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5 de abril de 2021

Polonia en Argentina, Witold Gombrowicz

 

Polonia en Argentina, Witold Gombrowicz
 
 
¿Queréis, amigos, que charle con vosotros sobre los polacos en Argentina? Pero, ¿en qué forma? ¿Qué es lo que os interesa? ¿La situación de la colonia polaca actual en Argentina? ¿Cantidad? ¿Ubicación? ¿Organización? ¿Actividades culturales y económicas?
¡Al diablo con este cuestionario, mortalmente aburrido para vosotros y para mí! ¿Verdad que todo eso no os importa en absoluto? Sin embargo —supongo—, os podría interesar otra cuestión, a saber, cómo nos ve a nosotros, los polacos, un argentino; sí, reconoced que eso es para vosotros más apasionante…, incluso cada vez más apasionante a medida que se prolonga vuestro vergonzoso aislamiento y la paradoja de la historia os condena al papel de un villorrio de Europa situado en su mismo centro.
En cambio, Argentina es todo lo contrario. Argentina, aunque geográficamente hablando está perdida en la más extrema periferia, ahogada entre océanos, en realidad es un lugar abierto al mundo, un país internacional, marinero, intercontinental. ¿Y cuál es la imagen que tienen de nosotros en esta Argentina?
Es un tema imposible de agotar en tres palabras. Comencemos por lo que más salta a la vista: el cuerpo, y ya veremos adonde llegamos.
El aspecto físico del polaco resulta aquí… ¿cómo decirlo?…, poco claro, confuso… En Argentina, rebosante de extranjeros, se hace evidente que la estructura corporal del polaco es mucho menos definida que la de los típicos escandinavos o ingleses, e incluso que la de los alemanes, italianos, españoles, rusos o franceses. Los polacos presentan una enorme riqueza de combinaciones físicas, una cantidad ingente de tipos diferentes, una gran abundancia de rostros diversos; es más, a menudo un solo polaco parece tener la nariz de uno, las orejas de otro, el trasero de un tercero; todo esto adornado con una expresión imposible de prever y moviéndose en una dirección gualmente imprevisible, si no en varias direcciones a la vez. Y toda esta torre de Babel de la forma va acompañada de una considerable intensidad de expresión: ¡cuántos santos o asesinos, caudillos o dignatarios, cretinos o brutos no habrá entre nosotros!, ¡con cuánta fuerza se expresan en nosotros el pathos, la capacidad de embaucar, la virtud o la picardía…! El argentino, naturalmente, no percibe todos estos matices, él sólo sabe que a un polaco es difícil reconocerlo por su aspecto; nuestro tipo nacional es para él como esos idiomas extranjeros oídos en el tranvía o en el metro, que le fascinan porque no comprende nada de ellos y ni siquiera es capaz de adivinar grosso modo a qué grupo lingüístico pertenecen; generalmente resulta que se trata del húngaro.
Así pues, la impresión que causa el cuerpo polaco en Argentina podemos definirla con una palabra: diversidad. Diversidad y puede que hasta desorden. Y también: extremismo… Sin hablar, por supuesto, de una serie de rasgos evidentes como que el polaco tendrá la piel más clara, generalmente será rubio, más imponente, más grande y de mayor peso. Pero nada de eso, según mi opinión, es tan importante como esa especie de desorden en el cuerpo, que nos distingue aquí de los demás. Añadamos que los argentinos, tanto hombres como mujeres, son de buen ver y que se caracterizan, al contrario que nosotros, por la armonía y el orden de la forma y por el carácter discreto de su expresión. Precisamente esta discreción hace que la superioridad física nunca constituya aquí un motivo de orgullo, y —como ya he constatado en otra ocasión—, toda superioridad en América del Sur está desprovista de agresividad. Y sobre este fondo armonioso y discreto, nuestro desorden resalta con más fuerza. Sin embargo, este desorden y esta diversidad que nos caracterizan no se limitan sólo a nuestro cuerpo. Los descubrimos asimismo en nuestra manera de ser, y es algo que en Argentina se percibe de una forma incomparablemente más clara que en Polonia. A veces voy en compañía de argentinos a fiestas polacas. Pues bien, un baile argentino es tranquilo, correcto, mediocre y monótono, no puede pasar nada escandaloso, todos tienen un aspecto correcto y visten correctamente, no verás nunca nada que te deje estupefacto… Mientras que una fiesta polaca es como una selva virgen, además forrada de abismos; en ella, junto a lo distinguido reina lo vulgar; cuando alguien abre la boca, nunca se sabe si se va a oír una refinada expresión intelectual o bien una tontería de palurdo; la mundología del emigrante a menudo va del brazo con el sempiterno espíritu retrógrado, el traje de su mujer puede ser tan elegante y modesto como hortera y provinciano, un movimiento discreto de la mano alzada en un gesto de sublime delicadeza puede acabar en un escándalo con bofetadas. No hace