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24 de marzo de 2020

Idilio muerto, Cesar Vallejo



Idilio muerto



Qué estará haciendo esta hora

mi andina y dulce Rita de junco y capulí;

ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita

la sangre, como flojo cognac, dentro de mí.



Dónde estarán sus manos que en actitud contrita

planchaban en las tardes blancuras por venir;

ahora, en esta lluvia que me quita

las ganas de vivir.



Qué será de su falda de franela; de sus

afanes; de su andar;

de su sabor a cañas de mayo del lugar.



Ha de estarse a la puerta mirando algún celaje,

y al fin dirá temblando: «Qué frío hay... Jesús!»

y llorará en las tejas un pájaro salvaje.





Cesar Vallejo

Los Heraldos Negros (1918)





Jose Luis Colombini leyendo Idilio muerto de Cesar Vallejo Recital de poesía a cargo de Gabriela Bayarri y Jose Luis Colombini "Cuerpos Poéticos" en La fonda de Buca. San Javier, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Viernes 25 de Febrero 2011, 21:30 Hs San Javier, Traslasierra, Córdoba, Argentina

23 de marzo de 2020

Si me puedes mirar, Olga Orozco


Si me puedes mirar

Madre: es tu desamparada criatura quien te llama,
quien derriba la noche con un grito y la tira a tus pies como un telón caído
para que no te quedes allí, del otro lado,
donde tan sólo alcanzas con tus manos de ciega a descifrarme en
                   [medio de un muro de fantasmas hechos de arcilla ciega.
Madre: tampoco yo te veo,
porque ahora te cubren las sombras congeladas del menor tiempo y
                   [la mayor distancia,
y yo no sé buscarte,
acaso porque no supe aprender a perderte.
Pero aquí estoy, sobre mi pedestal partido por el rayo,
vuelta estatua de arena,
puñado de cenizas para que tú me inscribas la señal,
los signos con que habremos de volver a entendernos.
Aquí estoy, con los pies enredados por las raíces de mi sangre en duelo,
sin poder avanzar.
Búscame entonces tú, en medio de este bosque alucinado
donde cada crujido es tu lamento,
donde cada aleteo es un reclamo de exilio que no entiendo,
donde cada cristal de nieve es un fragmento de tu eternidad,
y cada resplandor, la lámpara que enciendes para que no me pierda
                                 [entre las galerías de este mundo.
Y todo se confunde.
Y tu vida y tu muerte se mezclan con las mías como las máscaras de las pesadillas.

Y no sé dónde estás.
En vano te invoco en nombre del amor, de la piedad o del perdón,
como quien acaricia un talismán,
una piedra que encierra esa gota de sangre coagulada capaz de revivir
                                          [en el más imposible de los sueños.
Nada. Solamente una garra de atroces pesadumbres que descorre la
                                           [tela de otros años
descubriendo una mesa donde partes el pan de cada día,
un cuarto donde alisas con manos de paciencia esos pliegues que
                                            [graban en mi alma la fiebre y el terror,
un salón que de pronto se embellece para la ceremonia de mirarte pasar
rodeada por un halo de orgullosa ternura,
un lecho donde vuelves de la muerte sólo por no dolernos demasiado.
No. Yo no quiero mirar.
No quiero aprender otra vez el nombre de la dicha en el momento
                                    [mismo en que roen su rostro los enormes agujeros,
ni sentir que tu cuerpo detiene una vez más esa desesperada marea que lo lleva,
una vez más aún,
para envolverme como para siempre en consuelo y adiós.
No quiero oír el ruido del cristal trizándose,
ni los perros que aúllan a las vendas sombrías,
ni ver cómo no estás.
Madre, madre, ¿quién separa tu sangre de la mía?,
¿qué es eso que se rompe como una cuerda tensa golpeando las entrañas?,
¿qué gran planeta aciago deja caer su sombra sobre todos los años de mi vida?
¡Oh, Dios! Tú eras cuanto sabía de ese olvidado país de donde vine,
eras como el amparo de la lejanía,
como un latido en las tinieblas.
¿Dónde buscar ahora la llave sepultada de mis días?
¿A quién interrogar por el indescifrable misterio de mis huesos?
¿Quién me oirá si no me oyes?
Y nadie me responde. Y tengo miedo.
Los mismos miedos a lo largo de treinta años.
Porque día tras día alguien que se enmascara juega en mí a las
                                                             [alucinaciones y a la muerte.
Yo camino a su lado y empujo con su mano esa última puerta,
esa que no logró cerrar mi nacimiento
y que guardo yo misma vestida con un traje de centinela funerario.
¿Sabes? He llegado muy lejos esta vez.
Pero en el coro de voces que resuenan como un mar sepultado
no está esa voz de hoja sombría desgarrada siempre por el amor o por la cólera;
en esas procesiones que se encienden de pronto como bujías instantáneas
no veo iluminarse ese color de espuma dorada por el sol;
no hay ninguna ráfaga que haga arder mis ojos con tu olor a resina;
ningún calor me envuelve con esa compasión que infundiste a mis huesos.
Entonces, ¿dónde estás?, ¿quién te impide venir?
Yo sé que si pudieras acariciarías mi cabeza de huérfana.
Y sin embargo sé también que no puedes seguir siendo tú sola,
alguien que persevera en su propia memoria,
la embalsamada a cuyo alrededor giran como los cuervos unos
                              [pobres jirones de luto que alimenta.
Y aunque cumplas la terrible condena de no poder estar cuando te llamo
sin duda en algún lado organizas de nuevo la familia,
o me ordenas las sombras,
o cortas esos ramos de escarcha que bordan tu regazo para dejarlos a
                                          [mi lado cualquier día,
o tratas de coser con un hilo infinito la gran lastimadura de mi corazón.



