya me había dicho, que tenemos dos
mentes y que sólo una de ellas es la nuestra. Yo siempre había comprendido que
nuestras mentes tenían dos partes, y que una de ellas se mantenía en silencio
porque la fuerza de la otra parte le negaba poder expresarse. Fuera lo que
dijera don Juan, siempre lo había tomado como un medio metafórico para quizás
explicar el dominio aparente del hemisferio izquierdo del cerebro sobre el
derecho, o algo por el estilo.
La recapitulación
contiene una opción secreta dijo don Juan . Tal como te dije que la muerte
contiene una opción secreta, una opción que sólo los chamanes utilizan. En el
caso de la muerte, la opción secreta es que los seres humanos pueden retener su
fuerza vital y renunciar solamente a su consciencia, el resultado de sus vidas.
En el caso de la recapitulación, la opción secreta que sólo los chamanes eligen
es la de acrecentar sus verdaderas mentes.
»La inquietante memoria de tus recuerdos prosiguió
sólo puede venir de tu mente verdadera. La otra mente que todos tenemos
y compartimos es, diría yo, un modelo barato; económico, de igual tamaño para todos.
Pero éste es un tema para más tarde. Lo que ahora tenemos delante es el
principio de una fuerza desintegraste. Pero no es una fuerza que te está
desintegrando, no quiero decir eso. Está desintegrando lo que los chamanes
llaman la instalación foránea que existe en ti y en cada ser humano. El efecto
de la fuerza que se te viene encima, que está desintegrando la instalación
foránea, es que saca a los chamanes de su sintaxis.
Había estado atento a lo que me decía don Juan, pero no
podía decir que lo hubiera comprendido. Por alguna extraña razón, para mí tan
desconocida como la causa de mis vivas memorias, no pude hacerle ninguna
pregunta.
Comprendo lo
difícil que es para ti dijo don Juan de
pronto el tener que lidiar con esta
faceta de tu vida. Todos los chamanes que conozco han pasado por esto. Al
experimentarlo, los machos sufren infinitamente más daño que las hembras.
Supongo porque la mujer es por naturaleza más duradera. Los chamanes del México
antiguo, actuando en grupo, hicieron lo posible por sostener el impacto de esta
fuerza desintégrate. Hoy día, no tenemos los medios para actuar en grupo, así
es que tenemos que fortalecernos para enfrentar a solas la fuerza que nos va a
llevar más allá del lenguaje, porque no hay otra manera adecuada para describir
lo que está pasando.
Don Juan tenía razón porque en verdad no podía explicar o
no encontraba manera de describir los efectos de esos recuerdos sobre mí. Don
Juan me había dicho que los chamanes se enfrentan a lo desconocido a través de
los incidentes más banales que se pueda uno imaginar. Cuando se enfrentan a
ello y no pueden interpretar lo que están percibiendo, tienen que apoyarse en
un recurso exterior para saber por dónde ir. Don Juan llamaba a ese recurso el
infinito, o la voz del espíritu, y había dicho que si los chamanes no se
esfuerzan por ser racionales con algo que no puede ser racionalizado, el espíritu
les dice lo que ocurre, sin falla.
Don Juan me guio a aceptar la idea de que el infinito era
una fuerza que tenía voz y que estaba consciente de sí misma. A consecuencia,
me había preparado para estar atento a esa voz y siempre actuar con eficacia,
pero sin antecedentes, usando cuanto menos posible el apoyo del «a priori».
Esperé impacientemente a que la voz del espíritu me dijera el sentido de mis
memorias, pero no pasó nada.
Estaba en una librería un día cuando una joven me
reconoció y se acercó para hablar conmigo. Era alta y delgada y tenía la voz
insegura de una nena. Estaba tratando de hacerla sentir cómoda cuando de pronto
me acosó un cambio energético instantáneo. Era como si una alarma se hubiera
encendido dentro de mí, y sin ninguna volición de mi parte, tal como había
sucedido antes, recordé otro suceso de mi vida que había olvida-do por
completo. La memoria de la casa de mis abuelos me inundó. Era una avalancha
intensa y devastadora, y otra vez tuve que meterme en un rincón. Me sacudía el
cuerpo como si me hubiera resfriado.
Debo de haber tenido ocho años. Mi abuelo me estaba hablando.
Había comenzado por decir que era su mayor obligación decirme las cosas tal
como eran. Tenía dos primos de mi misma edad: Alfredo y Luis. Mi abuelo
insistió, despiadadamente, que le admitiera que mi primo Alfredo era
verdaderamente bello. En mi visión, oía la voz rasposa y contenida de mi
abuelo.
