Palabras, nada mas
que palabras… Julio Requena
ES infalible: cuando la iglesia se siente atacada es
porque le están diciendo la verdad. Por supuesto, ella pronto contraataca
excomulgando la verdad.
Esa historia se ha repetido siglo tras siglo, y los
tribunales eclesiásticos, en donde se originó la siniestra Inquisición, hacen
caso omiso de todas las críticas justas sabiendo que las suyas injustas
impactan con más contundencia aún en la opinión pública.
Cuentan, para mantener en pie sus sofismas morales, con
un aliado formidable: el miedo a Dios, que la mayoría de los mortales
experimentan de modo supersticioso.
Así, debido a la naturaleza temerosa de la mente humana,
el dominio ejercido por la religión organizada ha sido tan poderoso como
indestructible.
De nada han valido el progreso científico y la democracia
política en el combate racional contra esa fácil superstición del miedo, que a
través del sacerdote impone amenazas y castigos y actúa como el brujo tribal:
dominando a todos.
La explotación de tal debilidad humana –la de creer que
el miedo a Dios es todo–, ha contado también con otro amigo incondicional de la
fe: el propio ego personal. El cobarde y obsecuente ego no puede vivir ni
convivir sin dejarse esclavizar por el respeto a la autoridad; y como todas las
organizaciones sociales se rigen por el viejo principio jerárquico de la
autoridad, pretextando de tal modo el establecimiento del orden, se deduce de
ello que la esclavitud es igualmente estable. Entonces, el feligrés debe acatar
sin protestar la tiranía eclesiástica al
precio del servilismo. Rebelarse contra los dogmas de fe
es herejía, y discutirlos, profanación.
Lo cierto es que las acusaciones criminales contra la
iglesia, y su tradicional política corporativa de ocultar los episodios
escandalosos, llenan frondosos expedientes. Con todo, muchas más son las
víctimas que pagaron con su sangre las pretendidas ofensas blasfemas, y los
niños que
siguen perdiendo su inocencia por los incalificables
actos pedofílicos de sus ministros.
¿Y qué decir de la censura eclesiástica en materia de
arte?
Aquí la moral sacerdotal delata su propio inconsciente:
la Inquisición y su hoguera como instrumento purificador de los pecados.
Maestros audaces en el arte de echar al fuego las culturas, los curas no tan
solo han quemado los documentos y libros históricos de varias de ellas, sino
que han desafiado bajo soberbia y desdén el derecho democrático de la libre
expresión estética con la conformidad de los
ultracatólicos.
“Censura es dictadura”.
Este lúcido afiche rimado lo exhibieron los enardecidos
manifestantes al protestar contra la clausura, en el Centro Cultural Recoleta,
de la variada muestra de arte del plástico argentino León Ferrari.
Concentrados en torno a la Iglesia del Pilar, donde
colgaron otro afiche, “Aquí se bendicen genocidas”, como recordatorio de los
curas cómplices del nefasto Proceso Militar, seguidamente entonaron otro
estribillo:
“Iglesia, basura, / honró la dictadura”.
Grupos defensores de la libre exhibición artística
realizaron un abrazo solidario en apoyo de León Ferrari, quien, aureolado por
su nevado pelo canoso brillante y sus lentes de vidrio de pecera viendo navegar
su propia sonrisa indulgente, hacía recordar a su bellísima pintura simbólica
del Cristo crucificado en las alas de un avión. Sin embargo, esa sonrisa suya
quedó borrada cuando León “agradeció” irónicamente a la jueza por la torpe
medida de clausurarle
la exposición, y dijo de ella: “Así demostró su
intolerancia, y la de una parte de la sociedad”
¿Quién ordenó la clausura? La jueza Elena Liberatori, y
obviamente lo dispuso en nombre de una parte, que no es la de toda la sociedad.
Ahora bien, si se juega a interpretar los hechos mediante
el nombre de las personas protagonistas de ellos, se irá descubriendo cómo la
teoría de la onomancia (onóma: nombre; mancía: adivinar) revela un claro fondo
cómico que no es casual. Elena, en griego, significa “la destructora”, y
Liberatori cabe suponer que está vinculado con “liberación”. Pero ¿qué ha
liberado entonces la jueza Elena Liberatori? No indudablemente la hermosa
muestra artística al ordenar, por el contrario, su clausura.
