La víspera del juicio, Anton Chejov
Memorias de un reo
-Disgusto tendremos, señorito -me dijo el cochero indicándome
con su fusta una liebre que atravesaba la carretera delante de nosotros.
Aun sin liebre, mi situación era desesperada. Yo iba al
tribunal del distrito a sentarme en el banquillo de los acusados, con objeto de
responder a una acusación por bigamia.
Hacía un tiempo atroz. Al llegar a la estación, me
encontraba cubierto de nieve, mojado, maltrecho, como si me hubieran dado de
palos; me hallaba transido de frío y atontado por el vaivén monótono del
trineo.
A la puerta de la estación salió a recibirme el celador.
Llevaba calzones a rayas, y era un hombre alto y calvo, con bigotes espesos que
parecían salirle de la nariz, tapándole los conductos del olfato.
Lo cual le venía bien, porque lo dispensaba de respirar
aquella atmósfera de la sala de espera, en la cual me introdujo soplando y
rascándose la cabeza.
Era una mezcla de agrio, de olor a lacre y a bichos
infectos. Sobre la mesa, un quinqué de hoja de lata, humeante de tufo, lanzaba
su débil claridad a las sucias paredes.
-Hombre, qué mal huele aquí -le dije, colocando mi maleta
en la mesa.
El celador olfateó el aire, incrédulo, sacudiendo la
cabeza.
-Huele… como de costumbre -respondió sin dejar de
rascarse-. Es aprensión de usted. Los cocheros duermen en la cuadra, y los
señores que duermen aquí no suelen oler mal.
Dicho esto se fue sin añadir una palabra. Al quedarme
solo me puse a inspeccionar mi estancia. El sofá, donde tenía que pasar la
noche, era ancho como una cama, cubierto de hule y frío como el hielo. Además
del canapé, había en la habitación una estufa, la susodicha mesa con el
quinqué, unas botas de fieltro, una maletita de mano y un biombo que tapaba uno
de los rincones. Detrás del biombo alguien dormía dulcemente.
Arreglé mi lecho y empecé a desnudarme. Me quité la
chaqueta, el pantalón y las botas, y sonreí bajo la sensación agradable del
calor; me desperecé estirando los brazos; di brincos para acabar de calentarme;
mi nariz se acostumbró al mal olor, los saltos me hicieron entrar completamente
en reacción, y no me quedaba sino tenderme en el diván y dormirme, cuando
ocurrió un pequeño incidente.
Mi mirada tropezó con el biombo; me fijé en él bien y
advertí que detrás de él una cabecita de mujer -los cabellos sueltos, los ojos
relampagueantes, los dientes blancos y dos hoyuelos en las mejillas- me
contemplaba y se reía. Me quedé inmóvil, confuso. La cabecita notó que la había
visto y se escondió. Cabizbajo, me dirigí a mi sofá, me tapé con mi abrigo y me
acosté.
«¡Qué diablos! -pensé-. Habrá sido testigo de mis saltos…
¡Qué tonto soy!…»
Las facciones de la linda cara entrevista por mí
acudieron a mi mente. Una visión seductora me asaltó, mas de pronto sentí un
escozor doloroso en la mejilla derecha…; apliqué la mano; no cogí nada; pero no
me costó trabajo comprender lo que era gracias al horrible olor.
-¡Abominable! -exclamó al mismo tiempo una vocecita de
mujer-; estos malditos bichos me van a comer viva.
Me acordé de mi buena costumbre de traer siempre conmigo
una caja de polvos insecticidas. Instantáneamente la saqué de mi maleta; no
tenía más que ofrecerla a la cabecita y la amistad quedaba hecha; ¿pero cómo
proceder?
-¡Esto es terrible!
-Señora -le dije, empleando la voz más suave que pude
haber-, si mal no comprendí, esos bichos la están a usted picando; tengo
ciertos polvos infalibles. Si usted desea…
-Hágame el favor.
-En seguida -repliqué con alegría-. Voy a ponerme el
abrigo y se los entregaré.
-No, no; pásemelos por encima del biombo; no venga usted
aquí.
-Está bien, por encima del biombo, puesto que usted me lo
manda; pero no tenga miedo de mí; no soy un cafre.
-¡Quién sabe! A los transeúntes nadie los conoce…
-Ea… ¿Por qué no me permite usted que se los lleve
directamente? No hay en ello nada de particular, sobre todo para mí, que soy
médico (la engañé, para tranquilizarla). Usted debe saber que los médicos, la
policía y los peluqueros tienen derecho a penetrar en las alcobas.
-¿De veras es usted médico; no lo dice usted de broma?
-¡Palabra de honor! ¿Puedo traer los polvos?
-Bueno, toda vez que es usted médico. Más, ¿para qué va
usted a molestarse? Mandaré a mi marido… ¡Teodorito!… ¡Despierta! ¡Rinoceronte!
Levántate y ve a traerme los polvos insecticidas que el doctor tiene la
amabilidad de ofrecerme.
La presencia de Teodorito detrás del biombo me dejó
trastornado, como si me hubiesen asestado un golpe en la cabeza.
Me sentí avergonzado y furioso. Mi rabia era tal y
Teodorito me pareció de tan mala catadura que estuve a punto de pedir socorro.
Era aquel Teodorito un hombre calvo, de unos cincuenta
años, alto, sanguíneo, con barbita gris y labios apretados. Estaba en bata y
zapatillas.
-Es usted muy amable -me dijo tomando los polvos y
volviendo detrás del biombo-. Muchas gracias. ¿El vendaval lo cogió a usted
también en el camino?