mucho, en uno de esos bailes, un elegante ex oficial de caballería, gigante y forzudo, apretó en broma la mano de su pareja, la apretó con tanto sentimiento… que se la rompió… ¡Por puro entusiasmo! Semejantes historias producen en los argentinos admiración, si bien algo confusa. Y esa misma naturaleza impenetrable eslavo-polaca la descubrimos en cualquier otra ocasión…, por ejemplo, en las cartas a la redacción publicadas por los periódicos polacos en Argentina. Es muy instructivo compararlas con las cartas de los lectores en la prensa argentina. El argentino, cuya literatura no tiene punto de comparación con la polaca, y que apenas comienza a probar sus fuerzas en este campo, sabrá, sin embargo, escribir a la redacción una carta clara y llena de sentido común, bastante culta, correcta e impecable por lo que se refiere al estilo y lenguaje. Por lo contrario, la carta del lector polaco puede ser —digo «puede ser», porque no lo es siempre… pero es una amenaza permanente que pesa sobre nosotros— «puede ser», pues, a menudo torpe, desmañada e inmadura.
En el sentido psicológico, la cuestión es más compleja de lo que pueda parecer.
¿A qué atribuir esta seguridad de la forma que caracteriza a la raza latina? Recuerdo mi estupefacción cuando por primera vez hojeé un periódico editado por un grupo de jóvenes poetas locales, todos ellos veinteañeros. ¿Por qué a la edad en que el muchacho polaco aún es tan torpe, ellos, esos adolescentes argentinos de sangre española o italiana, llegan a una madurez precoz que se expresa con facilidad o incluso con elegancia? ¿De dónde nos viene a nosotros, los polacos, esta dolorosa incapacidad de saber estar? Pero, ¿lo verán los argentinos con la misma claridad con que lo veo yo, un polaco, que observa a los polacos en un escenario extranjero? Hay que reconocer que hasta aquí no he dicho nada especialmente nuevo en estas lucubraciones —ya que al fin y al cabo esa «desigualdad» eslava nos preocupa desde hace tiempo—, pero ahora tengo la sensación de entrar en un terreno menos explorado e incluso diría que bastante sorprendente. Escuchad: a raíz de muchas conversaciones con argentinos y de mucho observar, he sacado la conclusión de que para ellos esos defectos de la forma polaca no son en absoluto algo que les disguste, sino que, hasta cierto punto, incluso les impresionan. Cuántas veces me han sorprendido sus reacciones: por ejemplo, esa docilidad con que toleraban las excentricidades y gracias de nuestros bromistas, esos chistosos con una buena melopea encima, esos chicos «con imaginación». —¡Ah, qué ingenioso que es! ¡Qué divertido! —decían mientras yo me ruborizaba de vergüenza. ¿Cómo comprenderlo? ¿Acaso el argentino se deja aterrorizar por el polaco? ¿Acaso nuestro temperamento, más fuerte, vence sobre el suyo? ¿O quizás todas esas planchas y torpezas resultan para ellos exóticas y por lo mismo nada dolorosas ni irritantes? Seguramente, en muchos casos la explicación es ésta, pero tratemos de buscar también una interpretación un poco más profunda. Creo que los argentinos se sienten tan paralizados, y quizás cansados o incluso aburridos por su propia forma, que su reacción a la falta de forma es mucho más benévola de lo que se pudiese esperar. En el polaco, que a mí me horroriza con su incapacidad de saber estar, el argentino descubrirá ante todo a un salvador capaz de conducirlo a la esfera de lo Imprevisible. Quién sabe, a lo mejor lo que más aprecia en el polaco sea el que no se avergüence de ser como es… ¡qué error!… ya que es precisamente la vergüenza la que nos obliga constantemente a excedernos. Probablemente os resulte extraña esta comparación…, pero yo este mundo argentino, aunque tan burgués, lo compararía al mundo de los militares, y el mundo polaco, aunque tan heroico y caballeresco, al mundo de los actores. Ya que los argentinos están gobernados por el «General Forma» que les impone una disciplina de hierro, mientras que entre nosotros reina la bohemia, el alboroto, la pose, los efectos baratos de una farándula que cada noche da un nuevo espectáculo sin saber nunca con cuál va a estallar. La gran verdad que se nos revela sobre nosotros mismos en el extranjero es que somos artificiosos. ¡Pero no os preocupéis! Este artificio puede ser un buen camino hacia unos logros maravillosos, inaccesibles por medio de una sencillez campechana. Este artificio hace que con todos sus defectos los polacos pasen aquí por gente interesante, más interesante y más rica no sólo de los mortalmente aburridos ingleses, holandeses, belgas, suizos, daneses, suecos, noruegos, sino también de muchas otras nacionalidades con auténtico atractivo. El encanto polaco tampoco es únicamente un mito. —¡Sois maravillosamente enervantes! —constató una dama argentina al abandonar una fiesta en mi casa, donde la estuvimos chinchando durante tres horas.
 
