Membretes, Oliverio Girondo
Jean Cocteau es un ruiseñor mecánico a quien le ha dado
cuerda Ronsard.
Los únicos brazos entre los cuales nos resignaríamos a
pasar la vida, son los brazos de las Venus que han perdido los brazos.
Si los pintores necesitaran, como Delacroix, asistir al
degüello de 400 odaliscas para decidirse a tomar los pinceles... Si, por lo
menos, sólo fuesen capaces de empuñarlos antes de asesinar a su idolatrada
Mamá...
Musicalmente, el clarinete es un instrumento muchísimo
más rico que el diccionario.
Aunque se alteren todas nuestras concepciones sobre la
Vida y la Muerte, ha llegado el momento de denunciar la enorme superchería de
las “Meninas” que —siendo las propias “Meninas” de carne y hueso— colgaron un
letrerito donde se lee Velázquez, para que nadie descubra el auténtico y
secular milagro de su inmortalidad.
Nadie escuchó con mayor provecho que Debussy, los
arpegios que las manos traslúcidas de la lluvia improvisan contra el teclado de
las persianas.
Las frases, las ideas de Proust, se desarrollan y se
enroscan, como las anguilas que nadan en los acuarios; a veces deformadas por
un efecto de refracción, otras anudadas en
acoplamientos viscosos, siempre envueltas en esa
atmósfera que tan solo se encuentra en los acuarios y en el estilo de Proust.
¡La “Olimpia” de Manet está enferma de “mal de Pott”!
¡Necesita aire de mar!... ¡Urge que Goya la examine!...
En ninguna historia se revive, como en las irisaciones de
los vidrios antiguos, la fugaz y emocionante historia de setecientos mil
crepúsculos y auroras.
¡Las lágrimas lo corrompen todo! Partidarios
insospechables de un “régimen mejorado”, ¿tenemos derecho a reclamar una “ley
seca” para la poesía... para una poesía “extra dry”, gusto americano?
Todo el talento del “douannier” Rousseau estribó en la
convicción con que, a los sesenta años, fue capaz de prenderse a un biberón.
La disección de los ojos de Monet hubiera demostrado que
Monet poseía ojos de mosca; ojos forzados por innumerables ojitos que
distinguen con nitidez los más sutiles matices de un color pero que, siendo
ojos autónomos, perciben esos matices independientemente, sin alcanzar una
visión sintética de conjunto.
Las frases de Oscar Wilde no necesitan red. ¡Lástima que
al realizar sus más arriesgadas acrobacias, nos dejen la incertidumbre de su
sexo!
El cúmulo de atorrantismo y de burdel, de uso y abuso de
limpiabotas, de sensiblería engominada, de ojo en compota, de retobe y de
tristeza sin razón —allí está la pampa... más allá el indio... la quena... el
tamboril —que se espereza y canta en los acordes del tango que improvisa
cualquier lunfardo.
Es necesario procurarse una vestimenta de radiógrafo (que
nos proteja del contacto demasiado brusco con lo sobrenatural), antes de
aproximarnos a los rayos ultravioletas que iluminan los paisajes de Patinir.
No hay crítico comparable al cajón de nuestro escritorio.
Entre otras... ¡la más irreductible disidencia
ortográfica! Ellos: Padecen todavía la superstición de las Mayúsculas.
Nosotros: Hace tiempo que escribimos: cultura, arte, ciencia, moral y, sobre
todo y ante todo, poesía.
Los cubistas cometieron el error de creer que una manzana
era un tema menos literario y frugal que las nalgas de madame Recamier.
¡Sin pie, no hay poesía! —exclaman algunos. Como si
necesitásemos de esa confidencia para reconocerlos.
Esos tinteros con un busto de Voltaire, ¿no tendrán un
significado profundo? ¿No habrá sido Voltaire una especie de Papa (negro) de la
tinta?
En música, al pleonasmo se le denomina: variación.
Seurat compuso los más admirables escaparates de
juguetería.
La prosa de Flaubert destila un sudor tan frío que nos
obliga a cambiarnos de camiseta, si no podemos recurrir a su correspondencia.
El silencio de los cuadros del Greco es un silencio
ascético, maeterlinckiano, que alucina a los personajes del Greco, les
desequilibra la boca, les extravía las pupilas, les diafaniza la nariz.
