La
salvación, Isidoro Blaisten
Buenas tardes, señor -dijo el viejo-, ¿qué
desea?
-Señor -dijo el hombre que buscaba la
salvación-, ¿tiene algo que me salve?.
El viejo dejó el lápiz encima de la boleta,
lo corrió justo hasta el borde del talonario, cerró las tapas, apoyó las manos
sobre el mostrador, ladeó la cabeza, y se lo quedó mirando por encima de los
lentes.
El hombre ya empezaba a ponerse nervioso.
Por fin, el viejo dijo:
-Ajá, ¿conque algo que lo salve?
-Sí. ¿Tiene? -preguntó el hombre esperanzado.
El viejo tiró de la punta que asomaba
apenas, extrajo el lápiz y dio unos cuantos golpecitos en el mostrador.
-Conque algo que lo salve -dijo nuevamente.
"Qué despacioso", pensó el
hombre, "parece un telegrafista".
El viejo arrugó la cara y miró los estantes
de arriba, con un ojo achicado, como si estuviera recordando. Después volvió a
observar al hombre, salió de atrás del mostrador, y se alejó hacia el fondo del
local, que era muy largo y bastante oscuro. Regresó empujando lentamente una
escalera con rueditas, que estaba unida por un riel a los estantes de arriba.
El hombre notó que el viejo renqueaba un
poco de la pierna derecha. Creyó que iba a subir, porque ya había apoyado la
escalera, muy cerca de él, como a cinco pasos, pero el viejo la sacudió un poco
verificando la solidez de los peldaños, se sonrió y dijo:
-Ahora, señor, si usted se diera vuelta...
-¡Eso nunca! -dijo el hombre con el rostro
demudado y haciendo un ademán de irse.
- Por favor -dijo el viejo sonriéndose más
todavía-.
Por favor -volvió a decir-. No me
interprete mal. Tiene que ser sin mirar. Dese vuelta y cierre los ojos.
El hombre se dio vuelta y cerró los ojos.
El viejo tardaba. Por fin oyó que subía,
respirando fuerte, como si le costase.
El hombre hizo un amago de girar el cuerpo.
Desde lo alto escuchó la voz del viejo.
- Ah, no, así no vale. Ya le dije que tiene
que ser sin mirar. Dese vuelta y cierre los ojos. ¡Y no espíe, eh!
El hombre apretó fuertemente los párpados,
tanto, que la cara se le distendió en una mueca, como si estuviese riendo con
la boca cerrada.
Atrás, arriba, el viejo estaba revolviendo
algo, alguna mercadería, que hacía ruido a lata. De pronto el sonido cesó.
El hombre sintió que el corazón le empezaba
a latir apresuradamente. Tu vo miedo. El viejito no la podía encontrar.Ya la
había vendido toda. Se daría vuelta en la escalera, y le diría:
- Señor mío, lo siento mucho. No queda más.
Ya puede mirar. Y bajando despaciosamente los escalones, agregaría:
- Hasta la semana que viene no hay nada que
hacer... Usted tendría que darse una vueltita el jueves, o más seguro el
viernes.
Entonces él, saturado de cansancio,
preguntaría por rutina:
-Y dígame, señor, ¿no sabe dónde se podrá
conseguir por acá cerca?
-Pero no le estoy diciendo, señor, que la
semana entrante la recibimos seguro -insistiría el viejo ya un poco amoscado y
apoyando la pierna renga en el suelo.
-No, no puedo esperar. Gracias -y tendría
que irse, y suicidarse con bicloruro de mercurio.
Pero no fue así. El viejo seguía
revolviendo cosas. "Probablemente debe de haber cajas de cartón,
también", pensó el hombre, porque por momentos el ruido a lata se
amortiguaba.
El viejo dijo:
-Ajá, já, por ai cantaba Garay.
Por la forma como le salió la voz, parecía
que estaba tironeando de algo. "Como si estuviera sacando una muela",
pensó el hombre.
-Ya está -dijo el viejo.
El hombre dio un salto. Una media vuelta
como los soldados.
- Ah, no -dijo el viejo desde arriba-, sin
darse vuelta.
El hombre volvió a su posición. No había
alcanzado a ver más que el saco color gris rata del viejo, un poco del pantalón
marrón, de un marrón muy antiguo, porque le trajo un recuerdo impreciso de
cuando era chico, y dos rayas anchas y blancas.
La escalera empezó a crujir. El viejo
bajaba. Al hombre le pareció que el descenso se le hacía interminable. De
frente, escondiendo algo detrás de la espalda, el viejo tarareaba las palabras
como los chicos:
-Ya está, ya está, ya está.
Llegó hasta donde estaba el hombre.
- Ahora, sin espiar, se me va a dar vuelta
para el otro lado -dijo.
Y le apoyó la mano libre en el hombro, lo
ayudó a girar, y verificó que tuviese los ojos bien cerrados.
-¿Ya está? -preguntó el hombre.
-Ya va a estar, ya va a estar -dijo el
viejo pasando detrás del mostrador.
