Noche II
Yo la he visto. ¡Ah! sobradamente la he visto. Sus largos y negros cabellos; sus hermosos ojos; sus delicados labios que respiran el deleite; sus blanquísimos dientes; su cuello ebúrneo...
¡Insensato! ¿Son ésas las partes más admirables de su hermosura?
Aquellos ojos llenos de viveza, aquel mirar plácido y benigno, aquella
sonrisa celestial...
Di más bien, Torcuato, aquella voz... ¡Ah! aquella voz resuena todavía en mis oídos. ¿Con qué palabras podría expresarla? ¡Qué! ¿hay acaso palabras para expresar su divina voz?... Resuena todavía en torno de mí. Aún la estoy oyendo, y mi corazón la absorbe toda y se saborea de sus
encantos.
¿Lo has oído, Torcuato? Ella repetía los lamentables acentos de Herminia.
¡Ah! no; deja para mí un tema tan cruel; o, si acaso quieres hacerlo objeto de tus cantos, recuerda que sólo refieres el verdadero dolor de tu poeta. Ella lo sabrá...
Pero ¿cómo? ¿Cuándo podré decirla una sola palabra? ¡Infeliz del que vive en el tumulto de la corte! En ella los grandes son bien desgraciados, pues que no pueden escuchar los sentimientos de aquellos que les aman.
Sólo los aduladores y los hipócritas hallan libre acogida.
Huiré lejos de la corte; el aire contaminado que en ella se respira envenena los corazones. Iré a los bosques. La vida sencilla y pastoril de los primeros hombres debía ser un fideicomiso para toda su posteridad.
¡Pues bien! Lo será para mí. Torcuato: partamos.
¡Infeliz! ¿Piensas hallarla en los bosques? ¿Verás en ellos estampada una sola de sus pisadas? No; me detengo.
¡Oh, tú, única causa de mis desvaríos! ¡A lo menos te fuesen conocidos!...
Torquato Tasso
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