Los bustos romanos serían incapaces de pensar si el
tiempo no les hubiera destrozado la nariz.
No hay que admirar a Wagner porque nos aburra alguna vez,
sino a pesar de que nos aburra alguna vez.
Europa comienza a interesarse por nosotros. ¡Disfrazados
con las plumas o el chiripá que nos atribuye, alcanzaríamos un éxito clamoroso!
¡Lástima que nuestra sinceridad nos obligue a desilusionarla... a presentarnos
como somos; aunque sea incapaz de diferenciarnos... aunque estemos seguros de
la rechifla!
Aunque la estilográfica tenga reminiscencias de
lagrimatorio, ni los cocodrilos tienen derecho a confundir las lágrimas con la
tinta.
Renán es un hombre tan bien educado que hasta cuando cree
tener razón, pretende demostrarnos que no la tiene.
Las Venus griegas tienen cuarenta y siete pulsaciones.
Las Vírgenes españolas, ciento tres.
¡Sepamos consolarnos! Si las mujeres de Rubens pesaran 27
kilos menos, ya no podríamos extasiarnos ante los reflejos nacarados de sus
carnes desnudas.
Llega un momento en que aspiramos a escribir algo peor.
El ombligo no es un órgano tan importante como imaginan
ustedes... ¡Señores poetas!
¿Estupidez? ¿Ingenuidad? ¿Política?... “Seamos
argentinos”, gritan algunos... sin advertir que la nacionalidad es algo tan
fatal como la conformación de nuestro esqueleto. Delatemos un onanismo más: el
de izar la bandera cada cinco minutos.
Lo primero que nos enseñan las telas de Chardin es que,
para llegar a la pulcritud, al reposo, a la sensatez que alcanzó Chardin, no
hay más remedio que resignarnos a pasar la vida en zapatillas.
Facilísimo haber previsto la muerte de Apollinaire, dado
que el cerebro de Apollinaire era una fábrica de pirotecnia que constantemente
inventaba los más bellos juegos de artificio, los cohetes de más lindo color, y
era fatal que al primero que se le escapara entre el fango de la trinchera, una
granada le rebanara el cráneo.
Los esclavos miguelangelescos poseen un olor tan iodado,
tan acre que, por menos paladar que tengamos basta gustarlo alguna vez para
convencerse de que fueron esculpidos por la rompiente. (No me refiero a los del
Louvre; modelados por el mar, un día de esos en que fabrica merengues sobre la
arena.) ¡La opinión que se tendrá de nosotros cuando sólo quede de nosotros lo
que perdura de la vieja China o del viejo Egipto!
¡Impongámosnos ciertas normas para volver a experimentar
la complacencia ingenua de violarlas! La rehabilitación de la infidelidad
reclama de nosotros un candor semejante. ¡Ruboricémonos de no poder
ruborizarnos y reinventemos las prohibiciones que nos convengan, antes de que
la libertad alcance a esclavizarnos completamente!
El cemento armado nos proporciona una satisfacción
semejante a la de pasarnos la mano por la cara, después de habernos afeitado.
¡Los vidrios catalanes y las estalactitas de Mallorca con
que Anglada prepara su paleta!
Los cubistas salvaron a la pintura de las corrientes de
aire, de los rayos de sol que amenazaban derretirla pero —al cerrar
herméticamente las ventanas, que los impresionistas habían abierto en un exceso
de entusiasmo— le suministraron tal cúmulo de recetas, una cantidad tan grande
de ventosas que poco faltó para que la asfixiaran y la dejasen descarnada, como
un esqueleto.
Hay poetas demasiado inflamables. ¿Pasan unos senos
recién inaugurados? El cerebro se les incendia. ¡Comienza a salirles humo de la
cabeza!
“La Maja Vestida” está más desnuda que la “maja desnuda”
Las telas de Velázquez respiran a pleno pulmón; tienen
una buena tensión arterial, una temperatura normal y una reacción Wasserman
negativa.
¡Quién hubiera previsto que las Venus griegas fuesen
capaces de perder la cabeza!
Hay acordes, hay frases, hay entonaciones en D'Annunzio
que nos obligan a perdonarle su “fiatto”, su “bella voce”, sus actitudes de
tenor.