Otro actor de la prohibición fue el presbítero Guillermo
Marcó, director de prensa del Arzobispado porteño, que atacó duramente
diciendo: ”La obra de Ferrari siempre ha generado polémica, porque ha buscado
la publicidad de esta manera", soslayando así olímpicamente la calidad de
la obra plástica del artista, reconocido a nivel internacional. Por eso, ¿qué
marcó Guillermo Marcó sino el menosprecio por lo estético? En cuanto al
director de la Sociedad Bíblica Argentina, Salvador Dellutri, culpó “a los
embates de la corriente agnóstica minoritaria que pretende desacralizar a la
sociedad profanando sus símbolos sagrados y atacando los principios morales y
religiosos”.
Pero esto no se agotó aquí, y el bíblico prosiguió con la
filípica acusando al pintor de haber querido sacralizar “una manifestación
presuntamente artística situándola más allá del bien y del mal, lo que es un
acto de agresión gratuita e insoportable”.
Salvador Dellutri confiesa así poseer una concepción bien
extraña de la razón, según la cual la tiene solamente quien pertenece a la
mayoría, dejando afuera al que no comparte esa identificación social
cuantitativa, en este caso a la “corriente agnóstica minoritaria”. Es gracioso:
tal criterio acomodaticio de medición estadística, conduce a deducir que la
misma religión católica apostólica y romana no tiene la razón, y queda excluida
de la verdad por cuanto sus feligreses son menores en número al total de los
otros profesantes.
Según estadísticas insertas en internet, los católicos
alcanzarían los 1.086 millones, en tanto el islamismo lo haría con 1035
millones, el hinduismo con unos 600 millones, el cristianismo no católico 350
millones, el budismo 320 millones, el confusionismo 320 millones, y el judaísmo
los 15 millones. Es decir, si sumamos las religiones no católicas la cifra
daría 2.640 millones, y si a esta cifra se le restan los 1.086 millones de
católicos el resultado es 1.554 millones, cantidad elocuente con la cual quedan
superados los creyentes en la iglesia católica. De manera que si el total de
habitantes del planeta es de 6.000 millones (año en que se efectuó este
cálculo),
y a ellos le restamos la suma de católicos y no católicos
–3.726 millones– la cuenta totaliza 2.274 millones. ¿Qué es entonces esta
extraordinaria cantidad sino “la corriente agnóstica”, que obviamente no es
minoritaria sino mayoritaria respecto de los 1.086 millones de católicos?
Salvador Dellutri, pero ¿salvador de qué? Indudable: no
del prójimo León Ferrari, a quien en vez de amarlo, como bien exhorta el
evangelio cristiano, lo acusa no más de ser el diablo mismo, y con esa fórmula
del Santo Oficio de la Edad Media intenta anatematizarlo por ser “un
profanador”.
Pero si profanador es quien se queda “fuera del
templo”(pro=ante o fuera; fanum=templo), el que no ha podido entrar al templo
del arte es más bien Salvador Dellutri, qué duda cabe, y merece ser exorcizado
por su retrógrada concepción de la razón estadística. Ese es su castigo: su
incomprensión del mensaje estético, que en forma admirablemente simbólica Ferrari
explicita en sus cuadros, señalando no solo la inmoralidad de una Iglesia
decadente sino la corrupción de los políticos y la ferocidad de una sociedad
plutocrática (adoradora del dinero), basada en los crueles valores consumistas,
que se ha olvidado de la solidaridad y la caridad.
¿Y que pasó con el propio León Ferrari?
Prosiguiendo con la válida teoría de la onomancia, este
león defensor de la autonomía estética gracias a sus rugidos de bellas
pinceladas y denunciador de farsas y farsantes, después de esta escandalosa
polémica de la clausura vendió todas sus obras a la fuerza, por pedido
suplicante de sus fanáticos admiradores. Volvió a recuperar su sonrisa y la
retuvo en una pose de Mona Lisa ante el presbítero Guillermo Marcó, con quien
se encontró en su despacho de prensa. Allí se dieron un abrazo y se bebieron un
aromático café. Ferrari extrajo dos gruesos paquetes rectangulares del añejo portafolios
y entonces, tuteándolo, le dijo dejando transfigurar su sonrisa en franca carcajada:
–Tomá tu plata, que te corresponde por haber influido
sobre la jueza para que me cerraran la muestra, según lo convenido. Tuviste
mucha razón al afirmar que no hay ninguna publicidad mejor que la prohibición,
ya que lo prohibido genera el escándalo, y el escándalo atrae la plata…
–Sí… y todo lo demás, como siempre, son solo palabras,
palabras…
Julio Requena