Alfredo no
necesita ninguna presentación me había
dicho en aquella ocasión . Con sólo estar presente, se le abren las puertas
porque todos practican el culto de la belleza. A todos les gusta la gente bella.
Los envidian, pero siempre los buscan. Créemelo. Yo soy guapo, ¿no te parece?
Estaba totalmente de acuerdo con mi abuelo. Era
ciertamente un hombre guapo, de huesos finos, de alegres ojos azules, de
facciones exquisitas y de pómulos elegantes. Todo en su semblante estaba en
perfecto equilibrio: su nariz, su boca, sus ojos, su mentón puntiagudo. Tenía
pelo rubio que le salía por las orejas, característica que le daba un aire de
duende. Sabía todo acerca de sí mismo y explotaba sus dotes al máximo. Las mujeres
lo adoraban; primero, según él, por su belleza, y segundo, porque no lo veían
como una amenaza. Desde luego, él se aprovechaba de todo esto al máximo.
Tu primo Alfredo
es un campeón siguió mi abuelo ; nunca
va a tener que entrar en una fiesta a la fuerza porque siempre será el primero
en la lista de invitados. ¿Te has fijado cómo se para la gente en la calle a
contemplarlo y cómo lo quieren tocar? Es tan bello que temo que va a salir un
idiota, pero eso es otra historia. Diremos que es el idiota más bienvenido que
has conocido.
Mi abuelo comparó a mi primo Luis con Alfredo. Dijo que
Luis era feíto y un poco tonto, pero que tenía un corazón de oro. Y luego
empezó conmigo.
Si vamos a seguir
con nuestra explicación continuó ,
tienes que admitir con toda sinceridad que Alfredo es bello y Luis es bueno.
Ahora, a lo que viene a ti, tú no eres ni bello ni bueno. Eres un verdadero
hijo de puta. Nadie te va a invitar a la fiesta, vas a tener que meterte a la
fuerza. Tienes que acostumbrarte a la idea de que si quieres estar en la
fiesta, tiene que ser a la fuerza. Las puertas nunca se te van a abrir como se
le abren a Alfredo por ser bello y a Luis por ser bueno, así es que vas a tener
que entrar por la ventana.
Su análisis de sus tres nietos era tan acertado que me
hizo llorar por la finalidad de lo que había dicho. Cuanto más lloraba, más
contento estaba él. Terminó el caso con una advertencia de lo más perjudicial.
No hay por qué
sentirse mal dijo porque no hay nada más excitante que entrar
por la ventana. Para hacerlo, tienes que ser listo y atento. Tienes que vigilar
por todos lados y estar preparado para pasar por humillaciones interminables.
»Si tienes que entrar por la ventana siguió , es porque de seguro no estás en la
lista de invitados; tu presencia no es bienvenida, así es que tienes que
trabajar como una bestia para quedarte. La única manera que conozco es
poseyendo a todos. ¡Grita! ¡Exige! ¡Aconseja! ¡Déjales saber que eres tú el que
manda! ¿Cómo te pueden echar si eres tú el que manda?
El recuerdo de esta escena me conmovió profundamente.
Había enterrado este incidente tan a fondo que lo había olvidado por completo.
Lo que sí recordaba siempre sin embargo, era su advertencia de siempre ser el
que manda, que me debe haber repetido año tras año una y otra vez.
No tuve oportunidad de examinar este suceso o reflexionar
sobre el asunto, porque otro recuerdo olvidado salió a la superficie. En él,
estaba con la chica con la que me iba a casar. En aquel entonces, los dos
estábamos ahorrando para casarnos y tener nuestra propia casa. Me oí
exigiéndole que teníamos que tener una cuenta bancaria juntos; no podía ser de
otra manera. Sentía la necesidad de echarle un discurso sobre la frugalidad. Me
oí diciéndole dónde debía hacer sus compras de ropa, y cuánto debía pagar como
máximo.
Luego me vi dándole lecciones de conducir a su hermana
menor y alocándome cuando me dijo que pensaba salirse de la casa de sus padres.
La amenacé con acabar con las lecciones. Empezó a llorar, confesando que tenía
un amorío con su jefe. Salté del auto y empecé a dar de patadas contra la
puerta.
