Un nido para Hermaan Hesse
Por aquí cerca, en una quebrada de las sierras, a la par
de un arroyo y entre un tupido bosque de viejos molles vive un amigo mido, de
nacionalidad alemana, que, como tantos otros ciudadanos de su país que no
pudieron ahogar en el fondo de sus corazones el instinto de la libertad, tuvo
que expatriarse cuando las hordas de Hitler ladraban enloquecidas de furor y de
sangre, por las ciudades y campiñas de la tierra de Beethoven.
Este amigo mío vive en la más completa soledad. Con sus propias
manos levantó la rústica cabaña en que habita, construida de barro y de pajas,
como todos los ranchos argentinos. Parecería que ha querido sumergirse de lleno
en la naturaleza silvestre, movido por un sentimiento de aversión a esta
civilización mecanicista de occidente, que está conduciendo a la humanidad a
una encrucijada ciertamente fatal.
Él mismo produce el alimento que consume. Posee un rebaño
de cabras que le da leche y carne y una pequeña parcela cultivada que riega con
el agua del vecino arroyo, de donde obtiene las verduras para todo el año.
Mi amigo es un individuo en extremo culto e inteligente
y, sobre todo, un apasionado lector. A pesar de vivir en tan cerrado
aislamiento dase la maña para estar al corriente del movimiento intelectual y
literario de Europa. Sobre la cabecera de su camastro, colocados en una especie
de repisa construida con las maderas de un cajón, el visitante puede admirar
los tejuelos dorados de una colección de libros, en inglés, francés y alemán,
entre los cuales se destaca, por lo primorosa y rica de su encuadernación, un
volumen que contiene las poesías de Goethe.
Otro de sus autores preferidos, y por el cual alienta una
admiración lindera casi con el fanatismo, es el novelista y poeta suizo-alemán
Hermaan Hesse, ganador del Nobel en el año 1950. Sin duda la calidad espiritual
de su alma, el individualismo exasperado que se complace en cultivar desde hace
tiempo, la extraña soledad que le presta refugio como una isla en el océano,
han hecho que se sienta identificado con el protagonista de la novela de Hesse
titulada "El lobo estepario".
-En ese libro me he visto reflejado como en un espejo -me
expresó cierto día que comentábamos una traducción española de dicha obra. Y en
los últimos tiempos era su libro de cabecera, el de gustar lentamente, a manera
de un rico licor de sobremesa, mientras el viento de las montañas silba entre
los árboles "El juego de abalorios", ese misterioso y hondo libro,
por cuyo cauce circula, como el agua lenta de un río, todo el caudal de
sabiduría y poesía esencial que el autor ha ido acumulando a lo largo de muchos
años de meditación y sufrimiento. El extraño mundo donde los hombres son
gobernados por el poder de la música, que Hermaan Hesse nos hace habitar a
través de las páginas de su novela, tenía la virtud de sumergir a mi amigo en
una prolongada ensoñación, de la cual parecía emerger como aquél que retorna luego de un largo y maravilloso viaje.
Pues bien, al irse aproximando la Navidad del año pasado,
Navidad que mi amigo, como siempre, pasaría solitario, sin otra compañía que la
de su propia exasperada y amarga soledad, concibió esta peregrina idea: -Le
escribiré a Herman Hesse- se dijo –el es el único hombre capaz de comprenderme
en el mundo. Y, acto seguido. diose a la tarea de pergeñar algunas líneas que
luego fueron cubriendo de negra y nerviosa escritura páginas y más páginas en
la cual, como quien hablara consigo mismo, fuele confesando todo lo suyo, los
infinitos y torturantes problemas de un "lobo estepario", sin patria
ni hogar, un triste náufrago que navega sin rumbo por un mar desconocido.
Y para hacer digna compañía a esta carta agregó, como el
único obsequio de Navidad que estaba en sus medios enviarle, un pequeño nido de
colibrí, con sus huevecitos adentro. Después, carta y nido fueron
acondicionados en una caja de cartón y remitidos por vía aérea a la ciudad de
Zurich, en Suiza.
Llegó la Navidad, pero mi amigo ya no se sentía tan
solitario como otras veces.
