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16 de agosto de 2018

Sobre Narciso y Goldmundo, Herman Hesse


Sobre Narciso y Goldmundo, Herman Hesse
(«Narciso y Goldmund»)

 La relación de este lírico e idílico suabio con la esfera de la «sicología profunda» erotológica vienesa, tal como se manifiesta por ejemplo en «Narziss und Goldmund», novela única por su pureza e interés, constituye una paradoja espiritual del mayor atractivo».
 Thomas Mann

Una noche de trabajo
(1928)

 La tarde del sábado era importante para mí, aquella semana había perdido varias tardes, dos dedicadas a la música, una a los amigos, otra por una enfermedad, y en mi trabajo la pérdida de una tarde significa generalmente, la pérdida de un día, ya que cuando mejor trabajo es durante las últimas horas del día. Una obra importante, con la que vivo desde hace casi dos años, ha entrado últimamente en la fase en la que se decide lo esencial de un libro. Recuerdo hace algunos años (fue en la misma época del año) cuando el «Steppenwolf» se encontraba precisamente en esta fase peligrosa y emocionante. En la clase de literatura que yo hago no existe apenas un verdadero trabajo racional, que dependa de la voluntad y que pueda realizarse con la constancia. Para mí una nueva obra nace en el instante en que vislumbro un personaje, que durante un tiempo puede convertirse en símbolo y en portador de mi experiencia, mis ideas, mis problemas. La aparición de ese personaje mítico (Peter Camenzind, Knulp, Demian, Siddhartha, Harry Haller, etc.) es el instante creativo del que nace todo. Casi todas las obras en prosa que he escrito, son biografías del alma, ninguna trata en el fondo de historias, intrigas y tensiones, sino de monólogos en los que se contempla a una sola persona, precisamente esa figura mítica, en sus relaciones con el mundo y su yo. Estas obras las llaman «novelas». En realidad no son novelas, igual que tampoco lo son sus grandes modelos, sagrados para mí desde mi época de adolescente, como «Heinrich von Ofterdingen» de Novalis o «Hyperion» de Hölderlin.
 Estoy viviendo de nuevo el tiempo breve, hermoso, difícil y excitante, en el que una obra atraviesa su crisis, momento en el que todos los pensamientos y los sentimientos vitales que tienen de algún modo relación con la figura «mítica» aparecen ante mí con la máxima nitidez, claridad y fuerza. Todo el material, toda la masa de experiencias y de reflexiones que el libro incipiente trata de reducir a una fórmula, se encuentran en ese momento (¡que no dura mucho!) en un estado de fluidez, de licuación —ahora o nunca es cuando hay que coger el material y darle forma,si no, es demasiado tarde—. En todos mis libros ha habido ese momento, incluso en los que nunca llegué a terminar ni publicar. En éstos dejé pasar la hora de la cosecha y, de repente, llegó el momento en el que el personaje y el problema de mi obra empezaron a alejarse y a perder urgencia e importancia, del mismo modo que hoy ya no tienen actualidad para mí «Camenzind», «Knulp» o «Demian». Varias veces he perdido y tenido que desechar así el trabajo de muchos meses.
 Así que aquella tarde del sábado me pertenecía a mí y a mi trabajo y había dedicado la mayor parte del día en prepararme para él. Hacia las ocho fui a la fresca habitación contigua a buscar mi cena, un tarrito de yogurt y un plátano, luego me senté junto a la pequeña lámpara de trabajo y cogí la pluma.
 Por necesario que fuera no tenía ganas de escribir. Aquellas horas de trabajo las había estado esperando desde anteayer no con alegría, sino con temor. Mi relato (trataba de Goldmund) estaba en un punto delicado, casi el único del libro, en el que los acontecimientos mismos tienen la palabra, donde hay emoción. Y yo tengo verdadera aversión a las situaciones «emocionantes», sobre todo en mis libros, en los que siempre he tratado de evitarlas. Pero aquella no la podía evitar: la experiencia que yo tenía que contar de Goldmund no era inventada, ni superflua, sino que formaba parte de las primeras y más importantes ideas de las que había surgido el personaje: formaban parte de su sustancia.
 Estuve sentado tres horas detrás de mi mesa de trabajo luchando con la página «emocionante», tratando de formularla de la manera más objetiva y breve y menos emocionante posible, y no sé si lo conseguí. Generalmente eso no se descubre hasta mucho más tarde. Luego me quedé agotado y triste mucho tiempo delante de la hoja de papel escrita, perseguido por ideas bien conocidas y poco agradables. ¿Aquel trabajo vespertino, aquella creación lenta de un personaje que se me había aparecido como en una visión hacía dos años, aquel esfuerzo desesperado, estimulante y extenuante tenía realmente sentido y era necesario? ¿Era necesario que a Camenzind, Knulp, Veraguth, Klingsor y al Lobo estepario siguiese ahora otro personaje, una nueva encarnación en la palabra de mi propio ser, combinada y diferenciada de una manera un poco distinta?