Pero no era todo. Me oí diciéndole al padre de mi novia
que no se mudara a Oregón, donde pensaba irse. A grito pelado le dije que era
una estupidez. De veras creía que mis razonamientos eran certeros. Le presenté
cifras para demostrar las pérdidas que iba a sufrir y que había calculado yo
meticulosamente. Al no hacerme caso, golpeé la puerta y me salí, temblando de rabia.
Encontré a mi novia en la sala, tocando la guitarra. La agarré de las manos,
gritándole que abrazaba la guitarra en vez de tocarla como si fuera más que un
simple objeto.
El afán de imponer mi voluntad se extendía sobre todo. No
hacía yo distinciones; no importaba quién es-tuviera cerca de mí, estaban allí
para que los poseyera y amoldara según mis caprichos.
Ya no tuve que sopesar el significado de mis visiones tan
vivas. Porque una incontrovertible certeza me invadió como si viniera de
afuera. Me dijo que mi flaqueza era la idea de tener que ocupar la mesa del
director en todo momento. El concepto de que era yo el que mandaba, y que
además debía dominar cualquier situación, estaba arraigadísimo en mí. La forma
en que me habían criado sólo sirvió para reforzar este impulso, que al
principio debe haber sido arbitrario, pero que ya en mi madurez se convirtió en
necesidad.
Era consciente sin duda alguna de que lo que se jugaba
era el infinito. Don Juan lo había descrito como una fuerza consciente que
deliberadamente interviene en la vida de un chamán. Y ahora estaba
interviniendo en la mía. Supe que el infinito me estaba señalando, a través de
las memorias vivas de esas experiencias olvidadas, la intensidad y la
profundidad de mi impulso de dominación, y de esa manera estaba preparándome
para algo trascendental. Supe además, con una certeza aterrorizadora, que algo
me iba a vedar la posibilidad de tener domino sobre eso, y que necesitaba más
que nada la sobriedad, la fluidez y el abandono para poder enfrentarme a lo que
venía.
Desde luego, le dije todo esto a don Juan, ampliándolo
gustosamente con mi inspirada perspicacia y mis especulaciones sobre el posible
significado de mis recuerdos.
Don Juan se rio, demostrando su buen humor.
Todo esto es
exageración psicológica de tu parte, puras ilusiones -dijo Como siempre, estás buscando explicaciones
bajo las premisas lineales de causa y efecto. Cada uno de tus recuerdos se
vuelve más y más vivo, y más y más enloquecedor para ti, porque como ya te
dije, has entrado en un proceso irreversible. Está emergiendo tu mente
verdadera, despertando de un estado letárgico de toda una vida.
El infinito te
está reclamando como propio continuó .
No importe lo que utilice para señalarte eso, no tiene otra razón, otra causa,
otro valor que eso. Lo que debes hacer, sin embargo, es prepararte para el ataque
violento del infinito. Debes estar en un estado de continuo desvelo, afirmado
para recibir un golpe de enorme magnitud. Ésa es la manera sobria y cuerda en
que los chamanes se enfrentan al infinito.
Las palabras de don Juan me dejaron con un sabor amargo
en la boca. En verdad, sentía que esa fuerza venía sobre mí y me llenaba de
temor. Como había pasado mi vida entera escondido detrás de alguna actividad
superflua, me hundí en mi trabajo. Presenté conferencias en los cursos que
dictaban mis amigos en varias universidades por el sur de California. Escribí
prolíficamente. Puedo afirmar que tiré docenas de manuscritos a la basura
porque no cumplían con un requisito indispensable que me había descrito don
Juan, que lo hacía aceptable para el infinito.
Me había dicho que todo lo que hacía tenía que ser un
acto de brujería. Un acto libre de expectativas intrusas, temores al rechazo,
ilusiones de éxito. Libre del culto del yo; todo lo que hacía tenía que ser al
momento, un acto de magia en que me abría libremente a los impulsos del
infinito.
Una noche, me encontraba sentado en mi escritorio
preparándome para escribir, como lo hacía a diario. Sentí de pronto un vahído.
Pensé que acaso me sentía mareado porque me había levantado demasiado pronto
del colchón donde hacía mis ejercicios. Se me nubló la vista. Vi puntitos
amarillos. Creí que me iba a desmayar. Empeoré. Había una enorme mancha roja
delante de mí. Empecé a respirar profundamente, tratando de tranquilizar la
agitación que causaba la distorsión visual. Entré en un silencio extraordinario
a tal extremo, que me sentí rodeado de un negrura impenetrable. Me vino la idea
de que me había desmayado. Pero podía sentir la silla, el escritorio; tenía
conciencia de todo a mi alrededor, desde la negrura que me rodeaba.