Pues ahora imaginaba que allá, al otro lado del mar, en
una antigua ciudad de un bello país, donde sus habitantes conocían y amaban su
lengua, un hombre genial estaría a tales horas leyendo su larga carta dolorosa
y quizás agradeciéndole, desde el fondo de su corazón, el precioso y delicado
obsequio.
Fueron pasando los calurosos días de enero y febrero,
hasta que cierta tarde, a principios de marzo, mi amigo dispuso bajar hasta el
pueblo en busca de correspondencia.
Solía recibir muy pocas cartas, pero como estaba
suscripto a algunos diarios y revistas, de tarde en tarde venía a recoger los
paquetes.
No se atrevió a abrir allí mismo la carta misteriosa.
Deseaba hacerlo cuando llegara a su rancho, para poder gustar allá, en la paz
de los cerros, la sorpresa que sin duda contendría el sobre.
Al llegar a su casa brillaban las primeras estrellas.
Encendió una vela. Se tendió sobre la cama y entonces abrió el sobre del cual
extrajo, con un ligero temblor en sus dedos una carta y un recorte periodístico.
La carta estaba escrita en idioma alemán y era de puño y letra de Hermaan
Hesse, el lejano y admirado maestro. En dicha carta Hesse le expresaba que había
leído su mensaje de Navidad con el ánimo conmovido, y que era la suya una de
las más bellas cartas que había recibido a lo largo de sus días.
Y, que, para testimoniarle la profunda emoción que le
causaran la carta y el regalo de Navidad le remitía ese artículo suyo que
acababa de ser publicado por uno de los más importantes periódicos europeos.
El artículo de Hesse se titulaba, más o menos: "Cartas
que recibo" y comenzaba refiriendo que la víspera de Navidad le habían
llegado, entre su numerosa correspondencia habitual, tres paquetes, cuya forma
y origen le llamaron poderosamente la atención, por cuyo motivo los dejó aparte
para abrirlos en el último momento.
El primer paquete procedía de Tokio y consistía en un
bello cuadro pintado sobre seda, un kakemono para ser más preciso, que le
enviaba un pintor japonés enamorado de sus libros. El otro paquete le era
remitido desde la ciudad de Los Ángeles, en California, EEUU., y contenía
algunos pliegos de cierta clase de papel para dibujo, remitido por una
admiradora americana a raíz de la lectura de una página donde Hesse se
lamentaba de que tal clase de papel hubiese dejado de fabricarse.
Y en cuando al tercero y último paquete -continuaba
escribiendo el maestro- demoro todavía algunos instantes más para abrirlo
porque todo lo seducía en él: su remoto origen, ese lejano país del extremo
austral del continente americano llamado Argentina. Mientras lo hacía girar
lentamente entre sus dedos le parecía aspirar un perfume exótico, como si el
misterioso paquete guardase un fragante fruto del trópico, o algunas de esas
extrañas y deslumbrantes flores que suelen crecer entre las lianas y los helechos
de las selvas amazónicas.
-¿Que habrá en su interior? -se preguntaba. Luego, al
abrirlo, cayó sobre su mesa de trabajo el objeto más increíblemente pequeño y delicado
del mundo: un nido, un minúsculo nido de colibrí, con dos blancos huevecitos
posados en su sedoso interior, un pequeño nido maravilloso, "un sueño de
nido" -exclama con verdadero entusiasmo el célebre escritor en el artículo
de referencia. Y entonces -prosigue diciendo- aspire su fragancia como la de
una flor, larga y profundamente, con los ojos cerrados y el extraño y salvaje
olor del pequeño nido de colibrí fue, poco a poco, llenando el aire todo de la
casa.
El minúsculo nido descansa ahora sobre la mesa de trabajo
de uno de los más geniales novelistas de nuestra época.
Como puede verse, esta pequeña historia parece confirmar
la idea de que Dios está presente en este diminuto y maravilloso pájaro, más
que en ninguna otra criatura viviente, como que la singular odisea del nido de
Colibrí sirvió para traer un poco de consuelo, esperanza y tranquilidad al
corazón lacerado de un hombre que se encontraba al borde de la desesperación y
el suicidio.
De Vivir en Poesía. Guiones. Anécdotas y Poemas inéditos
de Obras Completas de Antonio Esteban Agüero, Tomo IV