Olga Orozco
de "Los juegos peligrosos" (1962)

22 de marzo de 2020

Gail hightower, Olga Orozco


Gail hightower


No quería más que paz y pagué sin
regatear el precio que me pidieron.

WILLIAM FAULKNER, Luz de Agosto


Yo fui Gail Hightower,
Pastor y alucinado,
para todos los hombres un maldito
y para Dios ¡quién sabe!
Mi vida no fue amor, ni piedad, ni esperanza.
Fue tan sólo la dádiva salvaje que alimentó el reinado de un fantasma.

Todos mis sacrilegios, todos mis infortunios,
no fueron más que el precio de una misma ventana en cada atardecer.

¿Qué aguardaba allí el réprobo? ¿Qué paz lo remunera?
Un zumbido de insectos fermentando en la luz como en un fruto,
la armonía de un coro sostenido por la expiación y la violencia,
y después el estruendo de una caballería que alcanza entre los
                       [tiempos ese único instante en que el cielo y la tierra se
                       [abismaron como por un relámpago;
esa gloria fulmínea que arde entre el estampido de una bala y el
                                          [trueno de un galope.
Aquélla fue la muerte de mi abuelo.

Aquél es el momento en que yo,
Gail Hightower veinte años antes de mi nacimiento,
soy todo lo que fui:
un ciego remolino que alienta para siempre en la aridez de aquella polvareda.
¿Qué perdón, qué condena,
alumbrarán el paso de una sombra?

Olga Orozco
de "Las muertes" (1952)

21 de marzo de 2020

Un rostro en el otoño, Olga Orozco


Un rostro en el otoño

La mujer del otoño llegaba a mi ventana
sumergiendo su rostro entre las vides,
reclinando sus hombros, sus vegetales hombros, en las nieblas,
buscando inútilmente su pecho resignado a nacer y morir entre dos sueños.

Desde un lejano cielo la aguardaban las lluvias,
aquellas que golpeaban duramente su dulce piel labrada por el duelo
[de una vieja estación,
sus ojos que nacían desde el llanto
o su pálida boca perdida para siempre, como en una plegaria que
[inconmovibles dioses acallaran.

Luego estaban los vientos adormeciendo el mundo entre sus manos,
repitiendo en sus mustios cabellos enlazados
la inacabable endecha de las hojas que caen;
y allá, bajo las frías coronas del invierno,
el cálido refugio de la tierra para su soledad, semejante a un presagio,
retornada a su estela como un ala.

Oh, vosotros, los inclementes ángeles del tiempo,
los que habitáis aún la lejanía
-ese olvido demasiado rebelde-;
vosotros, que lleváis a la sombra,
a sus marchitos ídolos, eternos todavía,
mi corazón hostil, abandonado:
no me podréis quitar esta pequeña vida entre dos sueños,
este cuerpo de lianas y de hojas que cae blandamente,
que se muere hacia adentro, como mueren las hierbas.

Olga Orozco
de "Desde lejos" (1946)

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