Hizo un ruido con la bobina que al hombre
le pareció raro, sobre todo al tirar del papel y al cortarlo. Pensó que ya
estaba exagerando. "Cuánta parsimonia", se dijo. "Evidentemente,
ya está haciendo el paquete. "Y lo que el viejito le estaba por vender
debía de ser bastante pesado, porque hizo un ruido contundente al ponerlo sobre
el mostrador.
- ¿Ya está? -volvió a preguntar el hombre,
impaciente, aunque sabía que no estaba, porque recién, recién el viejito lo
había acomodado para envolverlo.
-Ya va a estar, ya va a a estar -y el
hombre oyó nítidamente el crujido del primer doblez.
Además, pensó, debía de ser cuadrado,
porque el viejito hacía los pliegues con golpes secos, como siguiendo con la
palma de la mano unos ángulos rígidos.
Ahora le estaba poniendo el piolín.
El viejo cortó el sobrante del hilo. "Seguro
que con un alicate", pensó el hombre. Después el viejo golpeó con el
paquete ya hecho sobre el mostrador y dijo, canturreando la a final como
dándole la seguridad al hombre de que efectivamente había terminado:
-Ya está.
El hombre primero abrió los ojos, después
sacudió la cabeza como un nadador que sale del agua, se dio vuelta y miró el
paquete.
El viejo lo sostenía colgado del moñito,
con dos dedos, en un gesto casi gracioso. El hombre vio que tenía forma de
prisma, y que estaba eficientemente hecho, con papel madera verde.
"La verdad, que da gusto", pensó.
Y sonriendo, lo agarró con las dos manos, como si sacara la sortija.
Lo tuvo un momento contra el pecho.
Después, como si recapacitara, lo puso debajo de la axila, y metiendo la mano
en el bolsillo del pantalón, preguntó apurado:
-¿Cuánto es?
- Novecientos noventa y cinco pesos -dijo
el viejo-. ¿Necesita factura?
-No, no hace falta -dijo el hombre.
El viejo rebuscaba en el cajón del
mostrador. El hombre hizo un gesto con la mano rechazando el vuelto.
- Está bien, señor, déjelo.
- Valiente -dijo el viejo dándole una
moneda de cinco pesos-.Que lo pase usted bien. Buenas tardes -Y se agachó para
recoger el lápiz que se había caído.
El hombre apretó el paquete y salió. Recién
entonces se dio cuenta de que al abrirse la puerta, sonaba como un carillón, o
una caja de música.
El paquete era más o menos como un
ladrillo, no tan grande, como le había parecido al verlo, ni tampoco tan
pesado.
El hombre deshizo el nudo con impaciencia,
y consiguió desenvolver la primera vuelta del hilo, porque el viejo le había
dado dos. Cuando le estaba sacando los parches de dúrex, y mientras pensaba:
"Qué curioso, no me había dado cuenta de que le había puesto dúrex.
Prolijo, el viejito", lo atropelló el Mercedes de color verde musgo.
Prácticamente le aplastó la cabeza con la
rueda izquierda.
Se juntó un montón de gente.
Lo taparon con una bolsa de cal, que un
corredor de seguros mandó traer enseguida de la obra en construcción que estaba
al lado.
Cuando llegó la ambulancia, todos se
corrieron y le dejaron paso. Deportivamente, bajaron el chofer y el
practicante; parecían dos jugadores al entrar a la cancha. Trotaron hasta el
hombre, se agacharon, lo destaparon y se miraron entre ellos.
El practicante quiso saber qué había en el
paquete. El muerto lo sostenía apretado contra el pecho. Trató de abrirle las
manos, pero no pudo. Tampoco pudo separarle los dedos. Entonces lo llevaron al
hospital Pirovano. Lo bajaron con camilla y todo, y lo dejaron en la guardia,
encima de otra camilla verde, con las patas despintadas.
El enfermero fue a llamar a la doctora.
Vino la doctora. La doctora era joven y
gorda. Hablaba como un hombre, y decía malas palabras. Cuando lo destapó, hizo
un gesto negativo con la cabeza.
Sintió curiosidad por el paquete. Intentó
sacárselo. El practicante le dijo que no era tan fácil, que él ya había
probado.
La doctora dijo, poniendo cara de
inteligente: "Es que los muertos son muy duros". Y el practicante
dijo: "Sí, parecen hijos de vascos".
La doctora tironeó de los restos del dúrex,
y los desprendió. Sacó el papel nerviosamente, el doble papel, porque el viejo
había sido muy minucioso. Entonces su expresión cambió. Su cara tenía ahora un
visaje de asombro y desencanto.
La doctora creyó necesario hacer una frase
entre el silencio de todos. La ocasión era propicia y a la doctora le gustaban
mucho las frases. Miró alternativamente al enfermero, al chofer y al
practicante, y dijo:
- Vean a qué cosas se aferran los seres
humanos.
Isidoro Blaisten
Nació en 1933 en Concordia,
Entre Ríos. Fue periodista, fotógrafo y librero. Publicó catorce libros, entre
ellos: Cerrado por melancolía (cuentos), Cuando éramos felices (ensayos), Al
acecho (cuentos).Murió en 2004, año en que se editó su única novela: Voces en
la sombra. "La salvación" pertenece al libro de cuentos del mismo
nombre (1971).(c) Herederos de Isidoro Blaisten.
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