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5 de abril de 2016

Deja las letras ... Juan L. Ortiz

Deja las letras ...


Deja las letras y deja la ciudad...
Vamos a buscar, amigo, a la virgen del aire...
Yo sé que nos espera tras de aquellas colinas
en la azucena del azul...
Yo quiero ser, amigo,
uno, el más mínimo, de sus sentimientos de cristal…
o mejor, uno, el más ligero, de sus latidos de perfume…
No estás tú también
un poco sucio de letras y un poco sucio de ciudad?

Sigue, sigue, por entre la bencina, sobre la lisa pesadilla
de las calles extremas, hacia la gracia de las huellas...
Ay, la ternura de Octubre, a las nueve,
ya hace, por aquí, flotar a la pesadilla
en celeste de agua...
Pero derivemos rápido, del lado de los caminos del rocío,
invisible, casi, lo adivino, en el seno mismo de la luz...
Sentémonos, mi amigo, entre estas niñas rubias
que suben y bajan, altas, por unas orillas de jardín,
apoyadas, contra los cercos, sobre un rumor de enredaderas...
El sol ha bebido sus propias perlas
y hay apenas de ellas una memoria por secarse...
No temas, no temas, y mira, mira hasta las islas...
Viste alguna vez la melodía de los brillos?
La viste ondular, todavía de gasa,
desde tus pies al cielo, sobre el río?
Oh, la misma ciudad, a lo lejos, es una música blanca
con unos silencios amatistas...
Y ahora, ahora, torna la vista alrededor…
Saluda como un aura a estas humildes gracias de miel,
capaces, sin embargo, de atraer hacia sí
a las abejas todas del día
y de volver de margaritas a la melancolía más flotante…
No las sientes curvarse bajo un amor transparente
en un hálito de alas?
O es sólo la cortesía más misteriosa
entre esa que inclina, alternadamente, a los otros finos tallos,
ante algo que al parecer es la respiración de un dios?
Saluda, también, a sus vecinas menos subidas y más pálidas:
qué delicadísimo sueño de amapolillas más pálidas,
sobre un rastreo de tases, serpentino?
Y a las apenas malvas, medio escondidas entre las espiguitas:
pétalos de alba, a su pesar, con sus secretos amarillos...
Y a las apenas níveas, por bordadas, del país de Liliput,
pero que visten, igual que a una novia, a toda la gramilla...
Y ah, a las más sin nombre que se van
con los alambres libres
en una fuga preciosa de piedritas...
Y al trébol de allí, loco de verde, y miniado de sol,
increiblemente miniado de sol en primores casi íntimos
pero que extenúan a la brisa...
Y a las verbenillas, por cierto, de aquí:
oh, la más dulce sangre labrada por los misterios
para los misterios de las hierbas.. .
Y a estos emblemas de llama, perdidos de los trigos
mas que blasonan, del mismo modo, todo el aire...
Y a esos recuerdos de la luna,
aparecidos de seda, ay, en una vigilia de espejo
que se busca, a su vez, en su infinito todavía…
Pero no olvidemos, mi amigo,
a las esbeltas criaturas que arden el azul, allá,
delante no se sabe qué sacramento etéreo:
no olvidemos, mi amigo, a las criaturas de los cardos...
Ni olvidemos a aquéllas que ya parecen abisales
con su “pasión” de cielo sobre el susurro trepador:
rêveries de qué abismo hacia otro abismo las de mburucuyá?
Y no habremos comprendido, es cierto, a todas. ..
Cómo abrazar, mi amigo, a estas miríadas del beso
que van estrellando, se diría, todos los minutos
con todos los pétalos y todos los fuegos del suspiro?

Y si nos corriéramos hasta el arroyito del otro lado de la loma?
Allí, lo veo, las redes hondas sin bautizo
con su penumbra colgada y su casi vía láctea de jazmines
sobre una huida de vidrios, poco menos que nocturna,
con las navecillas de cita. ..
Y los laberintos de los taludes, aún con su sin fin
de pequeñísimas miradas en los iris más inéditos,
dando no sé qué números de no sé qué otra noche
o qué mareo de gemas entre unos miedos de crepúsculo…

Mas no oyes al silencio, ahora, mi amigo?
Qué ave de diamante, di, sobre la línea del sueño,
se deshace dulcemente?
O qué llamado para el sacrificio, di
de campanillas de humo?
Oh, todo dorado de misivas sobre las alas del azar
es el mismo amor que no teme perderse
como la propia gracia ya, libre, sobre su propio cielo de
corolas…
Y no oyes en este momento, di, al silencio o al amor más allá
de las lianas que tejiera para vencer su abismo,
asumiendo justamente la muerte con los modos de un espíritu?
Sí, en los amantes invisibles está asimismo la otra flor
o el otro lado de esa flor,
llama, serena llama, que viviría de su sombra...
Dónde, entonces, aquí, nuestras debilidades hechas dioses?
Aquí, lo que llamamos “horror”, o lo que llamamos
“amenaza”,
sonriendo desde la semilla, se diría,
o equilibrando a las mariposas, si quieres,
con un frío que nos duele, es cierto, en lo uno de la sangre...
Pero aquí también enfrentando a lo innombrable,
algo como los honores de un ángel...

Mas es en nosotros, mi amigo, que la agonía es dividida,
terriblemente dividida, y expedida a la ventura...
Y aquella música blanca con unos silencios de jacarandaes?
Allí y aquí, a la vez, la condena “de la rueda”,
desde las madres del río y desde las madres de las zanjas...

Y aquí, ay, asimismo, lo que vinimos a buscar..
Si el lirio da a los precipicios, qué le vamos a hacer?
Hay que perder a veces “la ciudad” y hay que perder a veces
“las letras”
para reencontrarlas sobre el vértigo, más puras
en las relaciones de los orígenes...
O más ligeras, si prefieres, como en ese domingo
y en esa fantasía que serán...
Hay que perder los vestidos y hay que perder la misma identidad
para que el poema, deseablemente anónimo,
siga a la florecilla que no firma, no, su perfección
en la armonía que la excede...
O para ser el arpa de Lungmen
eligiendo ella sola los temas de su música,
lejos de los tañedores que se cantan a sí mismos
o que no oyen con los suyos a los recuerdos de las ramas
ni lo que dice el viento…
ni menos ven lo que el viento, por ahí, pone de pie. ..
Y aquí, además, las rimas entre los escalofríos de las briznas,
con los hilos temblando, siempre más allá de nuestra luz..
Y el rostro de Ella no escrito,
oh, recién nacido, con unos signos por hallar
y que serán, oh amigo, los que han de llevarte hasta su esencia
como las mismas, las mismas letras de tu alma...
Pero la viste a Ella,
amaneciendo aquí, Ella, de la espuma de las matas,
Venus de las colinas. Ella, sobre un flujo de jardín,
virgen profunda ésta toda aún de cabellos?