-Sí, señor.
-Lo siento… ¡Zinita, Zinita! Me parece que corre algo por
tu nariz… Permíteme que te lo quite.
-Te lo permito -dijo riendo Zinita-. Pero ¿qué has hecho?
He aquí un consejero de Estado que todos temen y que no es capaz de coger una
chinche.
-¡Zinita! ¡Zinita! Una persona extraña nos oye; no andes
con bromas.
-¡Canallas! ¡No me dejan dormir! Pensé, sin saber por
qué…
El matrimonio se quedó callado. Yo cerré los ojos y traté
de conciliar el sueño. Transcurrió una media hora, luego una hora; el sueño no
acudió. En fin, mis vecinos también empezaron a moverse, y los oí murmurar:
-¡Es extraordinario! Estos animales no le temen ni a los
polvos. ¡Es demasiado! ¡Doctor! Zinita me encarga le pregunte por qué estos
enemigos nuestros huelen tan mal.
Entablamos conversación. Hablamos de los enemigos, del
mal tiempo, del invierno ruso, de la medicina, de la cual yo no entiendo jota;
de Edison…
-Zinita, no te avergüences; este señor es médico.
Después de la conversación sobre Edison cuchichearon.
Teodorito le dijo:
-No tengas reparo, interrógalo. ¿De qué te asustas?
Cheroezof no te alivió; acaso éste lo consiga.
-Interrógalo tú -murmuró Zinita.
-¡Doctor! -gritó Teodorito dirigiéndose a mí-. Mi mujer
tiene a veces la respiración oprimida, tose, siente como un peso en el pecho…
¿De qué proviene esto?
-Difícil es definirlo. La explicación sería larga…
-¿Qué importa que la explicación sea larga? Tiempo nos
sobra; de todos modos, no podemos dormir… Examínela, querido señor. He de
advertirle que la trata el doctor Cheroezof, persona excelente, pero que me
parece no entenderla. Yo no tengo confianza en sus conocimientos; no creo en
él. Yo comprendo que usted no se halla dispuesto a una consulta en estas
circunstancias; sin embargo, le suplico que tenga la amabilidad. Mientras usted
la examina, yo iré a decirle al celador que nos prepare el té.
Teodorito salió arrastrando sus chanclas.
Me dirigí detrás del biombo. Zinita estaba recostada en
un amplio sofá, en medio de una montaña de almohadones, y se cubría el escote
con un cuello de encaje.
-A ver, muéstreme la lengua -dije sentándome al lado suyo
y frunciendo las cejas.
Me enseñó la lengua y se echó a reír. Le lengua era
rosada y no tenía nada anormal. Empecé a buscarle el pulso, y no me fue posible
hallarlo. En verdad, yo no sabía qué hacer ya. No me acuerdo qué otras
preguntas le dirigí mirando su cara risueña; sé solamente que al final de la
consulta me había vuelto completamente idiota. Del diagnóstico que formulé no
me acuerdo tampoco.
Al cabo de un rato me hallaba sentado en compañía de
Teodorito y de su señora delante del samovar.Me veía obligado a ordenar algo y,
para salir del paso, compuse una receta con sujeción a todas las reglas de la
farmacopea:
Rp.
Sic transit.0,05
Gloria mundi1
Aquae destilatae0,1
Una cuchara cada dos horas.
Para la señora Selova.
Dr. Zaizef
A la mañana siguiente, cuando con mi maleta en la mano me
despedía para siempre de mis nuevos amigos, Teodorito me cogió del botón de mi
abrigo y quiso convencerme de que le aceptara un billete de diez rublo.
-Usted no puede rechazarlo; tengo la costumbre de pagar
todo trabajo honrado. ¿No estudió usted? Sus conocimientos, ¿no los adquirió
usted a costa de fatigas? Esto yo lo sé.
No había modo de negarse. Y embolsé los diez rublos.
De esta suerte pasé la víspera del juicio. No me detendré
en describir mis impresiones cuando la puerta del Tribunal se abrió y el
alguacil me señaló el banquillo de los acusados. Me limitaré a hacer constar el
sentimiento de vergüenza que me asaltó cuando al volver la cabeza vi centenares
de ojos que me miraban, y me fijé en los rostros solemnes y serios de los
jurados. A primera vista comprendí que estaba perdido. Pero lo que no puedo
referir y lo que el lector no puede imaginarse es el espanto y el terror que de
mí se apoderaron cuando, al levantar los ojos a la mesa cubierta de paño rojo,
descubrí, en el asiento del fiscal, a… Teodorito. Al apercibirlo me acordé de
las chinches, de Zinita, de mi diagnóstico, de mi receta, y experimenté algo
como si todo el océano Ártico me inundara.
Teodorito alzó los ojos del papel que estaba escribiendo;
al principio no me reconoció; pero de ponto sus pupilas se dilataron, su mano
se estremeció. Se incorporó lentamente y clavó su mirada plomiza en mí. Me
levanté a mi vez sin saber por qué, incapaz de apartar mis ojos de los suyos.
-Acusado, ¿cuál es su nombre, etcétera? -interrogó el
presidente.
El fiscal se sentó y absorbió un vaso de agua; el sudor
humedecía sus sienes. Me sentí agonizar.
Todos los síntomas revelaban que el fiscal me quería
perder. Con muestras visibles de irritación acosaba a preguntas a los testigos…
Es tiempo de acabar. Escribo este relato en la misma
Audiencia, durante el intervalo que los jueces aprovechan para comer. Ahora le
toca el turno al discurso del fiscal. ¿Qué será?
Anton Chejov
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