Aproximaciones: estructura y morfología de lo sagrado
Dialéctica de las hierofanías
Recordábamos al principio de este capítulo que todas las definiciones del fenómeno religioso dadas hasta hoy oponían lo sagrado a lo profano. Lo que acabamos de decir, a saber: que cualquier cosa ha podido ser en un momento dado una hierofanía, ¿contradice esas definiciones del fenómeno religioso? Si la sacralidad puede estar incorporada a cualquier cosa, ¿en qué medida sigue siendo válida la dicotomía sagrado-profano? La contradicción no es más que aparente, porque si bien es verdad que cualquier cosa puede convertirse en una hierofanía y que probablemente no existe ningún objeto, ser o planta, etc., al que no haya revestido en algún momento de la historia y en algún lugar del espacio el prestigio de la sacralidad, no es menos cierto que no se conoce ninguna religión o raza que haya acumulado, en el curso de su historia, todas esas hierofanías. Dicho de otro modo: siempre ha habido en el marco de cualquier religión objetos o seres sagrados junto a objetos y seres profanos. (No podríamos decir lo mismo de los actos fisiológicos, los oficios, las técnicas, los gestos, etc., pero ya volveremos sobre esta distinción). Hay que ir más lejos; aunque una clase determinada de objetos pueda recibir el valor de hierofanía, hay siempre objetos, dentro de esa clase, que no gozan de ese privilegio. Cuando se habla, por ejemplo, de lo que suele llamarse «culto a las piedras», no se consideran todas las piedras como sagradas. Encontraremos siempre ciertas piedras veneradas por su forma, por su tamaño o por sus implicaciones rituales. Veremos además que no se trata de un culto a las piedras, que esas piedras sagradas son veneradas tan sólo en la medida en que ya no son simples piedras, sino hierofanías, es decir, algo distinto de su condición normal de «objetos». La dialéctica de la hierofanía supone una selección más o menos manifiesta, una singularización. Un objeto se convierte en sagrado en la medida en que incorpora (es decir, revela) algo distinto de él mismo. Por el momento poco importa que ese algo distinto sea debido a su forma singular, a su eficiencia o simplemente a su «fuerza», ya se deduzca de la «participación» del objeto en un simbolismo cualquiera, ya sea conferido por un rito de consagración o adquirido por la inserción, voluntaria o involuntaria del objeto, en una región saturada de sacralidad (una zona sagrada, un tiempo sagrado, un «accidente» cualquiera: rayo, crimen, sacrilegio, etc.). Lo que nos importa destacar es que una hierofanía supone una selección, una separación clara del objeto hierofánico con respecto al resto de lo que le rodea. Este resto existe siempre, incluso cuando lo que se convierte en hierofánico es una región inmensa; por ejemplo, el cielo, el conjunto del paisaje familiar o la «patria». En todo caso, el objeto hierofánico se separa por lo menos de sí mismo, porque no se convierte en hierofanía más que en el momento en que deja de ser un simple objeto profano, en el momento en que adquiere una nueva «dimensión»: la de la sacralidad.
Esta dialéctica está perfectamente clara en el plano elemental de las hierofanías fulgurantes, tan frecuentes en la literatura etnológica. Todo lo que es insólito, singular, nuevo, perfecto o monstruoso se convierte en recipiente de las fuerzas mágico-religiosas y, según las circunstancias, en objeto de veneración o de temor, en virtud de ese sentimiento ambivalente que suscita contantemente lo sagrado. «Que un perro —escribe A. C. Kruyt— sea siempre afortunado en la caza es measa (de mal agüero, signo de desgracia). El éxito excesivo en la caza inquieta al toradja. La fuerza mágica, gracias a la cual puede el animal hacerse con la presa, le será necesariamente fatal a su amo: morirá pronto, o será mala la cosecha de arroz o, las más de las veces, se declarará una epizootia entre sus búfalos o sus cerdos. Esta creencia es general en todo el centro de las Célebes» (cit. por Lévy-Bruhl, Le surnaturel et la nature dans la mentalité primitive, 13-14). En cualquier ámbito asusta la perfección, y en ese valor sagrado o mágico de la perfección es donde habrá que buscar la explicación del temor que, incluso la sociedad más civilizada, manifiesta ante el santo o el genio. La perfección no es de este mundo. Es algo distinto de él o viene de otro lugar. Este mismo temor o esta misma reserva timorata se da frente a todo lo que es extranjero, extraño, nuevo, porque esas presencias sorprendentes son signo de una fuerza que, aunque venerable, puede ser peligrosa. En las Célebes «es measa que el fruto de un plátano brote no en el extremo, sino en el centro del tallo... Suele decirse que esto acarrea la muerte al dueño del árbol... Es measa que una calabaza tenga dos frutos sobre un mismo tallo (caso idéntico al de un nacimiento gemelo). Esto provocará la muerte de un miembro de la familia del dueño del campo en el que esa planta brota. Hay que arrancar la planta que da esos frutos de mal agüero. Nadie puede comerlos» (Kruyt, cit. Por Lévy-Bruhl, Surnaturel, 219). Como dice Edwin W. Smith, «las cosas extrañas, insólitas, los espectáculos inusitados, las prácticas que no son habituales, los alimentos desconocidos, los procedimientos nuevos para hacer las cosas, todo eso se considera como manifestación de las fuerzas ocultas» (cit. por Lévy-Bruhl, 221). En Tanxa (Nuevas Hébridas) se atribuían todos los desastres a los misioneros blancos que acababan de llegar (ibíd., 182). Esta lista de ejemplos puede incrementarse fácilmente (cf., por ejemplo, Lévy-Bruhl, La mentalité primitive, 27-37, 295-331, 405-443; H. Webster, Taboo, 230ss).
Mircea Eliade, De Tratado de historia de las religiones. Morfología y dialéctica de lo sagrado (2009, Ediciones Cristiandad)