Juan L Ortiz

4 de abril de 2016

Vacas, Baldomero Fernández Moreno,

Vacas

De pronto, en el silencio de la noche,
se alzó un rumor lejano y temeroso
y el camino que corre frente a casa
sonó de viento y se encrespó de ola.
Era una larga tropa de ganado,
cientos de vacas las testuces bajas,
desgarrando las sombras con los cuernos,
midriásticas de espanto las pupilas,
deshechas con la helada las pezuñas,
dolientes de mugidos maternales.
Era una larga tropa de ganado,
flanqueada de fantásticos jinetes,
apretada a pechazos en la huella,
erizada de gritos primitivos,
toda alada de ponchos.
Y se perdió el rumor camino abajo.
Mañana un hombre desde un carricoche
en el local sonoro de la feria
al enérgico golpe de un martillo
que hace al sol un relámpago de plata,
indiferente os venderá, vaquitas,
y resignadas partiréis de nuevo
tal vez hacia la muerte.



Baldomero Fernández Moreno

3 de abril de 2016

Última, Baldomero Fernández Moreno,

Última

Quisiérame yo olvidar
de todo lo que viví,
de cuanta cosa escribí,
para volver a empezar.
Y entonces balbucear
una canción nunca oída,
primordial, indefinida,
inocente, incoercible,
y sin título posible...

Pero se acaba la vida.

Baldomero Fernández Moreno

2 de abril de 2016

Tren, Baldomero Fernández Moreno,

Tren

Desde la ventanilla que zumba como un ala,
a derecha y a izquierda, la mirada se pierde
sobre un monte retuerto de caldén y de tala.
Una mancha de arena, otra mancha de verde,
y cada tantas leguas, el monótono andén
de una estación igual que la estación pasada.
Un nombre primitivo suena bastante bien:
Hucal, Guatraché, Realicó, Quetrequén...

Y un enorme gendarme con la cara tostada.

Baldomero Fernández Moreno

1 de abril de 2016

31 de marzo de 2016

La casa del Virrey, Baldomero Fernández Moreno

La casa del Virrey

No quiero marearme con más conversaciones,
doy por averiguado que aquí vivió el Virrey;
ya le estoy viendo todo veneras y galones,
camino de la iglesia, seguido de la grey.
Caserón con aspecto bronco de fortaleza,
pluma ha de ser el sueño debajo de tu techo.
Tres siglos han pulido casi toda tu aspereza,

la piedra se hace musgo y la cal se hace helecho.

Baldomero Fernández Moreno

30 de marzo de 2016

Las dos camisas, Baldomero Fernández Moreno

Las dos camisas

Yo tenía dos camisas,
una roja y otra azul.
"Cefir extra, colores firmes."
Esto es un lugar común.
Un pariente maligno que tengo
se reía de mí.
De mi camisa azul, de mi camisa roja,
de mis camisas de cefir.
De tanto lavarlas y plancharlas
se han empezado a desteñir.
Hoy ya no tengo más que una camisa:

una pobre camisa gris.

Baldomero Fernández Moreno

29 de marzo de 2016

La noche, Baldomero Fernández Moreno

La noche

Así cierra la noche sobre la pampa ingente.
Es un ojo violeta, muy grande, que se apaga
y que se pone lóbrego, profundo, de repente,
como a la orden suave de la brisa que vaga.
Es la noche, que aprieta como en un puño oscuro,
élitros, plumas, crines, huevecillos y granos,
todo lo que está lleno de presente y futuro.
Es cuestión de esperar hasta mañana, hermanos.
Buscad la noche ahora, buscadla si es posible,
una vez que ha trozado las solares cadenas.
En otras latitudes algo será tangible,
acaso un campanario, tal vez unas almenas.
La noche entre nosotros es lo sombrío enorme,
sin ruido de torrentes ni canto en la taberna.
Es la negrura virgen en un bloque uniforme,

es el pedazo criollo de la tiniebla eterna.

Baldomero Fernández Moreno

28 de marzo de 2016

Sin pena en la palabra, Osvaldo Guevara

Osvaldo Guevara
De Sin pena en la palabra, Edición de Autor (Código Gráfico), Villa Dolores, Córdoba, Argentina, 2007

27 de marzo de 2016

Poema americano (dedicado a Ernesto Guevara), Osvaldo Guevara

POEMA AMERICANO (dedicado a Ernesto Guevara)

Comandante: entre verdes te tumbaron la sombra
pero tu luz, cantando, trepó al viento de América.
Como te despeinó una bota la barba
y en las fotografías mirabas con fijeza,
circuló la noticia de que te habías muerto
pobre de ellos- y entonces hubo saltos de fiesta.
Un gerente se puso a ensartar mariposas,
un general sonrió de reojo a su "sirvienta",
en Wall Street los dólares bailaron como hoyuelos,
algún ejecutivo te deletreó tu nombre en su agenda,
los que flamean látigos, dulcemente besaron
sus nudos, como un sátiro que olfateara una trenza,
un marine volvió la cabeza hacia Cuba
y con ojos nostálgicos le palpó las caderas
y en Vietnam, un teniente, festejando, él solito,
entre llamas de arroz se despachó una aldea.
Se quedaron tan locos con tu mente oficial
que aún no te ven algunos, aun viéndote de cerca.
Yo que soy para muchos un tipo macanudo,
no quiero mal a nadie, cuido una gata vieja,
doy mi asiento a mujeres con niños en los brazos,
prolijamente pago mis cuotas en las tiendas,
compadezco a los chicos descalzos, si manejo
vigilo los "silencio, hospital", "despacio, escuela",
arrojo los papeles en esos recipientes
que la decencia urbana a puesto en las veredas,
los domingos con sol hasta pinto una silla
o les traigo a los míos un postre por sorpresa;
yo que soy comandante, un ciudadano probo,
que me limpio los dientes, me aliso la conciencia,
y en la mesa de bar decía: -el país no anda-,
me inquieto últimamente cuando tu nombre truena.
Me pregunto si todo se lava con jabón,
siento ante un empresario una huraña molestia,
paso a la defensiva frente a la Jefatura,
a los parientes ricos no mando más tarjetas...
Total: que esta mañana me asaltaste los versos
y me desparramaste la barba en un poema.
Tenía que nombrarte, Ernesto Che Guevara
y escucharte en las manos fluir como una piedra
para romper los vidrios de las ruinas lujosas
y a una lámpara pública darle entre ceja y ceja.
Que en mis dedos se alarguen dedos que te cortaron.
Hay que estrujar tu luz sobre el dolor de América.
Esa luz que saltó de tu sombra acostada
y voló entre los bizcos balazos de la selva
y que hoy toca la sangre con sus alas calientes
para que no se seque, para que humee y hierva.
COMANDANTE: estos versos, claro, te quedan chicos,
pero gritándolos tengo menos vergüenza.

