EL TIC-TAC
¿Se acuerda, amigazo, de Pedro Bulla?
Si es muy pichón y todavía esté emplumando, probablemente
no, porque resulta que Pedro se fué de Villa Dolores hace como veinte años.
Endilgó para la ciudad de Córdoba y allí ancló, para
perderse entre la riada de gente siempre apurada que
trota por las calles.
Nos dejo de a poco. Primero se alejo, tomando distancia.
Después, a ese alejamiento le añadió tiempo. Se fué del
todo. Se fue para siempre. Se murió Pedrito, llevándose su vozarrón, y, con él,
sus dicharachos, ocurrencias y pintorescas exageraciones.
Contados por Pedro con su voz ecuda todos, absolutamente todos
los lances de su vida fueron singulares y, muchas veces, insólitos. Y, si
alguien dudaba de su palabra, le refregaba por la cara un testigo de fierro: el
finado Servando, su tío, que estaba enterrado en el cementerio de San Pedro,
que allí fuera el incrédulo y sin prejuicios ni ceremonia alguna preguntara al
muerto.
Entre sus mas memorables hazañas se halla aquella de su juventud,
cuando trabajaba aún con su padre.
Un otoño le encargé que arreara una punta de vacas desde Chancani
hasta la estancia cercana a Chuna. Como la hacienda estaba flacona por la
escasez de pasto, no había que exigirla mucho.
Así las cosas, y como la distancia entre los dos lugares
suma mas leguas que dedos de las manos, ayudado por dos peones, salió una madrugada
de esa yesca que es Chancanl y se vino por el camino costero a las lomas que
apuntalan la Pampa de Pocho.
A mediodía, mientras daba un resuello y bebida a la tropa
en una represa, mandé encender una fogata a la sombra de un algarrobo para
echar medio costillar sobre las brasas y despenar tres botellas de vino.
Mientras asaba la carne entraron a conversar. Mejor
dicho, solo hablo Pedrito de muchas y de cualquier cosa: del senador, de las cabras
de doña Celaudina, de una maestrita que andaba caroneando para que perdiera las
cosquillas. En fin, de todo un poco, pero muy especialmente de su reloj de
bolsillo de plata, de los de doble tapa, del que por ser herencia do su abuelo
nunca se desprendía y orgulloso mostré a los peones ponderando sus excelencias.
Comido el costillar y ultimadas las botellas, se
acostaron un rato sobre los cojinillos a descabezar una siestita.
Cuando despertaron el sol comenzaba a bajar y reiniciaron
la marcha.
Al llegar a la estancia hacia el anochecer, Pedro se
bolsiqueó para ver la hora. ¡Cuál no sería su asombro, angustia y dolor, al
comprobar que el muy ladino del reloj lo había abandonado! ¡0 se le había
perdido? Para Pedro daba lo mismo. El reloj faltaba. Había dejado do ser un
apéndice de su cuerpo. No son de repetir las zafadurías que le enjareté a las
vacas, al azulejo que montaba, al camino y todo cuanto le rodeaba, con el
agravante de que el eco devolvía, amplificadas, las dos o tres últimas silabas
de cada desbocamiento. Los peones y, sobre todo, la hija del puestero trataron
de calmarlo.
Cuando so aplaco su colera cayo en honda pena. Quedose triste
por mucho tiempo y lucio pañuelo negro al cuello en señal de duelo.
—¡Que reloj, mi amigo! ¡Que perdida¡ Si es para llorar...
Paso el invierno con sus fríos, la primavera con sus flores
y el verano con sus solazos y, precisamente, al otoño siguiente, ni que fuera
cosa del Uñudo, su padre le encargo otro arreo entre Chancani y la estancia.
Fue algo así como si una espina de penca le enconara de nuevo su dolor, ya casi
cicatrizado: inconscientemente se palpo el bolsillo..., ¡pero el reloj no
estaba!
Esta vez el arreo no era de vacas, sino de una tropilla de
mulas chúcaras, labor más peliaguda. A mediodía llegó a la misma represa, acompañado
por los mismos peones, reiterándose el asado y la bebida consabida. Pedrito
echaba sus parrafadas no dando tiempo a sus compañeros ni siquiera para estornudar.
Pero él si, él estornudo fuerte como fuelle de herrero. Mientras componía el
apero de su nariz, el silencio, sin el vozarrón de Pedro, parecía más espeso,
como si se pudiera tocar.
Cuando los peones esperaban que el monologo continuase,
vieron sorprendidos que el patrón, enmudecido, prestaba atención a algo que
ellos no veían ni oían en cambio Pedro sentía, percibía, oía, un suave golpeteo
que venía desde abajo: tic-tac... tic-tac... tic-tac...
El corazón le latió como garganta de chelco. Rápido como saludo
de tero escarbo la tierra con el cuchillo y, cuando el hoyo alcanzaba como
medio palmo, ¿a qué no sabe quién estaba muy
orondo? ¡El reloj, señor! ¡El reloj de plata perdido un año
atrás cuando churrasqueo en el otro arreo. Todavía marchaba y para no desacreditar
el dueño marcaba la hora exacta.
Ah..., ¿no me cree?
Entonces vaya, ¡vaya...!
al cementerio de San Pedro y pregúntele al finado Servando, el tío de Pedro que
allí está enterrado.
Le contestara que le he contado la pura verdad. Palabra de
Pedro.
José María Castellano
-1985 —