Azorín ve la vida en diminutivo y la expresa repitiendo
lo diminutivo, hasta darnos la sensación de la eternidad.
¡El Arte es el peor enemigo del arte!... un fetiche ante
el que ofician, arrodillados, quienes no son artistas.
Lo que molesta más en Cézanne es la testarudez con que,
delante de un queso, se empeña en repetir: “esto es un queso”.
El espesor de las nalgas de Rabelais explica su
optimismo. Una visión como la suya, requiere estar muellemente sentada para
impedir que el esqueleto nos proporcione un pregusto de muerte.
La arquitectura árabe consiguió proporcionarle a la luz,
la dulzura y la voluptuosidad que adquiere la luz, en una boca entreabierta de
mujer.
Hasta el advenimiento de Hugo, nadie sospechó el
esplendor, la amplitud, el desarrollo, la suntuosidad a que alcanzaría el genio
del “camelo”.
Es tanta la mala educación de Pío Baroja, y es tan
ingenua la voluptuosidad que siente Pío Baroja en ser mal educado, que somos
capaces de perdonarle la falta de educación que significa llamarse: Pío Baroja.
No hay que confundir poesía con vaselina; vigor, con
camiseta sucia.
El estilo de Barres es un estilo de onda, un estilo que
acaba de salir de la peluquería.
Lo único que nos impide creer que Saint Saens haya sido
un gran músico, es haber escuchado la música de Saint Sáéns.
¿Las Vírgenes de Murillo? Como vírgenes, demasiado
mujeres. Como mujeres, demasiado vírgenes.
Todas las razones que tendríamos para querer a Velázquez,
si la única razón del amor no consistiera en no tener ninguna.
Los surtidores del Alhambra conservan la versión más
auténtica de “Las mil y una noches”, y la murmuran con la fresca monotonía que
merecen.
Si Rubén no hubiera poseído unas manos tan finas!... ¡Si
no se las hubiese mirado tanto al escribir!...
La variedad de cicuta con que Sócrates se envenenó se
llamaba “Conócete a ti mismo”.
¡Cuidado con las nuevas recetas y con los nuevos
boticarios! ¡Cuidado con las decoraciones y “la couleur lócale”! ¡Cuidado con
los anacronismos que se disfrazan de aviador! ¡Cuidado con el excesivo dandysmo
de la indumentaria londinense! ¡Cuidado —sobre todo— con los que gritan:
“¡Cuidado!” cada cinco minutos!
Ningún aterrizaje más emocionante que el “aterrizaje”
forzoso de la Victoria de Samotracia.
Goya grababa, como si “entrara a matar”.
El estilo de Renán se resiente de la flaccidez y olor a
sacristía de sus manos... demasiado aficionadas “a lavarse las manos”.
La Gioconda es la única mujer viviente que sonríe como
algunas mujeres después de muertas.
Nada puede darnos una certidumbre más sensual y un
convencimiento tan palpable del origen divino de la vida, como el vientre
recién fecundado de la Venus de Milo.
El problema más grave que Goya resolvió al pintar sus
tapices, fue el dosaje de azúcar; un terrón más y sólo hubieran podido usarse
como tapas de bomboneras.
Los rizos, las ondulaciones, los temas “imperdibles” y,
sobre todo, el olor a “vera violetta” de las melodías italianas.
Así como un estilo maduro nos instruye —a través de una
descripción de Jerusalén— del gesto con que el autor se anuda la corbata, no
existirá un arte nacional mientras no sepamos pintar un paisaje noruego con un
inconfundible sabor a carbonada.
¿Por qué no admitir que una gallina ponga un
trasatlántico, si creemos en la existencia de Rimbaud, sabio, vidente y poeta a
los 12 años?
¡El encarnizamiento con que hundió sus pitones, el toro
aquél, que mató a todos los Cristos españoles!
Rodin confundió caricia con modelado; espasmo con
inspiración; “atelier” con alcoba.
Jamás existirán caballos capaces de tirar un par de
patadas que violenten, más rotundamente, las leyes de la perspectiva y posean,
al mismo tiempo, un concepto más equilibrado de la composición, que el par de
patadas que tiran los heroicos percherones de Paolo Uccello.
Nos aproximamos a los retratos del Greco, con el
propósito de sorprender las sanguijuelas que se ocultan en los repliegues de
sus golillas.