Osvaldo Guevara 

Del libro "Para que me entiendan bien"

26 de marzo de 2016

Superficies, Osvaldo Guevara

 Superficies

El aroma a café con que renazco
cuando saltan las gotas de los trinos.

El abejeo del amanecer
entre cortinas y pocillos.

El damasco estallándome en el patio
desde el árbol copioso del vecino.

El cura -¿sin sotana?- por el barrio
(su bocinazo esquivo).

Quizá una bicicleta meciéndose en la senda
que desteje los yuyos del baldío.

El sobre aún por rasgar del poeta de Córdoba
merodeador de copas y corpiños.

El rumor de tu pelo por la casa
entrando en mí como un rocío.

La hoja yerma invocando
la catártica lluvia de los tipos.

Y tantas otras cosas
que hacen del alma un puro instinto.

Vivir sin penetrar las superficies:
qué profundo ejercicio.



Osvaldo Guevara. De Sin pena en la palabra, Edición de Autor (Código Gráfico), Villa Dolores, Córdoba, Argentina, 2007

25 de marzo de 2016

El pico corvo, Osvaldo Guevara

EL PICO CORVO

El barrilete esplende inalcanzable, altísimo. Su geometría se dulcifica como si el cielo untara sus nubes con una espuma azul.
Su planeo inocente transmite a mi cuerpo una ingravidez de levitación.
Conmovido por su lejanía acorto el hilo interminable. El barrilete pierde su vaguedad remota, atenúa su abstracta libertad. Nítido y tembloroso, me pertenece otra vez.
Poderoso, agorero, irrumpe otro barrilete. Su color abruptamente rojo despide destellos fantasmales. En el extremo de su cola con ondulaciones de víbora relampaguea un objeto en el que la contundencia del sol se multiplica agriamente como en un vidrio roto; un objeto absurdo que adquiere de pronto una evidencia lacerante. Es una hoja de afeitar filosa, candente. Su fulgor zigzaguea, se aproxima a mi barrilete como el pico de un ave de rapiña o una paloma. Con un movimiento certero y fugaz de puñal asesino la hoja de afeitar siega el hilo que late en mi mano.
Cabeza decapitada, mi barrilete se abate, desciende aterido, cae irremediablemente detrás de una arboleda huraña, se hunde como un sol que ya no pudiera levantarse del mar.
Esta escena ocurrió en mi infancia. Pero sigue ocurriendo. En mi vigilia y a veces también en mi sueño cae y vuelve a caer el juguete indefenso.
Ya no vuelan barriletes por el cielo de mi ciudad. Añoro esa gracia leve como la respiración de una flor. Y sin embargo, esa ausencia me alivia. Porque desde aquel barrilete abatido nunca me atreví a remontar otro y cada vez que alguno apareció en la altura temí.
Algo semejante me sucede con las palomas.
Cuando las contemplo trazar sobre el azul su contorno angélico creo presentir que desde una rama retorcida del aire va a lanzarse sobre ellas un pico corvo, impecable en su atávica misión de hacer añicos la hermosura del día.



Osvaldo Guevara

24 de marzo de 2016

Osvaldo Guevara leyendo sus poemas El buen vecino y Pasos

Osvaldo Guevara reflexionando sobre la Dictadura y el Golpe de Estado de 1976 y recordando a Glauce Baldovin, Francisco Colombo y Carolina Bocos. Leyendo sus poemas El buen vecino y Pasos

Presentación del libro "Habitar el grito, Poesía y Memoria en La Perla", en la Sala de Arte (Felipe Erdman Nº 34 ), de la ciudad de Villa Dolores, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Viernes 2 de agosto, 2013.

23 de marzo de 2016

Vagabundo inmóvil, Osvaldo Guevara

Vagabundo inmóvil

                                        A Tomás Barna

Con tu cabeza aguda y pasajera,
con tu perfil de astrónomo extasiado,
como un linyera grave has acampado
por los suburbios de la primavera.

Pero hay una ala, una ola y una espera
bajo tu almohada y en tu pie delgado
se retuerce un camino agazapado
y un mapa azul canta en tu billetera.

Y te irás, y te irás, misterio arriba,
apoyado en un viento a la deriva,
más allá del rumor de tu entrecejo.

Y un día, ya sin horizontes varios,
sabrás qué hacer por fin con esas manos
que una noche robaste de tu espejo.


Osvaldo Guevara
De solo sonetos (1991)