Witold Gombrowicz

 
De Peregrinaciones Argentinas El texto de «Peregrinaciones argentinas» fue hallado en 1976 por Rita Gombrowicz, la esposa de Witold, entre los papeles póstumos del autor. Son los primeros textos escritos por Witold Gombrowicz para la sección polaca de Radio Free Europe desde comienzos de 1959 hasta octubre del mismo año. Se trata de veintiséis crónicas, de cuatro páginas dactilografiadas cada una.


4 de abril de 2021

Prefacio de Ferdydurke de Witold Gombrowicz escrito por Ernesto Sábato

Jose Luis Colombini y Ernesto Sabato
 

Prefacio de Ferdydurke de Witold Gombrowicz escrito por Ernesto Sábato
               
 
                Creo que fue en 1939 cuando por primera vez leí algo de Gombrowicz. Yo vivía aún en La Plata, donde habíamos inventado con mi amigo el astrónomo Miguel Itsigzohn un tipo de humor paranoico que denominamos margotinismo. Con los años aprendí que tales invenciones en rigor son siempre descubrimientos, y que aquella reacción un poco demencial contra un universo deshumanizado era casi inevitable. Fue por entonces cuando me llegó la revista Papeles de Buenos Aires, que dirigía Adolfo de Obieta. Con estupor leí el cuento titulado Filifor forrado de niño, de un desconocido de nombre polaco: Witold Gombrowicz. Corrí a buscar a Miguel, con la revista en la mano. Nos pareció de pronto milagroso que algo tan aparentemente descabellado como el margotinismo (y, por lo tanto, producto de la pura casualidad) pudiera surgir en otro remoto lugar de la tierra, con características tan similares.
                No recuerdo ahora cómo nos encontramos, más tarde, con el propio autor de aquel relato. Era un individuo flaco, muy nervioso, que chupaba ávidamente su cigarrillo, que desdeñosamente emitía juicios arrogantes e inesperados. Parecía helado y cerebral. Era difícil adivinar debajo de esa coraza el cálido fondo humano que latía en aquel exilado vagamente conde, pero auténticamente aristócrata.
                Supe entonces que Filifor formaba parte de una novela llamada Ferdydurke, que ardía por leer. Pero su autor no estaba en condiciones de hacerla traducir ni editar. Pobre, desanimado, trabajando en una oficina bancaria, caminando por las calles del Bajo, jugando partidas de ajedrez en cafés llenos de humo, nadie o casi nadie adivinaba en aquel sujeto a un formidable artista; más bien la gente se inclinaba a considerarlo como a un mistificador o a un mitómano. Hasta que una mujer (significativa paradoja para aquel irónico enemigo del género femenino), Cecilia Debenedetti, decidió e hizo posible la edición castellana del libro, que empezó a ser traducido por un grupo de creyentes. Cuando en 1947 apareció con el sello de Argos, el escritor cubano Virgilio Piñera, que por aquel tiempo vivía en Buenos Aires, escribió en la solapa: "Resulta difícil prever la suerte de este mensaje, sobre todo cuando no nos llega de París. Creo, sin embargo, que con estas breves líneas no hago otra cosa que disparar el primer tiro en la batalla que tarde o temprano van a librar los ferdydurkistas de Hispanoamérica". Hoy, cuando W. G. tiene fama mundial, es justicia rendir homenaje a aquel pequeño grupo de fervorosos que aquí advirtieron y saludaron su talento.
                Las palabras de Piñera fueron lamentablemente proféticas. Es muy improbable que en la Argentina la gente se atreva a considerar genial a un escritor que no venga patentado desde París.
                Por otra parte, es cierto que la obra no era de fácil acceso, sobre todo en 1946. Especie de grotesco sueño de un clown, con páginas de irresistible comicidad, con una fuerza de pronto rabelesiana, el reinado al parecer del puro absurdo, ¿cómo adivinar que en el fondo era algo así como una payasada metafísica, en que delirantemente estaban en juego los más graves dilemas de la existencia del hombre?
                El autor previó y temió la incomprensión. Por lo cual juzgó conveniente un prólogo en que intentaba explicar al lector las ideas básicas de su visión del mundo. No creo, sin embargo, que el prólogo ayudara mucho. Pues si es verdad que debajo de la obra de un gran escritor hay siempre una Weltanschauung, no siempre esa concepción del universo puede expresarse en ideas claras y distintas; o, en todo caso, la natural forma de expresarla es, en el poeta, su mágica creación, lo que es algo menos pero también algo más que una filosofía, algo menos y algo más que un conjunto de conceptos: es una visión total de la realidad, en parte conceptual y en parte intuitiva, parcialmente intelectual y en sumo grado emocional y mágica. Motivo por el cual, aunque los críticos puedan ofrecernos una interpretación de las ideas de Kafka, la sola lectura de un cuento suyo nos da una vivencia de su mundo (incluso de su mundo ideológico) que ninguna exposición conceptual es capaz de revelarnos, por extensa e inteligente que sea.
                Y es precisamente esta causa la que diferencia a este escritor existencialista (que escribía su obra en 1936, cuando no tenía la menor noticia de esa doctrina) de un filósofo como Heidegger. Pues éste, en tanto que pensador, no puede sino operar con razones, siendo a la postre una especie de racionalista, inevitablemente; lo que equivale a decir que en definitiva resulta, paradójicamente, un tipo de antiexistencialista. Mientras que un escritor como W. G. simplemente es existencialista, por su sola presencia integral, por su manera de ver y sentir la realidad.
                No se trata, pues, de incapacidad para las ideas: su Journal demuestra la extraordinaria inteligencia y la cantidad de ideas de este poeta. Se trata de la radical incapacidad del ensayo para reemplazar a la ficción y a la poesía, manifestaciones del espíritu que no pueden ser reducidas a los términos del pensamiento puro.
                En estas condiciones, sería inconsecuente con la propia tesis que acabo de exponer todo intento de reemplazar la lectura de Ferdydurke con una serie de explicaciones. Pero, y del mismo modo que, aun sin poder sustituir la visión personal de París con palabras ajenas, se le puede decir al viajero que se fije con cuidado en tal o cual monumento o calle o mercado o rincón del Sena (perturbado y un poco atontado como está el recién venido por el tumulto, la novedad y la contingencia), se le puede advertir al lector de este libro de choque que trate de ver, en esta novela en apariencia tan descabellada, las ideas básicas que son las típicas del existencialismo: la angustia, la nada, la libertad, la autenticidad, el absurdo. Y, sobre todo, o debajo de todo, el problema típico de Gombrowicz, la categoría que es esencial en su concepción del mundo: la Inmadurez; categoría íntimamente vinculada a otra que le es obsesiva: la de la Forma.
                Pues para Gombrowicz el combate capital del hombre se libra entre dos tendencias fundamentales: la que busca la Forma y la que la rechaza. La realidad no se deja encerrar totalmente en la Forma, el hombre es de tal modo caótico que necesita continuamente definirse en una forma, pero esa forma es siempre excedida por su caos. No hay pensamiento ni forma que pueda abarcar la existencia entera (y de ahí, como yo decía antes, la imposibilidad de sustituir la expresión poética o mágica de la existencia mediante el puro pensamiento abstracto). Y esta lucha entre esas dos tendencias opuestas no se realiza en un hombre solitario sino entre los hombres, pues el hombre vive en comunidad, y vivir es convivir; siendo las formas que adopta la consecuencia de esa ineluctable convivencia. (De paso, y como me hace notar mi mujer, esa tenaz y cálida necesidad que Gombrowicz siente por la comunicación lo aleja del existencialismo negativo de un Sartre, para acercarlo, curiosa e inesperadamente, al pensamiento de un escritor como Saint-Exupéry.)