Lo que yo hacía y lo que yo había hecho toda mi vida se llamaba en tiempos pasados poesía y nadie dudaba que tuviese al menos el mismo valor y sentido que viajar por África o jugar al tenis. Pero hoy se llama «romanticismo» y además con un acusado desprecio. ¿Por qué es el romanticismo algo de poco valor? ¿Acaso no era romanticismo lo que hacían los mejores espíritus de Alemania, Novalis, Hölderlin, Brentano, Mörike y todos los demás alemanes desde Beethoven pasando por Schubert hasta Hugo Wolf? Algunos críticos modernos emplean para aquello que antes se llamaba poesía y luego romanticismo, el nombre estúpido, pero dicho con intención irónica, de «Biedermeier». Con este nombre se refieren a algo «burgués» y anticuado, a una extravagancia sentimental, algo que en medio del espléndido mundo actual resulta estúpido y caprichoso y ridículo. Así hablan de todas las manifestaciones del espíritu y del alma, que van más allá de lo cotidiano. ¡Como si la vida intelectual alemana y europea de un siglo, como si la esperanza y la visión de Schlegel, Schopenhauer y Nietzsche, el sueño de Schumann y Weber, la poesía de Eichendorff y Stifter hubiesen sido una moda de nuestros abuelos, fugaz, ridicula y ya afortunadamente periclitada! Pero ese sueño no tenía nada que ver con modas, melosidades y bagatelas estilísticas, era una polémica con dos mil años de cristianismo, con mil años de cultura alemana; trataba del Humanismo. ¿Por qué ésto se respetaba hoy tan poco, por qué era considerado ridículo por las clases dirigentes de nuestro pueblo? ¿Por qué se gastaban millones en el «fortalecimiento» de nuestros cuerpos y bastantes también en la rutinización de nuestra inteligencia y sólo había impaciencia o risas para cualquier esfuerzo dedicado a cultivar nuestra alma?
 ¿Realmente se había desechado, superado, sustituido, liquidado y convertido en algo ridículo el espíritu que había dicho: «¿De qué te valdría conquistar todo el mundo, si tu alma sufre daños?» ¿Ese espíritu era verdaderamente romanticismo o «Biedermeier»? ¿Era realmente la «vida actual» en las fábricas, en las Bolsas, en los campos de deporte y las oficinas de apuestas, los bares y los salones de baile, era esa vida realmente mejor, más madura, más inteligente, más deseable que la de las personas que habían creado el Bhagavad-Gita o las catedrales góticas? Es cierto que la vida y la moda actuales tienen también su razón de ser, son buenas, son un cambio y un intento de algo nuevo ¿Pero, es justo y necesario considerar estúpido, anticuado, superado y digno de burla todo lo anterior, desde Jesucristo hasta Schubert o Corot? Ese odio violento, salvaje y suicida de un tiempo moderno hacia todo lo anterior ¿es realmente una prueba de su fuerza? ¿No son acaso los débiles, los profundamente amenazados, los temerosos los que tienden a esas exageradas medidas defensivas?
 Y mientras me dejaba invadir nuevamente durante las horas nocturnas por todas esas preguntas —no para contestarlas, pues conozco la respuesta desde que vivo— sino para dejar entrar en mí su dolor, para probar una vez más su sabor amargo, veía a Knulp, Siddhartha, al Lobo estepario y a Goldmund, hermanos, parientes próximos y, sin embargo distintos, todos ellos seres que preguntan y sufren y para mí lo mejor que me ha dado la vida. Los saludé y acepté, y supe, una vez más, que el carácter problemático de mis actos no me impediría nunca realizarlos. Supe de nuevo que toda la dicha de los dichosos, todos los «records» y toda la salud de los deportistas, todo el dinero de los ricos, toda la fama de los boxeadores, no significaban nada para mí, si a cambio tuviese que dar lo más mínimo de mi obstinación y mi pasión. Supe también que carecían de importancia todas las justificaciones históricas e intelectuales del valor de mis afanes «románticos» y que yo me dedicaría a mis juegos y crearía mis personajes, aunque tuviese en contra a la razón, la moral y la sabiduría.
 Con esa certidumbre me fui a la cama, fuerte como un gigante.
 Para mí, Knulp y Demian, Siddhartha, Klingsor y el Lobo estepario o Goldmund son hermanos, cada uno una variación de mi tema. No tengo la culpa de que haya lectores que solamente encuentran en el «Steppenwolf» datos sobre el «jazz» y los bailongos, y no vean ni el teatro mágico, ni a Mozart, ni a los «Inmortales», que constituyen el verdadero contenido del libro; que otros lectores sólo adviertan a Narciso en «Goldmund» o parezcan haber leído únicamente las escenas de amor. Y hacia los libros que la mayoría aprueba con tanto entusiasmo, a costa de mis otros libros, siento la mayor desconfianza.
 (Carta, 1930)