21 de marzo de 2016

Sueño de flautas, Hermann Hesse

Sueño de flautas

«Toma esto», dijo mi padre, y me alcanzó una pequeña flauta de hueso, «tómala y no olvides a tu anciano padre cuando alegres a la gente con tu música en países lejanos. Es tiempo de que veas el mundo y aprendas algo. He mandado hacer esta flauta, porque no te gusta ninguna otra tarea, excepto cantar. Piensa también que debes tocar siempre canciones bonitas y amables, de lo contrario sería malgastar el don que Dios te ha concedido. »
Mi querido padre entendía poco de música, era un erudito. Él pensaba que yo no tenía más que soplar en la linda flauta para que todo anduviera bien. Como no lo quería despojar de su creencia, le agradecí, guardé la flauta y procedí a despedirme.
Nuestro valle me era conocido hasta el gran molino del caserío; detrás comenzaba el mundo, y debo admitir que me gustó mucho. Una abeja fatigada de volar se había posado sobre mi manga, y la llevé conmigo para tener, en mi primer descanso, un mensajero que llevara enseguida mis saludos a la patria que dejaba atrás.
Bosques y praderas acompañaban mi camino, y muy lozano también el río me acompañaba. Descubrí que el mundo se diferenciaba poco de mi patria. Los árboles y flores, las espigas de trigo y los avellanos me hablaban; yo cantaba sus canciones con ellos, y ellos me comprendían, como en casa. De pronto mi abeja despertó, se arrastró despaciosamente hasta mi hombro, levantó el vuelo y giró dos veces en torno a mí con su zumbido dulce y profundo; luego se orientó rectamente hacia atrás, hacia el hogar.
En eso surgió del bosque una muchacha joven, que llevaba un cesto en el brazo y un sombrero de paja de ala ancha que dejaba en sombras la rubia cabeza.
«Dios te guarde», le dije, «¿adónde vas?»
«Debo llevar la comida a los segadores», dijo. Y se puso a caminar a mi lado. «¿Y tú, dónde quieres ir?»
«Voy a conocer el mundo, mi padre me ha enviado. Él cree que yo debo tocar mi flauta en público, ante la gente, pero yo no sé hacerlo bien todavía, antes debo aprender mucho.»
«Bueno, bueno. ¿Y qué sabes hacer en realidad? Porque algo debes saber.»
«Nada en especial. Puedo cantar canciones.»
«¿Qué clase de canciones?»
«De todo tipo ¿sabes? A la mañana y a la noche, ¿a los árboles, a las bestias, a las flores. Ahora, por ejemplo, podría cantar una canción bonita acerca de una muchacha joven que sale del bosque para llevar la comida a los segadores.»
«¿Puedes hacerlo? ¡Cántala entonces!»
«Lo haré, pero, ¿cómo te llamas?»
«Brigitte.»
Entonces entoné la canción de la linda Brigitte con el sombrero de paja, y lo que llevaba en el cesto, y de cómo las flores la miraban cuando pasaba y los vientos azules la seguían a lo largo del cerco del jardín, y todo lo relacionado con ello. Atendió seriamente a la canción, y me dijo que era buena. Y cuando le comenté que estaba hambriento, levantó la tapa del cesto y extrajo un pedazo de pan. Mientras yo le echaba el diente con ahinco, al tiempo que continuaba ágilmente la marcha, ella me dijo: «No se debe comer a la carrera. Una cosa después de la otra». Entonces nos sentamos sobre la hierba, yo comí mi pan y ella se abrazó las rodillas con sus manos bronceadas y me miró.
«¿Quieres volver a cantarme alguna otra cosa?». preguntó cuando dejé de comer.
«Con gusto. ¿Qué quieres que cante?»
«Algo acerca de una chica que está triste porque ha sido abandonada por su novio.»
«No, no puedo. No conozco eso, y tampoco debe uno estar triste. Mi padre dijo que debo cantar siempre canciones graciosas y amables. Te cantaré algo acerca del cuclillo o de la mariposa.»
«Y de amor, ¿no sabes ninguna?» preguntó luego.
«¿De amor? Oh sí, eso es lo más lindo de todo.»
Enseguida empecé una canción acerca de cómo el rayo de sol está enamorado de las rojas amapolas y juega con ellas lleno de alegría. Y de la hembra del pinzón, cuando aguarda al pinzón y al llegar éste vuela como si estuviera asustada. Y seguí cantando acerca de la muchacha de ojos pardos y del joven que llega y canta y recibe un pan de regalo; pero ahora no quiere más pan, quiere un beso de la doncella y quiere ver dentro de sus ojos pardos, y canta y canta hasta que ella empieza a sonreír y le cierra la boca con sus labios.
Entonces Brigitte se inclinó y cerró mi boca con sus labios; luego cerró los ojos y los volvió a abrir. Y yo miré las estrellas cercanas de un dorado oscuro y en ellas estábamos reflejados yo mismo y un par de blancas flores del prado.
«El mundo es muy hermoso», dije, «mi padre tenía razón. Pero ahora te ayudaré a llevar estas cosas hasta donde está esa gente.»
Tomé su cesto y proseguimos el camino. Su paso sonaba con el mío y su alegría coincidía con la mía, y el bosque hablaba delicado y fresco desde la montaña. Yo nunca había caminado tan contento. Durante un largo rato canté con fuerza, hasta que tuve que cesar de puro exceso; era demasiado todo lo que susurraba y hablaba desde el valle y la montaña, desde la hierba y el follaje, desde el río y los matorrales.
Entonces pensé: si pudiera comprender y cantar al mismo tiempo las mil canciones del universo, del pasto y las flores, de los hombres y las nubes, de la floresta y el bosque de pinares, y también de los animales. Y asimismo todas las canciones de los mares lejanos y las montañas, de las estrellas y la luna; y si todo eso pudiera simultáneamente resonar en mi interior y ser cantado, entonces yo sería como el buen Dios y cada canción debería ser como una estrella en el cielo.
Pero mientras yo pensaba de este modo, lo cual me había dejado silencioso y maravillado, pues antes jamás se me habían ocurrido cosas así, Brigitte se detuvo y sujetó firmemente el asa del cesto.
«Ahora debo subir», dijo. «Allá arriba está nuestra gente. ¿Y tú, a dónde vas? ¿Por qué no vienes conmigo?»
«No, no puedo ir contigo. Tengo que ver el mundo. Muchas gracias por el pan, Brigitte, y por el beso. Pensaré en ti.»
Ella tomó su cesto con la comida; y otra vez sus ojos de sombras pardas se inclinaron sobre mí, y sus labios se adhirieron a los míos. Su beso fue tan bueno y dulce, que casi me puse triste de pura felicidad. Entonces le dije adiós y marché presuroso carretera abajo.
La muchacha subió lentamente por la montaña; se detuvo bajo el follaje que caía al borde del bosque, y miró hacia abajo donde yo estaba. Y cuando le hice señas y, agité el sombrero sobre mi cabeza, inclinó ella la suya .una vez más y desapareció en silencio, como una imagen, entre la sombra de las hayas.
Yo, por mi parte, continué tranquilo el camino sumido en mis pensamientos, hasta que el sendero dio la vuelta en un recodo.