                No creo demasiado arbitrario aducir que ese combate es el que eternamente se ha librado entre el espíritu dionisíaco y el espíritu apolíneo, siendo la existencia del ser humano un como equilibrio (inestable) entre ambos, en virtud de esa ley psicológica, ya entrevista por Heráclito, de la enantiodromia, reguladora de los contrastes. Tampoco creo arriesgado suponer que lo que Gombrowicz llama la Inmadurez no es otra cosa que el espíritu dionisíaco, la potencia oscura, que desde abajo, como fuerza inferior (en el sentido psíquico y hasta teológico del vocablo, no en el sentido ético) presiona y a menudo rompe la máscara, es decir la persona, la Forma que la convivencia y la sociedad nos obliga a adoptar (una y otra vez, porque nos es imposible sobrevivir sino mediante máscaras o formas). Y así como la Inmadurez es la vida (y por lo tanto la adolescencia, el circo, el absurdo, el romanticismo, la desmesura y lo barroco), la Forma es la Madurez, pero también la fosilización, la retórica y en definitiva la muerte; una muerte (curiosa dialéctica de la existencia) que nos es imprescindible para vivir y entendernos. Hasta el punto que el mismo dionisíaco Gombrowicz debe acceder a ello, intentando finalmente expresar su caos y su ambigüedad mediante una obra de arte; que, como toda obra de arte, en última instancia es un orden, una Forma. Forma que al mismo tiempo que expresa a Gombrowicz, como a todo artista, también lo traiciona e intenta agotarlo; motivo por el cual el poeta o novelista necesita lanzarse a la creación de otra obra, y luego de otra y así ad infinitum; resultando de ese modo que el creador es superior a su obra misma, al menos hasta el momento de su muerte física.
                Esta angustiosa lucha entre extremos opuestos, esta esencial antagonía del espíritu humano, se trasluce en Ferdydurke. Y el lector percibirá cómo encaja en este cuadro una escena al parecer tan descabellada como la frenéticamente cómica parte en que el Flaco pugna por explicar a sus alumnos la grandeza del poeta Slawoski, tratando de arrancarles la admiración oficial que hay en las historias del arte y en los museos por los caparazones fosilizados. De ahí también el temor al Envejecimiento de este creador a la vez viejo de mil años y conmovedoramente infantil (como todo creador, ya que la magia es atributo de la infancia y de la Inmadurez). De ahí el combate que en todas sus obras lleva contra las falsificaciones de la cultura libresca, contra la deshumanización del hombre contemporáneo, contra el esteticismo estéril del Profesor y la Academia; y no, es bueno advertirlo, como un mero problema estético sino como problema existencial y metafísico.
                Hay, en fin, un aspecto en las ideas de Gombrowicz que lo hace particularmente útil para nosotros los argentinos. No hay casualidades en el reino del espíritu, ni tampoco causalidades. En buena medida el hombre es libre para construir su destino, y no creo que por puro azar este polaco haya permanecido veinticuatro años entre nosotros; ya que si pudiera admitirse como acto gratuito y contingente que Gombrowicz se embarcara en el viaje inaugural de un transatlántico polaco hacia Buenos Aires, invitado a visitar esta región del mundo, y si el hecho luego de producirse la guerra mundial no es, claro, un hecho que la voluntad de Gombrowicz pudiera haber evitado, en cambio su permanencia aquí es si un acto que en buena medida es producto de su voluntad.
                Es que nuestro país, como Polonia, forma parte de lo que en su lenguaje podríamos llamar Territorio de la Inmadurez. Y esto lo vinculo a una vieja teoría que tengo sobre lo que llamo la periferia del Renacimiento. Países como Polonia, Rusia, Noruega, Dinamarca, Suecia y España no sufrieron de modo estricto el proceso renacentista, fenómeno burgués, caracterizado por el maquinismo y la razón que tuvo su epicentro en Italia y Francia. Aquellos países mantuvieron rasgos semifeudales casi hasta este siglo, no debiendo extrañarnos que un personaje como el Quijote pocas veces haya sido bien interpretado en Francia, siendo en cambio entrañablemente sentido en Rusia. En ambos extremos de Europa, la desmesura y la sinrazón eran los restos de una mentalidad preburguesa. Y el parentesco se acentuó en la vieja Argentina de las grandes llanuras pastoriles; hasta el punto de que una novela como Ana Karenina, con sus criadores de toros de raza y sus gobernantas francesas, con sus estancieros y burócratas, podía entenderse cabalmente aquí. Y si al célebre personaje de Gontcharoff se le colocara un mate en la mano en lugar de su eterno vaso de té ¿quién dudaría en encontrarle casi todas las características de un argentino viejo? La desorganización, un sentido del tiempo medieval, no cuantificado por el interés, la vida patriarcal de las antiguas familias, una educación afrancesada, el desdén y al propio tiempo la arrogancia por lo nacional; todo ello explica por qué un estudiante argentino entendía mejor las Memorias desde el Subterráneo (por lo menos hasta la segunda guerra mundial) que un profesor de la Sorbona, al que los personajes de Dostoievsky le resultaban nouveaux riches de la conscience, individuos poco menos que demenciales, incapaces de apreciar las ideas claras y distintas, tan disparatados como para afirmar (contra todas las tradiciones de cartesianos y ahorristas franceses) que dos más dos puede ser igual a cinco. Lo curioso, pero psicológicamente explicable, es que aquellos bárbaros moscovitas, como nuestros bárbaros aborígenes, admiraban la refinada cultura occidental, sus toros escoceses, sus novelas (¡Dostoievsky aspiraba a escribir como George Sand!), la filosofía alemana, los establecimientos de Baden-Baden y sus casinos. Y así, por los mismos motivos que nosotros, se hicieron "europeístas", rasgo tan típicamente eslavo o rioplatense como el vodka o el mate; al revés de lo que aquí sostienen algunos superficiales pensadores, que lo consideran un rasgo de enajenamiento. Los europeos no son europeístas: son simplemente europeos.
                Leyendo ese Journal que debería traducirse cuanto antes, observo que mi teoría es correcta y que vale para la intelliguentsia polaca las mismas reflexiones que podemos hacer para la argentina. Allá como aquí es palpitante el problema de la inmadurez intelectual; allá como aquí se prefiere lamentarse de la situación inferior con respecto a Europa, en lugar de aceptarlo como un fecundo y poderoso punto de partida de algo original. Nosotros, como ellos, tenemos las ventajas de los países "bárbaros", por haber resguardado una vitalidad y un candor que la civilización renacentista no alcanzó a desecar. Es un hecho significativo que la formidable reacción existencial contra esa civilización se levantara precisamente en esa periferia bárbara, y bastarían los nombres de Dostoievsky, Kierkegaard, Nietzsche y Unamuno para probarlo. Polacos y argentinos estamos, sin embargo, llegando a valorar en medio de la gran crisis de nuestro tiempo (y se ve también por esto cómo "crisis" significa "enjuiciamiento") lo que cabalmente somos y lo que podemos representar en el mundo, superando al mismo tiempo dos actitudes simultáneas e igualmente equivocadas: nuestro sentimiento de inferioridad y nuestra loca arrogancia con relación a Europa. Con toda la razón, Gombrowicz les dice a sus compatriotas en su Diario que no traten de rivalizar con Occidente y sus formas, sino que traten de tomar conciencia de la fuerza que implica su propia y no acabada forma, su propia y no acabada inmadurez; con todo lo que ello supone de fresca y franca libertad en un mundo de formas fosilizadas. En suma, recomienda y practica él mismo la barbarie dionisíaca, haciendo de su juventud e inmadurez una potencia renovadora. Buena lección para nosotros.
 