 El objetivo de «Goldmund» era infinitamente más sencillo y su lectura no presupone grandes cualidades por parte del lector.
 El alemán lee el libro, lo encuentra bonito y sigue saboteando a su propio Estado, sigue cayendo en aventuras y sentimentalismos políticos, y sigue viviendo su vieja, mentirosa, indecente e inmunda vida. No necesito ser apreciado ni rehabilitado por él. Encuentro detestable y desearía ver desaparecer esa clase de ser humano a que pertenece el alemán medio actual, especialmente el «intelectual».
 (Carta, 1931 ó 1932)

 El arte trata de densidades, de imágenes. Pero en lugar de imágenes vosotros quisierais conceptos —algo que nosotros los artistas no consideramos importante—. Pero sí que voy a tratar de dar una respuesta breve. No tengo nada que objetar a que Usted quiera llamar «naturaleza» a la madre primigenia. ¡Dejémoslo así! Pero la pregunta de si Goldmund encuentra su perfección como ser humano, y la otra más amplia, de si es posible ser grande como artista, pero pequeño como persona, no las puedo contestar e incluso dudo de la competencia de los profesores de segunda enseñanza para semejante respuesta. En realidad, este problema también me ha preocupado a mí en alguna ocasión. He admirado obras de artistas que al no conocerlos más de cerca resultaban ser mediocres. La obra era sin duda hermosa, pero la personalidad del artista no la confirmaba, sino que más bien la hacía dudosa. Quizás debamos de aceptar, tal como hiciera el poeta, que Goldmund tenga debilidades humanas, y no debemos exigir de él que su vida privada responda a un determinado ideal moral. Yo en todo caso pienso así.
 (Carta, 1956)

 «Narziss und Goldmund» no se volvió a publicar en Berlín ya años antes de la guerra y de la «escasez de papel», porque aparecía en él una judía que hablaba de un pogrom. Si yo hubiese accedido a suprimir esa página, se habría imprimido aún alguna edición.
(Carta sin fecha)

 El comentario más extenso de Hesse sobre «Narziss und Goldmund» figura en el volumen 10 de las Obras Completas, cartas, «Engadiner Erlebnisse» («Aventuras en la Engadina») páginas 342-346.




Herman Hesse

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