Allí había un molino, y junto al molino se hallaba una barca en el agua. Un hombre sentado en la barca parecía estar esperándome; en efecto, cuando me saqué el sombrero y subí a bordo, la barca comenzó a navegar enseguida río abajo. Me senté en la mitad de la embarcación, y el hombre atrás, al timón. Y cuando le pregunté a dónde íbamos, levantó la vista y me miró con ojos grises y velados.
«Donde quieras», dijo con voz apagada. «Río abajo hacia el mar o a las grandes ciudades, la elección es tuya. Todo me pertenece. »
«¿Todo te pertenece? ¿Entonces eres el rey?»
Quizá dijo él. «Y tú eres un poeta, según creo. ¡Cántame entonces una canción de viaje!»
Me infundía temor ese hombre serio y sombrío, y además nuestra barca navegaba tan rápido y sin ruido río abajo, que saqué fuerzas de flaqueza y canté acerca del río que lleva las naves y en el que se refleja el sol; el río, que es más ruidoso en contacto con las orillas rocosas y termina alegremente su peregrinaje.
El semblante de aquel hombre permanecía impasible; cuando finalicé, asintió silenciosamente, como uno que sueña. Y enseguida, ante mi asombro, él mismo comenzó a cantar. Y también cantó acerca del río y del viaje del río por los valles, y su canción era más bella y vigorosa que la mía, pero todo sonaba muy distinto.
El río, tal como él lo cantaba, bajaba como un ser destructor dando tumbos desde las montañas, hosco y salvaje, rechinando los dientes al sentirse refrenado por los molinos y presionando por los puentes; odiaba a todos los barcos que debía sostener; y bajo sus olas, y entre largas y verdes plantas acuáticas, mecía sonriente los blancos cuerpos de los ahogados.
Nada de esto me gustaba; pero su tono era tan hermoso y enigmático que quedé completamente confundido, y angustiado callé. Si lo que aquel cantor viejo, sutil e inteligente cantaba con su voz sofocada era cierto, entonces todas mis canciones habían sido nada más que tontería, torpes juegos infantiles. Entonces el mundo no era básicamente bueno y lleno de luz, como el corazón de Dios, sino opaco y sufriente, malo y sombrío; los bosques no susurraban de placer, susurraban de dolor.
Seguimos navegando. Las sombras se hicieron más largas, y cada vez que yo comenzaba a cantar mi voz sonaba menos clara, e iba apagándose. Y cada vez el extrafío cantor respondía con una canción que hacía al mundo más y más incomprensible y doloroso, y a mí me dejaba más y más desconcertado y triste.
Me dolía el alma, y sentía no haberme quedado en tierra junto a las flores o al lado de la bella Brigitte; para consolarme, empecé a cantar en la oscuridad creciente, con voz fuerte a través del rojo resplandor del anochecer, la canción de Brigitte y de sus besos.
Entonces se inició el ocaso y enmudecí. El hombre al timón cantó, y también él cantó del amor y del placer del amor, de ojos oscuros y ojos azules, de labios rojos y húmedos, y era hermoso y conmovedor lo que cantaba Reno de pena a medida que oscurecía sobre el río. Pero en su canción el amor era también lúgubre y temible, y se había convertido en un secreto mortal, dentro del cual los hombres, extraviados y dolidos, tanteaban entre penurias y anhelos, y se torturaban y mataban los unos a los otros.
Yo escuchaba y quedé muy fatigado y entristecido, como si hubiera estado viajando durante años a través de la mayor miseria y aflicción. Sentía que del desconocido emanaba y se deslizaba en mi corazón una permanente, silenciosa, fría corriente de pena y mortal angustia.
«Así que la vida no es lo más elevado y hermoso», dije finalmente con amargura, «sino la muerte. Entonces te ruego, olí triste monarca, que cantes una canción a la muerte.»
El hombre al timón cantó de la muerte, y cantó más bellamente que antes. Pero tampoco era la muerte lo más hermoso y alto, tampoco en ella había consuelo. La muerte era vida, y la vida muerte, y estaban enzarzadas entre sí en un furioso combate de amor, y esto era lo último y el sentido del mundo, y de allí se desprendía un resplandor que podía, a pesar de todo, alabar toda miseria, pero también una sombra que enturbiaba todo placer y belleza rodeándolos de tiniebla. Pero desde esa tiniebla ardía el placer más bella e íntimamente, y el amor ardía más profundo en medio de esa noche.
Yo escuchaba y me había quedado totalmente en silencio; no existía en mí otra voluntad que la del extranjero. Su mirada descansó sobre mí, callada y con una cierta bondad melancólica, y sus ojos grises estaban cargados del dolor y la belleza del mundo. Me sonrió, y entonces cobré ánimos y le rogué en mi necesidad: «¡Ah, retorna, por favor! Tengo miedo aquí en la noche, quisiera volver a la casa de mi padre, o volver para encontrar a Brigitte.»
El hombre se levantó y señaló la noche; el farol resplandeció claramente sobre su rostro enjuto e imperturbable. «Ningún camino va hacia atrás», dijo seria y amablemente, «hay que proseguir siempre hacia delante, si se quiere conocer el mundo. Y de la muchacha de los ojos oscuros ya has tenido lo mejor y más hermoso, y cuanto más te alejes de ella, tanto más hermoso y mejor será. Pero marcha hacia donde quieras; te daré mi lugar al timón.»
Yo me hallaba tremendamente entristecido, pero sabía que él tenía razón. Lleno de nostalgia pensé en Brigitte y en mi país y en todo lo que había sido hasta entonces cercano, luminoso y mío, y en todo lo que había perdido. Pero en ese momento iba a tomar el sitio del extraño y conducir el timón. Así debía ser.
Me levanté en silencio y me dirigí a través de la barca al asiento del timonel; el hombre se acercó a mí también en silencio, y cuando estuvimos el uno frente al otro me miró fijamente a la cara y me dio su farol.
Pero cuando me senté al timón y hube afianzado el farol junto a mí, me encontré solo en la barca; advertí con un profundo estremecimiento que el hombre había desaparecido. Sin embargo, no me sentía asustado, lo había presentido. Me parecía que el hermoso día de viaje, Brigitte, mi padre y la patria habían sido sólo un sueño, y que yo era un viejo apenado y que siempre había viajado a través de aquel río nocturno.
Comprendí que no debía llamar a ese hombre, y el reconocimiento de la verdad se desplomó sobre mí como una helada.
Para saber lo que ya presentía, me incliné sobre el agua y alcé el farol, y desde la negra superficie me miró un rostro penetrante y serio con ojos grises, un rostro viejo y sabio. Era el mío.
Y como ningún camino lleva hacia atrás, continué el viaje por las aguas oscuras a través de la noche.