 
ERNESTO SABATO
 
 
Santos Lugares, julio de 1964.
 
 
 

3 de abril de 2021

Sábado, Witold Gombrowicz


 Sábado
 
 
Del artículo del señor B. T. en Wiadomości: «Me atreveré, sin embargo, a expresar la sospecha de que el optimismo polaco —a pesar de las apariencias— tiene su origen simplemente en la pereza mental… Cuando la situación se hace difícil, siempre recurrimos a la tradición de "dar ánimos”…»
Y al lado, en esa misma página, en el artículo del señor W. Gr. leemos: «Estamos olvidando que la grandeza de la literatura se basa en su soberanía… El arte no está al servicio de nadie…»
Hace calor. Mi debilidad me quita las ganas de seguir leyendo…; sin embargo, esas expresiones despiertan inquietud. Podría firmarlas con mi nombre, su contenido me es muy próximo. Y precisamente por esa proximidad de contenido, me resultan inquietantes y hostiles. Y es que este contenido viene de otra persona, es el resultado de otros mundos, de una base estilística y espiritual diferente. Me basta con leer alguna de las siguientes frases del señor W. Gr.:
«Fircyk w zalotach [7] es auténtica literatura…, una joya autosuficiente, como puede serlo un hombre sano bajo el alegre sol o en la refrescante sombra…»
… La combinación joya-salud, asociada con lo que sé de este autor por sus otros trabajos, hace que me aleje de él y que el primer enunciado se me antoje antipático. Todo depende de quién pronuncia una opinión que consideramos nuestra y a la que apoyamos. Creo que a las ideas, en Polonia, siempre les ha faltado gente…, es decir, que la gente no ha sido capaz de asegurar a las ideas no sólo la fuerza suficiente, sino tampoco ese atractivo magnético del que dispone un alma bien «resuelta». Lo cual es tanto más extraño cuanto que hemos tenido una cantidad extraordinaria de escritores nobles y hasta sublimes. Y sin embargo, la personalidad de Żeromski, Prus o Norwid, o incluso de Mickiewicz, no ha sido capaz de despertar (al menos en mí) aquella confianza que inspira Montaigne. Es como si nuestros escritores, durante su desarrollo, hubiesen ocultado algo y, como consecuencia de esta ocultación, no fueran capaces de ser absolutamente sinceros, como si su virtud no fuese capaz de mirar a los ojos
a toda clase de pecado.
Pero las frases arriba citadas me disgustan también por otro motivo. Ese autodidacta «nosotros»… Nosotros, los polacos, somos así y asá… A nosotros, los polacos, nos ocurre esto y aquello… Nuestro defecto, el de los polacos, es que… Este estilo cansa, porque es general; ¿quién de nosotros no alecciona de esta manera hoy en día a la nación? He aquí una de esas trampas estilísticas que acechan al escritor y de la que es tremendamente difícil —lo digo por mi propia experiencia— escapar.
Y, como siempre, este desliz estilístico es síntoma de una enfermedad más grave. El error de este enfoque queda definido en el siguiente aforismo: medice, cura te ipsum. De hecho, este «nosotros» es una expresión de cortesía, puesto que el autor discurre como un maestro, como quien nos confronta con Europa y, no sin dolor, constata nuestras insuficiencias. De modo que este comentario aparentemente inocente oculta una buena carga de presunción, sin hablar ya de que la intención pedagógica, más bien pesada, de semejantes expresiones es de lo más barato, de lo más fácil…, intención que puede permitirse cualquiera con sólo poner cara de «europeo». Sin embargo, la raíz principal y fundamental de ese error alcanza tal profundidad en nosotros, que sería necesaria una operación muy complicada para poderle decir adiós para siempre.
¿Cómo definirlo? Es cuestión de energía y vitalidad. Es el problema de nuestra actitud frente a la vida. En el colegio, Adaś no paraba de reflexionar sobre sus propios defectos y sobre cómo erradicarlos; deseaba ser piadoso como Zdziś, práctico como Józio, sensato como Henryś, gracioso como Wacio…, por lo cual era muy alabado por los maestros. Pero sus compañeros no le querían y le zurraban de buena gana.
 