Un libro debe construirse como un reloj, y venderse como
un salchichón.
Con la poesía sucede lo mismo que con las mujeres: llega
un momento en que la única actitud respetuosa consiste en levantarles la
pollera.
Los críticos olvidan, con demasiada frecuencia, que una
cosa es cacarear, otra, poner el huevo.
Trasladar al plano de la creación la fervorosa
voluptuosidad con que, durante nuestra infancia, rompimos a pedradas todos los
faroles del vecindario.
¡Si buena parte de nuestros poetas se convenciera de que
la tartamudez es preferible al plagio!
Tanto en arte, como en ciencia, hay que buscarle las
siete patas al gato.
El barroco necesitó cruzar el Atlántico en busca del
trópico y de la selva para adquirir la ingenuidad candorosa y llena de fasto
que ostenta en América.
¿Cómo dejar de admirarla prodigalidad y la perfección con
que la mayoría de nuestros poetas logra el prestigio de realizar el vacío
absoluto?
A fuerza de gritar socorro se corre el riesgo de perder
la voz.
En los mapas incunables, África es una serie de islas
aisladas, pero los vientos hinchan sus cachetes en todas direcciones.
Los paréntesis de Faulkner son cárceles de negros.
Estamos tan pervertidos que la inhabilidad de lo ingenuo
nos parece el “sumun” del arte. La experiencia es la enfermedad que ofrece el
menor peligro de contagio.
En vez de recurrir al whisky, Turner se emborracha de
crepúsculo.
Las mujeres modernas olvidan que para desvestirse y
desvestirlas se requiere un mínimo de indumentaria.
La vida es un largo embrutecimiento. La costumbre nos
teje, diariamente, una telaraña en las pupilas; poco a poco nos aprisiona la
sintaxis, el diccionario; los mosquitos pueden volar tocando la corneta,
carecemos del coraje de llamarlos arcángeles, y cuando deseamos viajar nos
dirigimos a una agencia de vapores en vez de metamorfosear una silla en un
trasatlántico.
Ningún Stradivarius comparable en forma, ni en
resonancia, a las caderas de ciertas colegialas.
¿Existe un llamado tan musicalmente emocionante como el
de la llamarada de la enorme gasa que agita Isolda, reclamando desesperadamente
la presencia de Tristán?
Aunque ellos mismos lo ignoren, ningún creador escribe
para los otros, ni para sí mismo, ni mucho menos, para satisfacer un anhelo de
creación, sino porque no puede dejar de escribir.
Ante la exquisitez del idioma francés, es comprensible la
atracción que ejerce la palabra “merde”.
El adulterio se ha generalizado tanto que urge
rehabilitarlo o, por lo menos, cambiarle de nombre.
Las distancias se han acortado tanto que la ausencia y la
nostalgia han perdido su sentido.
Tras todo cuadro español se presiente una danza macabra.
Lo prodigioso no es que Van Gogh se haya cortado una
oreja, sino que conservara la otra.
La poesía siempre es lo otro, aquello que todos ignoran
hasta que lo descubre un verdadero poeta.
Hasta Darío no existía un idioma tan rudo y maloliente
como el español.
Segura de saber donde se hospeda la poesía, existe
siempre una multitud impaciente y apresurada que corre en su busca pero, al
llegar donde le han dicho que se aloja y preguntar por ella, invariablemente se
le contesta: Se ha mudado.
Sólo después de arrojarlo todo por la borda somos capaces
de ascender hacia nuestra propia nada.
La serie de sarcófagos que encerraban a las momias
egipcias, son el desafío más perecedero y vano de la vida ante el poder de la
muerte.
Los pintores chinos no pintan la naturaleza, la sueñan.
Hasta la aparición de Rembrandt nadie sospechó que la luz
alcanzaría la dramaticidad e inagotable variedad de conflictos de las tragedias
shakespearianas.
Aspiramos a ser lo que auténticamente somos, pero a
medida que creemos lograrlo, nos invade el hartazgo de lo que realmente somos.
Ambicionamos no plagiarnos ni a nosotros mismos, a ser
siempre distintos, a renovarnos en cada poema, pero a medida que se acumulan y
forman nuestra escueta o frondosa producción, debemos reconocer que a lo largo
de nuestra existencia hemos escrito un solo y único poema.
Oliverio Girondo