Hermann Hesse

20 de marzo de 2016

Prosa temprana y Prólogo a «Eine Stunde hinter Mitternacht», Hermann Hesse

Prosa temprana

 Las palabras están hechas como de meta! y se leen despacio y con dificultad... Sin embargo, el libro es muy poco literario. En sus mejores pasajes es necesario y singular. Su devoción es auténtica y profunda.
 Rainer María Rilke

 Del otoño del 98 a octubre del 99 he vivido voluntariamente en un silencio total, fecundo, sin trato alguno con personas. En el invierno de 1898/99 escribí «Eine Stunde hinter Mitternacht» («Una hora detrás de medianoche») publicado en julio del 99... En Calw mi libro sólo suscita indignación.
 (Carta, 1899)

Prólogo a «Eine Stunde hinter Mitternacht»
(1941)

 «Eine Stunde hinter Mitternacht» fue publicado por la editorial de Eugen Diederichs de Leipzig, «impreso por W. Drugulin en junio de 1899», un libro pequeño, impreso y adornado con extraordinario esmero, bien conocido por los coleccionistas de mis primeros libros, aunque algunos solamente lo conozcan por el título, pues sé de personas que lo han buscado vanamente durante años en los anticuarios. Los pequeños poemas en prosa que lo componen, fueron escritos entre 1897 y 1899 en Tübingen. Yo mantenía entonces correspondencia con una joven poetisa del Norte de Alemania; me había escrito tras leer una poesía mía que había encontrado en una revista olvidada, y se llamaba Helene Voigt. No nos conocíamos personalmente, pero hacía poco me había escrito que se había prometido con el joven editor Eugen Diederichs. Y como yo conocía de éste editor, cuyos primeros libros fueron publicados en Florencia, varios libros interesantes y presentados de manera nueva, especialmente su edición en tres volúmenes de las obras de Jacobsen, me decidí a enviarle mi manuscrito. El no sabía nada de mí, y mi pequeño libro no encajaba del todo en la línea de su editorial, y sin duda debo a la intercesión de su novia y joven esposa que se decidiese, a pesar de todo, a editarlo. En mis «apuntes», como Diederichs llamaba mis escritos en prosa, echaba de menos el elemento «liberador» y escribía: «Aunque, hablando sinceramente, tengo poca fe en el éxito comercial del libro, estoy convencido de su valor literario. «Me propuso una edición de seiscientos ejemplares y, después de que yo me mostrase de acuerdo con todas sus proposiciones, escribió en una segunda carta: «No cuento con dar salida a seiscientos, pero espero que ya con la presentación llame la atención y compense así el nombre desconocido del autor».
 De las pocas críticas que obtuvo mi librito tras su publicación, sólo dos tuvieron un cierto peso, la una de Wilhelm von Scholz, la otra de Rilke. El éxito comercial fue realmente escaso, en el primer año se vendieron 53 ejemplares. Algunos años más tarde, cuando yo ya era conocido por otros libros, la pequeña edición se agotó rápidamente. Pero mientras tanto había cambiado mi propia actitud con respecto al libro y propuse al editor que no hiciese una nueva edición, lo que hasta hoy no ha sucedido.
 En cuanto al título de mi primer libro en prosa, su significado estaba claro para mí, pero no para la mayoría de los lectores. Yo quería aludir al reino en que yo vivía, al país de ensueño de mis horas y días poéticos que se encontraban misteriosamente en algún lugar entre el tiempo y el espacio, y en principio debía llamarse «Eine Meile hinter Mitternacht» («Una milla detrás de medianoche»), pero ese título me recordaba demasiado las «Drei Meilen hinter Weihnachten» («Tres millas detrás de Navidades»), del cuento. Así llegué a «Eine Stunde hinter Mitternacht».
 Que el libro desapareciese más tarde de la lista de mis libros y permaneciese durante años oculto, tuvo sus razones biográficas. En los estudios en prosa de «Eine Stunde hinter Mitternacht» yo había creado un reino ensoñado de artista, una isla de belleza, su poesía era una huida de las tormentas y los abismos del mundo cotidiano hacia la noche, el sueño y la hermosa soledad. No le faltaban al libro rasgos esteticistas. Wilhelm Scholz opinaba en su ensayo que el libro estaba muy influenciado por Maeterlinck y Stefan George. En lo que se refiere al primero tenía razón, yo había leído «Le trésor des humbles» y «Tintagiles». De George, por el contrario, no conocía todavía una línea cuando sé publicó mi libro, sus primeros versos —los poemas pastorales— no los llegué a conocer hasta unos meses más tarde en Basilea. Y si en aquellos poemas tempranos de Maeterlinck, a pesar de lo mucho que entonces me gustaban —un cierto crepúsculo artificial, una forma de introversión ligeramente enfermiza, enamorada de sí misma—, me inspiraban a veces desconfianza, pues ese peligro existía precisamente también para mí y mi poesía, conocí poco después en el incipiente culto a George otra clase, aún más fatal, de esteticismo: el cultivo de un «pathos» conspirador, de un esoterismo arrogante de «dique», que rechacé instintivamente desde el principio. Algunas cosas que dice Hermann Lauscher en la narración «Lulu», escrita pocos meses después de publicarse «Eine Stunde hinter Mitternacht», informan al respecto. «Lauscher» fue un intento de conquistarme una parcela de mundo y de realidad, y de escapar de los peligros de una soledad en parte arrogante, en parte temerosa del mundo. El paso siguiente en este camino, un paso que destacaba casi excesivamente lo sano, natural e ingenuo, fue «Peter Camenzind», en el que encontré realmente una especie de liberación, pero que debido a su éxito amplio e inesperadamente rápido, me perjudicó enormemente. Hoy «Eine Stunde hinter Mitternacht» me parece, para el lector interesado en comprender mi camino, por lo menos igual de importante que «Lauscher» y «Camenzind». Este libro desaparecido no se ofrece en esta nueva edición a la gran masa de lectores, para los que su contenido y sus problemas, como cuando se publicó por primera vez, carecen de interés. Con esta nueva edición limitada, pretendemos ponerlo al alcance del pequeño círculo de amigos y críticos.