Witold Gombrowicz
De Diario 1 (1953-1956)

2 de abril de 2021

Viernes, Witold Gombrowicz

 

Viernes
 
La sección más característica de Wiadomości es la de las cartas de los lectores.
 
«Al Director de Wiadomości: En el último número, Zbyszewski, como siempre, improvisando. A Mackiewicz le falta perspectiva, en cambio Naglerowa está para chuparse los dedos. —Feliks Z.»
«Al Director de Wiadomości… Es una lástima que nuestros escritores trabajen tan poco sobre sí mismos; hay buen material, pero sin pulir. Hemar es el único europeo de verdad. ¡Hay que trabajar! —Józef B.» «Al Director de Wiadomości… En mi carta anterior escribía que el señor Román es mejor que Żeromski; ahora digo que es el mejor de todos.
¡¡¡Que Dios le pague esta última hazaña, que es una verdadera joya!!! ¡Siga por este camino! ¡Besos para los niños! —Konstanty F.»
¡Un rinconcito bonachón! Rinconcito donde el señor Wincenty puede explicar sus penas, el señor Walery expresar su indignación y la señora Franciszka hacer alarde de sus conocimientos. ¿Qué hay de malo en ello? Nada, seguramente nada. Pues de esta manera se populariza la literatura, lo cual incrementa la ilustración.
Y sin embargo, ese desahogarse en secreto de las personas que no han conseguido el derecho a figurar en otro sitio menos bonachón…, lo que digo, ese carácter bonachón me resulta repulsivo. Porque la Literatura es una dama de costumbres severas y no debe pellizcársela por los rincones. El rasgo característico de la literatura es la dureza. Incluso la literatura que sonríe ondadosamente al lector es resultado de un duro desarrollo de su creador. Y la literatura debe tender a agudizar la vida espiritual y no a tolerar semejantes muestras de escritura marginal.
Este detalle, en principio sin importancia, es no obstante característico, ya que hace evidente la invasión de la blandura en un campo que debería ser duro. La literatura, ablandada continuamente por diversas tías bonachonas que fabrican novelas o folletines, por proveedores de poesía y prosa de segunda categoría, por blandengues dotados de facilidad de palabra, corre el peligro de convertirse en un huevo pocho, en lugar de ser—de acuerdo con su misión— un huevo duro.
 
Witold Gombrowicz
De Diario 1 (1953-1956)

 

1 de abril de 2021

Jueves, Witold Gombrowicz


 


De Diario 1 (1953-1956)

 
 