Don Juan había dicho que los chamanes de su linaje
consideraban que uno de los resultados más codicia-dos del silencio interno era
una interacción específica de energía que siempre se anuncia con una profunda emoción.
Él sentía que mis recuerdos eran medios para agitarme al extremo de poder
experimentar esa interacción. Tal interacción se manifestaba a través de
matices que se proyectaban en el horizonte del mundo de la vida cotidiana,
fuera una montaña, el cielo, una muralla, o simplemente la palma de la mano. Me
había explicado que esta interacción empieza con la apariencia de una tenue
pincelada color lavanda, sobre el horizonte. Con el tiempo, la pincelada
lavanda se expande hasta que cubre el horizonte visible, como las nubes de una
tormenta que avanza.
Me aseguró que se ve un punto rojizo, de un peculiar y
rico color granate, como si hiciera explosión dentro de las nubes color
lavanda. Afirmó que al adquirir mayor disciplina y experiencia los chamanes, el
punto color granate se expande y finalmente estalla en pensamientos o visiones,
o en el caso de un hombre de letras, en palabras escritas; los chamanes o bien
ven visiones engendradas por la energía, oyen pensamientos a través de palabras
habladas, o leen palabras escritas.
Esa noche allí delante de mi escritorio, no vi ninguna
pincelada lavanda ni vi nubes que avanzaban. Estaba seguro de no tener la
disciplina que requieren los chamanes para tal interacción de energía, pero sí
tenía una enorme mancha color granate delante de mí. Esta enorme mancha, sin
ningún preámbulo, estalló en palabras desasociadas que leí como si salieran de
una máquina de escribir sobre una hoja de papel. Se movían con una rapidez tan
exagerada delante de mí que me era imposible leer nada. Entonces oí que una voz
me explicaba algo. Otra vez, el ritmo de la voz no cuadraba con mi oído. Las
palabras se confundían, haciendo imposible el escuchar algo sensato.
Como si no bastara, empecé a ver escenas de ésas
provocadas por el hígado, como las que se sueñan después de haber comido muy
pesado. Eran barrocas, oscuras, siniestras. Empecé a girar hasta que me dio náusea.
Allí terminó todo. Sentía el efecto de todo lo que me había pasado en cada
músculo de mi cuerpo. Estaba rendido. Esta intervención violenta me había
dejado frustrado y colérico.
Fui corriendo a casa de don Juan para contarle lo sucedido.
Sentía que necesitaba de su ayuda más que nunca.
La brujería y los
chamanes no son gentiles comentó don
Juan después de oír mi relato . Ésta es la primera vez que desciende el
infinito sobre ti de tal manera. Fue como un asalto. Fue una toma de posesión total
de tus facultades. Con respecto a la velocidad de tus visiones, tú mismo
tendrás que ajustarla. Para algunos chamanes, es trabajo de toda una vida.
Desde ahora en adelante, la energía va a aparecer delante de ti, como si
estuviera proyectada sobre una pantalla de cine.
»Que entiendas o no la proyección siguió , es otra cosa. Para interpretarla con
precisión, necesitarás experiencia. Mi recomendación es que no seas tímido y
que empieces ahora mismo. ¡Lee la energía sobre la pared! Está emergiendo tu
verdadera mente y no tiene nada que ver con la mente que es una instalación
foránea. Deja que tu mente verdadera se ajuste a la velocidad. Manténte en
silencio y no te preocupes, pase lo que pase.
Pero, don Juan,
¿es posible todo esto? ¿Puede uno leer la energía como si fuera texto? le pregunté, abrumado por la idea.
¡Claro que es
posible! me contestó . En tu caso, no
sólo es posible, sino que te está ocurriendo, ¿no?
Pero, ¿por qué
leerla como si fuera texto? insistí,
aunque era una insistencia retórica.
Es afectación de
tu parte me dijo . Si leyeras el texto,
lo podrías repetir a la letra. Pero, si trataras de ser un espectador del
infinito en vez de un lector del infinito, te darías cuenta de que no podrías
describir lo que estás mirando, y terminarías diciendo babosadas, incapaz de
verbalizar lo que atestiguas. Lo mismo si trataras de oírlo. Esto, desde luego,
es específicamente para ti. De todos modos, el infinito escoge. El guerrero
viajero simplemente cede a su selección.
»Pero ante todo
añadió después de una pausa premeditada, no te abrumes por el suceso
porque no puedes describirlo. Es un suceso más allá de la sintaxis de nuestro
lenguaje.
Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito
(1998)