Hermann Hesse

19 de marzo de 2016

Juego de sombras, Hermann Hesse

JUEGO DE SOMBRAS

La amplia fachada principal del castillo era de piedra clara y sus grandes ventanales miraban al Rin y a los cañaverales, y más allá a un paisaje luminoso y abierto de agua, juncos y pasto donde, más lejos aún, las montañas arqueadas de bosques azulados formaban una suave curva que seguía el desplazamiento de las nubes; sólo cuando soplaba el Foehn, el viento del Sur, se veía brillar los castillos y los caseríos, diminutas y blancas edificaciones en la lontananza. La fachada del castillo se reflejaba en la corriente tranquila, alegre y frívola como una muchacha; los arbustos del parque dejaban que su verde ramaje colgara hasta el agua, y a lo largo de los muros unas góndolas suntuosas pintadas de blanco se mecían en la corriente. Esta parte risueña y soleada del castillo estaba deshabitada. Desde que la baronesa había desaparecido, todas las habitaciones permanecían vacías, salvo la más pequeña, en la que como antaño seguía viviendo el poeta Floriberto. La dueña de la casa era la culpable de la deshonra que había recaído sobre su esposo y sus dominios, y de la antigua corte y de los numerosos y vistosos cortesanos de antaño ya nada quedaba excepto las blancas y suntuosas góndolas y el versificador silencioso.
El señor del castillo vivía, desde que la desgracia se había abatido sobre él, en la parte trasera del edificio, donde una enorme torre aislada de la época de los romanos oscurecía el patio angosto, donde los muros eran siniestros y húmedos, y las ventanas estrechas y bajas, pegadas al parque sombrío de árboles centenarios, grupos de grandes arces, de álamos, de hayas.
El poeta vivía en total soledad en su ala soleada. Comía en la cocina y a menudo transcurrían muchos días sin que viera al barón.
—Vivimos en este castillo como sombras —le dijo un día a uno de sus amigos de la infancia que había acudido a visitarlo y que no resistió más de un día en las inhóspitas habitaciones del castillo muerto. Antaño, Floriberto se había dedicado a componer fábulas y rimas galantes para los invitados de la baronesa y, tras las disolución de la alegre compañía, había permanecido en el castillo sin que nadie le preguntara nada, sencillamente porque su ingenuo y modesto talante temía mucho más los vericuetos de la vida y la lucha por el sustento que la soledad del triste castillo. Hacía mucho tiempo que no componía ya poemas. Cuando, con viento de poniente, contemplaba más allá del río y de la mancha amarillenta de los cañaverales el círculo lejano de las montañas azuladas y el paso de las nubes, y cuando, en la oscuridad de la noche, oía el balanceo de los árboles inmensos en el viejo parque, componía extensos poemas, pero que carecían de palabras y que nunca podían ser escritos. Unos de estos poemas se titulaba «El aliento de Dios» y trataba del cálido viento del sur, y otro se llamaba «Consuelo del alma» y era una contemplación del esplendor de los prados primaverales. Floriberto era incapaz de recitar o de cantar estos poemas, porque no tenían palabras, pero los soñaba y también los sentía, en particular por las noches. Por lo demás solía pasar la mayor parte de su tiempo en el pueblo, jugando con los niños rubios y haciendo reír a las muchachas y a las mujeres jóvenes con las que se cruzaba, quitándose el sombrero a su paso como si fueran damas de la nobleza. Sus días de mayor felicidad eran aquellos en los que se topaba con doña Inés, la hermosa doña Inés, la famosa doña Inés de finos rasgos virginales. La saludaba con gesto amplio y profunda inclinación, y la hermosa mujer se inclinaba y reía a su vez y, clavando su mirada clara en los ojos turbados de Floriberto, proseguía sonriente su camino resplandeciente como un rayo de sol.
Doña Inés vivía en la única casa que había junto al parque asilvestrado del castillo y que antaño había sido un pabellón anexo de la baronesa. El padre de doña Inés, un antiguo guarda forestal, había recibido la casa en compensación por algún favor excepcional que le había hecho al padre del actual dueño del castillo. Doña Inés se había casado muy joven regresando al pueblo poco después convertida en una joven viuda, y vivia ahora, tras la muerte de su padre, en la casa solitaria, sola con una sirvienta, y una tía ciega.
Doña Inés siempre llevaba unos vestidos sencillos pero bonitos, y siempre nuevos y de suaves colores; seguía teniendo el rostro juvenil y fino, y su abundante y morena cabellera recogida en gruesas trenzas ceñía su hermosa cabeza. El barón había estado enamorado de ella, antes incluso de haber repudiado a su mujer de costumbres disolutas, y ahora volvía a estarlo. Se encontraba por las mañanas en el bosque con ella, y por las noches la llevaba en barca por el río a una cabaña de juncos en los cañaverales; allí, su sonriente rostro virginal descansaba contra la barba prematuramente encanecida del barón, y los dedos finos de ella jugaban con la dura y cruel mano de cazador de él.
Doña Inés iba todas las fiestas de guardar a la iglesia, rezaba y daba limosna para los pobres. Visitaba a las ancianas menesterosas del pueblo, les regalaba zapatos, peinaba a sus nietos, las ayudaba en las labores de costura y, al marchar, dejaba en sus humildes cabañas el suave resplandor de una joven santa. Todos los hombres la deseaban, y al que fuera de su agrado y llegara en buen momento le concedía, además del beso en la mano, un beso en los labios, y el que fuera afortunado y bien parecido podía atreverse, cuando llegara la noche, a escalar su ventana.
Todo el mundo lo sabía, incluso el barón, pese a lo cual la hermosa mujer proseguía en total inocencia y con mirada sonriente su camino, como una muchachita ajena a cualquier deseo de un hombre. De tanto en tanto, aparecía un amante nuevo, que la cortejaba discretamente como a una belleza inaccesible, henchido de orgullo y de felicidad por la valiosa conquista, asombrado de que los demás hombres no se la disputaran y le sonrieran. La casa de doña Inés se levantaba apacible junto al lindero del parque siniestro, rodeada de rosales trepadores y aislada como en un cuento de hadas, y allí vivía ella, entraba y salía, fresca y tierna como una rosa una mañana de verano, con un resplandor puro en su rostro de niña y las pesadas trenzas aureolando su cabeza de finas facciones. Las ancianas pobres del pueblo la bendecían y le besaban las manos, los hombres la saludaban con profunda inclinación y sonreían a su paso, y los niños corrían hacia ella tendiéndole las manitas y dejándose acariciar en las mejillas.
—¿Por qué eres así? —le preguntaba a veces el barón amenazándola con mirada severa.
—¿Acaso tienes algún derecho sobre mí? —respondía doña Inés con ojos asombrados y jugando con sus trenzas morenas.