Jueves
 
Cracovia. Estatuas y palacios que a ellos les parecen magníficos y que para nosotros, los italianos, no tienen mayor valor. Galeazzo Ciano: Diario
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Artículo de Lechoń [Jan Lechoń (1899 − 1957): uno de los principales poetas del período de entreguerras; miembro del grupo poético Skamander. ] en Wiadomości titulado «La literatura polaca y la literatura en Polonia».
¿Hasta qué punto todo ello puede ser sincero? Esos razonamientos pretenden demostrar una vez más (¡ah, cuántas veces lo hemos oído!) que estamos a la altura de las mejores literaturas del mundo; ¡estamos a su altura, pero permanecemos desconocidos e ignorados! Lechoń, en efecto, escribe (o, más bien, dice, ya que se trata de una conferencia pronunciada en Nueva York para la colonia polaca): «Nuestros sabios de la escritura, ocupados generalmente en la salvaguarda del idioma polaco, no pudieron cumplir con su papel de asignarle a nuestra literatura el lugar que le correspondía entre las otras, de conferir rango mundial a nuestras obras maestras… Sólo un gran poeta, un maestro de su propia lengua…, podría dar a sus compatriotas una idea acerca del nivel de nuestros poetas, situados a la altura de los más grandes del mundo, convencerles de que nuestra poesía está hecha del mismo metal noble que la de Dante, Racine y Shaskespeare.» Etcétera. ¿Del mismo metal? Diríase que esta comparación de Lechoń no es demasiado acertada. Porque precisamente la materia de la que está hecha nuestra literatura es diferente. Comparar a Mickiewicz con Dante o Shakespeare es comparar la fruta con la confitura, un producto natural con un producto elaborado, un prado, un campo y una aldea con una catedral o una ciudad, un alma idílica con un alma urbana, formada entre la gente y no por la naturaleza, imbuida de conocimiento de la especie humana. ¿Fue realmente Mickiewicz menor que Dante? Puestos a dedicarnos a esta clase de mediciones, digamos que Mickiewicz veía el mundo desde las suaves colinas polacas, mientras que Dante fue elevado a la cima de una inmensa montaña (compuesta de gente), desde la que se abrían otras perspectivas.
Dante, quizá sin ser «más grande», estaba situado más arriba: por eso es superior.
De todas formas, esto es lo de menos. Me quiero referir más bien a lo anticuado del método y al eterno carácter repetitivo de ese estilo dirigido a fortalecer los ánimos. Cuando Lechoń constata con orgullo que Lautréamont «aludía a Mickiewicz», mi cansado pensamiento desentierra del pasado cantidades ingentes de semejantes revelaciones orgullosas.
Cuántas veces alguien, quizá Grzymałia o hasta Dębicki, se ha puesto a demostrar urbi et orbi que después de todo no somos unos don nadie, porque «Thomas Mann consideraba Nieboska [Nieboska komedia: La No-Divina Comedia (1834), drama de Zygmunt Krasinski, una de las grandes obras del teatro romántico polaco.] una gran obra o porque Quo Vadis? ha sido traducido a todos los idiomas». Es el azúcar con el que nos fortalecemos desde hace tiempo. Pero me gustaría llegar a ver el momento en que el caballo de la nación coja con los dientes la dulce mano de los Lechoń.
Yo comprendo tanto a Lechoń como su empresa. Se trata ante todo de un deber patriótico, dado el momento histórico en el exilio forzoso. Es el papel del escritor polaco. En segundo lugar, es muy posible que hasta cierto punto crea en lo que escribe; digo «hasta cierto punto» porque se trata de unas verdades de un tipo que requiere mucha buena voluntad. Y, naturalmente, en cuanto se refiere a «lo constructivo”, hay que valorar positivamente su intervención en un cien por cien.
De acuerdo. Sin embargo, mi actitud frente a esas cuestiones es diferente. Un día tuve ocasión de participar en una de esas reuniones de polacos dedicada a darse ánimos mutuamente…, donde, tras haber cantado la Roía [Roía: canción patriótica polaca.] y bailado un krakowiak, todo el mundo se puso a escuchar a un orador que exaltaba a nuestro pueblo porque «había dado al mundo a Chopin», porque «tenemos a Curie-Skłbdowska» y el Wawel y a Słowacki y a Mickiewicz, y además porque fuimos el último baluarte del cristianismo y la constitución del 3 de mayo había sido muy progresista… Explicaba a sí mismo y a todos los asistentes que éramos una gran nación, lo cual tal vez ya no despertaba el entusiasmo de los oyentes (conocían ese ritual y participaban en él como en un acto religioso del que no se debía esperar sorpresas), que, sin embargo, lo recibían con cierta satisfacción por haber cumplido un deber patriótico. Pero yo veía esa ceremonia como venida directamente del infierno; esa misa nacional se me antojaba un espectáculo diabólicamente sarcástico y malignamente grotesco. Porque ellos al exaltar a Mickiewicz se humillaban a sí mismos, y cuando glorificaban a Chopin, demostraban que no eran dignos de él, y, deleitándose con su propia cultura, dejaban al descubierto su barbarie.
¡Los genios! ¡Al diablo con todos esos genios! Me dieron ganas de decirles a los participantes en la reunión: — ¿A mí qué me importa Mickiewicz? Vosotros sois para mí mucho más importantes que Mickiewicz. Y ni yo, ni nadie, va a juzgar a la nación polaca por Mickiewicz o Chopin, sino por lo que pasa y se dice en esta sala. Incluso si fuerais una nación tan pobre en grandeza que vuestros artistas más célebres se llamaran Tetmajer o Konopnicka, pero supierais hablar de ellos con la soltura de la gente espiritualmente libre, con la mesura y la sobriedad de la gente madura, si vuestras palabras abarcaran un horizonte universal y no provinciano…, entonces hasta Tetmajer podría ser para vosotros un título de gloria. Pero tal como están las cosas, Chopin y Mickiewicz sólo sirven para destacar vuestra mezquindad, porque vosotros, con ingenuidad infantil, exhibís ante las narices del extranjero aburrido a esos grandes polacos con el único fin de fortalecer vuestro debilitado sentido del valor personal y daros más importancia. Sois como un pobre que presume de que su abuela tenía una granja y viajaba a París. Sois unos parientes pobres del mundo que tratan de impresionarse a sí mismos y de impresionar a los demás.
Sin embargo, eso no fue lo peor, lo más molesto, lo más humillante y doloroso. Lo más terrible era que estaban sacrificándose la vida y la razón contemporáneas en aras de los difuntos. Porque ese acto se podía definir como el mutuo embobamiento de unos polacos en nombre de Mickiewicz… Y ninguno de los allí presentes era tan tonto como la reunión que formaban, la cual respiraba una trivialidad llena de pretensiones. Además, la asamblea sabía muy bien que era estúpida, estúpida porque tocaba asuntos que no dominaba ni en el plano intelectual ni en el sentimental; de ahí ese diligente respeto y humildad hacia los lugares comunes, esa admiración por el Arte, ese lenguaje convencional y estudiado, esa falta de honradez y sinceridad.