Quien más enamorado estaba era Floriberto, el poeta. A él el corazón le daba brincos cuando la veía. Cuando oía algún comentario malévolo sobre ella, sufría, sacudía la cabeza y no le daba crédito. Si los niños se ponían a hablar de ella, se le iluminaba el rostro y prestaba el oído como si escuchara una canción. Y de todos sus sueños, el más hermoso consistía en soñar despierto con doña Inés. Entonces lo adornaba con todo, con lo que amaba y con lo que le parecía hermoso, con el viento de poniente y con el horizonte azulado, y con todos los luminosos prados primaverales, que disponía a su alrededor; y en ese cuadro introducía toda la nostalgia y el cariño inútil de su existencia de niño inútil. Una noche, a principios de verano, tras un largo período de silencio, un soplo de vida nueva sacudió la torpeza del castillo. El estruendo de un cuerno atronó en el patio donde penetró un coche que se detuvo entre chirridos. Se trataba del hermano del barón que venía de visita, un hombre alto y bien parecido, que lucía una perilla puntiaguda y una mirada enojada de soldado, acompañado por un único sirviente. Se entretenía bañándose en las aguas del Rin y disparando a las gaviotas plateadas para pasar el rato. Iba con frecuencia a caballo a la ciudad cercana de donde regresaba por las noches, borracho, y también hostigaba ocasionalmente al pobre poeta y se peleaba cada dos por tres con su hermano. No paraba de darle consejos, de proponerle arreglos y nuevas dependencias, de recomendarle transformaciones y mejoras, que nada representaban en su caso, ya que él nadaba en la abundancia gracias a su matrimonio, mientras que el barón era pobre y no había conocido más que desdichas y sinsabores durante la mayor parte de su vida.
Su visita al castillo se debía a un capricho que ya le empezó a pesar al cabo de la primera semana. No obstante se quedó y no dijo ni palabra de marcharse, pese a que a su hermano la idea no le habría disgustado en absoluto. Y es que había visto a doña Inés y había empezado a cortejarla.
No pasó mucho tiempo y, un día, la sirvienta de la hermosa mujer lució un vestido nuevo, regalo del barón forastero. Y al cabo de otro poco, ya recogía junto a muro del parque los mensajes y las flores que le entregaba el sirviente del mismo barón forastero. Y tras unos pocos días más, el barón forastero y doña Inés se encontraron un hermoso día de verano en una cabaña en medio del bosque y él le besó la mano, y la boquita menuda y el cuello tan blanco. Pero cuando doña Inés iba al pueblo y él se cruzaba con ella, entonces el barón forastero la saludaba con una profunda reverencia y ella le agradecía el saludo como una muchacha de diecisiete años
Volvieron a transcurrir unos días, y una noche que se había quedado solo, el barón forastero vio una nave con un remero y una mujer deslumbrante a bordo que descendía la corriente. Y lo que su curiosidad en la oscuridad no pudo saciar le quedó confirmado con creces al cabo de unos días: aquella a la que había estrechado contra su corazón a mediodía en la cabaña del bosque y al que había encandilado con sus besos surcaba las oscuras aguas del Rin por las noches en compañía de su hermano y desaparecía con él en los cañaverales.
El forastero se volvió taciturno y tuvo pesadillas. Su amor por doña Inés no era como el que se siente por un trofeo de caza apetecible sino como el que se siente por un valioso tesoro. Cada uno de sus besos lo colmaba de dicha y de asombro, asustado de que tanta pureza y tanta dulzura hubieran sucumbido a su reclamo. Con lo que a ella la había amado más que a otras mujeres, y junto a ella había recordado su juventud, y así la había abrazado con ternura, agradecimiento, y consideración a la vez. A ella que, cuando llegaba la noche, se perdía en la oscuridad con su hermano. Entonces se mordió los labios y sus ojos lanzaron destellos de ira.
Indiferente a todo lo que estaba sucediendo e insensible a la atmósfera de velada pesadumbre que se cernía sobre el castillo, el poeta Floriberto seguía llevando su apacible existencia. Le disgustaban las vejaciones y tormentos ocasionales del huésped del castillo, pero de antaño estaba acostumbrado a soportar escarnios de este tipo. Evitaba al forastero, se pasaba el día entero en el pueblo o con los pescadores a orillas del Rin, y se dedicaba a fantasear vaporosas ensoñaciones en el calor de la noche. Y una mañana tomó conciencia de que las primeras rosas de té junto al muro del patio del castillo empezaban a florecer. Hacía ya tres veranos que solía depositar las primicias de estas insólitas rosas en el umbral de la puerta de doña Inés y se alegraba de poder ofrecerle por cuarta vez consecutiva este modesto y anónimo regalo.
Aquel mismo día, a mediodía, el forastero se encontró con la hermosa doña Inés en el bosque de hayas. No le preguntó dónde había ido la víspera y la antevíspera a la caída de la noche. Clavó su mirada casi horrorizada en los ojos inocentes y apacibles y, antes de irse, le dijo:
—Vendré esta noche a tu casa cuando anochezca. ¡Deja la ventana abierta!
—Hoy no — respondió suavemente ella —, hoy no.
—Pues vendré.
—Mejor otro día. ¿Te parece? Hoy no, hoy no puedo.
—Vendré esta noche. Esta noche o nunca. Haz lo que quieras.
Ella se separó de su abrazo y se alejó.
Al anochecer, el forastero estuvo al acecho del río hasta que cayó la noche. Pero la barca no se presentó Entonces se encaminó hacia la casa de su amada y se ocultó detrás de un matorral con el fusil entre las piernas.
El aire era cálido y apacible. Los jazmines perfumaban la atmósfera y tras una hilera de nubecitas blancas el cielo se fue llenando de pequeñas estrellitas apagadas El canto profundo de un pájaro solitario se elevó en e parque.
Cuando ya casi era noche cerrada, giró con paso taimado un hombre junto a la casa, casi furtivo. Llevaba el sombrero profundamente hundido sobre los ojos, pero estaba todo tan oscuro que se trataba de una precaución inútil. En la mano derecha llevaba un ramo de rosas blancas que proyectaban una claridad apagada en la noche El que estaba al acecho agudizó la mirada y armó el fusil
El recién llegado alzó la mirada hacia las ventanas de las que no brillaba luz alguna. Entonces se acercó a la puerta, se agachó y estampó un beso en el picaporte metálico de la puerta.
En ese instante surgió la llama, se oyó un estampido seco que el eco repitió suavemente en las profundidades del parque. El portador de las rosas dobló las rodillas, después cayó hacia atrás y tras unos breves espasmos silenciosos quedó tumbado de espaldas en la gravilla.
El que estaba al acecho permaneció todavía un buen rato oculto, pero nadie apareció y tampoco nada se movió en la casa silenciosa. Entonces salió con prudencia de su escondite y se agachó sobre la víctima de su disparo, que yacía con la cabeza descubierta pues había perdido el sombrero en su caída. Compungido, reconoció con asombro al poeta Floriberto.
—¡Así que él también! —se lamentó alejándose
Las rosas quedaron esparcidas por el suelo, una de ellas en medio del charco de sangre del poeta. En el campanario del pueblo sonó la hora. El cielo se cubrió de nubes blancuzcas, hacia las que la inmensa torre del castillo se alzaba como un gigante que se hubiese dormido erguido. La corriente perezosa del Rin cantaba su dulce melodía y, en el interior del parque sombrío el pájaro solitario siguió cantando hasta pasada la medianoche.

Hermann Hesse

De cuentos Maravillosos

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