Allí se recitaba. Pero si la asamblea se caracterizaba por su incomodidad, afectación y falsedad, se debía a que allí estaba presente Polonia, y ante Polonia un polaco no sabe comportarse; ella lo intimida y amanera, de tanto querer ayudarla y exaltarla se encuentra en un estado de tensión continua, de forma que ya no le «sale» nada como debiera ser. Fijaos que frente a Dios los polacos se comportan en la iglesia de manera normal y correcta, mientras que ante Polonia se sienten perdidos, es algo a lo que todavía no se han acostumbrado.
Me acuerdo de una pequeña recepción en una casa argentina, donde un polaco, conocido mío, empezó a hablar de Polonia y por supuesto, como siempre, puso sobre el tapete a Mickiewicz y a Kościuszko junto con el rey Sobieski y la batalla de Viena. Los extranjeros escuchaban con cortesía su ferviente discurso tomando buena nota de que «Nietzsche y Dostoyevski eran de origen polaco» y de que «tenemos dos premios Nobel de literatura».
Pensé que si alguien se elogiase de esta forma a sí mismo o a su familia, demostraría una falta de tacto impresionante. Me dije que compararse de esa manera con otras naciones, haciendo hincapié en genios y héroes, méritos y logros culturales, era precisamente una torpeza terrible en la táctica propagandística, puesto que con nuestro Chopin semifrancés y Copérnico de sangre no del todo pura, no podemos competir con Italia, Francia, Alemania, Inglaterra o Rusia; de modo que nuestro punto de vista nos condena precisamente a la inferioridad. Sin embargo, los extranjeros no dejaban de escuchar con paciencia como se escucha a los que, queriendo pasar por aristócratas, recuerdan cada dos por tres que su tatarabuelo era propietario del castillo de X. Y lo escuchaban con tanto más aburrimiento cuanto que todo eso no les importaba en absoluto, pues ellos mismos, por pertenecer a una nación joven y desprovista por suerte de genios, quedaban fuera de juego. Pero escuchaban con indulgencia e incluso con simpatía, ya que al fin y al cabo comprendían la situación psicológica del pobre polaco; y éste, emocionado con su papel, no paraba.
Sin embargo, mi situación de escritor polaco se volvía cada vez más molesta. No me muero en absoluto de ganas de representar a ninguna cosa aparte de mi propia persona; no obstante, el mundo nos impone esas funciones representativas en contra de nuestra voluntad, y no es culpa mía que para aquellos argentinos yo representara a la literatura polaca contemporánea. De modo que tuve que escoger: o ratificar aquel estilo, el estilo de pariente pobre, o bien destruirlo, pero con la conciencia de que la destrucción echaría a perder todas las informaciones más o menos halagüeñas y ventajosas para nosotros que se acababan de proporcionar, lo cual indudablemente iría en detrimento de nuestros intereses polacos. Y, sin embargo, no fue otra cosa que la dignidad nacional lo que me impidió entrar en cálculos: soy un hombre con un alto sentido de la dignidad personal, y un hombre así, aunque no esté vinculado a su país por los lazos de un normal patriotismo, siempre velará por la dignidad nacional aunque sólo sea porque no puede desprenderse de su nacionalidad y porque ante el mundo es polaco, de ahí que cualquier humillación a su nación también le humilla a él personalmente ante los demás. Y estos sentimientos, de algún modo obligados e independientes de nosotros, son cien veces más fuertes que todas las sensiblerías aprendidas y sobadas.
Cuando nos invade semejante sentimiento, más fuerte que nosotros, en cierto modo actuamos a ciegas; esos momentos son importantes para el artista, ya que en ellos se crean las bases para la forma, se determina su postura ante una cuestión imperiosa. ¿Qué es lo que dije? Me di cuenta de que sólo un cambio radical de tono podía salvarnos. Hice todo lo posible, pues, para que en mi voz se evidenciara el menosprecio y me puse a hablar como aquel que no da mayor importancia a lo conseguido por la nación hasta ahora, como aquel para quien el pasado tiene menos valor que el futuro, para quien la ley suprema es la ley del presente, la de la máxima libertad espiritual en un momento dado. Resalté el elemento ajeno en la sangre de los Chopin, Mickiewicz y Copérnico (para que no pensaran que tenía algo que ocultar, que algo me pudiera quitar la libertad de movimientos), y dije que no se debía tomar demasiado en serio la metáfora de que nosotros, los polacos, los «habíamos traído al mundo», puesto que ellos únicamente habían nacido entre nosotros. ¿Qué tiene que ver con Chopin la señora Kowalska? ¿Acaso por el hecho de que Chopin compusiera baladas sube, aunque mínimamente, el peso específico del señor Powalski? ¿Acaso la batalla de Viena le proporciona ni siquiera un gramo de gloria al señor Ziębicki de Radom? No —dije—, no somos herederos directos ni de la grandeza ni de la mezquindad pasadas, ni de la sabiduría ni de la estupidez, ni de la virtud ni del pecado: cada cual sólo es responsable de sí mismo, cada cual no es más que uno mismo.
En ese momento, sin embargo, experimenté la sensación de no haber profundizado lo suficiente y de que debería tratar (para que lo que estaba diciendo fuera eficaz) la cuestión a una escala mayor. De modo que, reconociendo por un lado que, hasta cierto punto, en los grandes logros de una nación y en las obras de sus creadores se manifiestan las virtudes particulares propias de esa comunidad concreta y todas aquellas tensiones, energías y encantos que nacen de una masa y constituyen su expresión, ataqué a la vez el principio mismo de la auto— adoración nacional. Dije que si una nación verdaderamente madura debe juzgar con moderación sus propios méritos, una nación verdaderamente viva debe aprender a menospreciarlos, tiene que mostrarse altiva ante todo lo que no sea su presente y su devenir contemporáneo…
¿Fue «destrucción» o «construcción»? De una cosa estoy seguro: esas palabras eran destructivas en tanto que minaban el laboriosamente elevado edificio de la «propaganda», y hasta pudieron escandalizar a los extranjeros. Pero ¡qué placer hablar no para alguien, sino para uno mismo! ¡Cuando cada palabra te afirma más en ti mismo, te da más fuerza interior, te libera de miles de temerosos cálculos, cuando hablas no como esclavo del efecto, sino como hombre libre!
Et quasi cursores, vitæ lampada tradunt.
Pero sólo en el mismo final de mi filípica encontré la idea que me pareció —en medio de aquella atmósfera de turbia improvisación— la más lograda. A saber, que nada de lo que le es propio debe impresionar al hombre; de tal modo que, si nos impresiona nuestra grandeza o nuestro pasado, ésa es la prueba de que aún no los llevamos en la sangre.
 
Witold Gombrowicz
De Diario 1 (1953-1956)

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