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9 de mayo de 2019

Persistencia, José B. Adolph


Persistencia

O’Henry debe de haberse agitado miles de veces en su tumba, gruñendo ante los innumerables finales sorpresa de segunda categoría que se escriben y que se supone sorprenderán al lector con su inesperado giro. Sin embargo el autor de «Persistencia» probablemente habrá merecido un asentimiento –y no un gruñido– del Maestro. El final de su realmente corta historia me sorprendió de la mejor manera posible.

A.E. van Vogt

Gobernar la nave se hace cada vez más problemático. Los hombres están in- quietos; sólo la más ardua disciplina, las más dulces promesas, las más absurdas amenazas mantienen a la tripulación activa y dispuesta. Una humanidad que ya no se asombra de nada nos vio partir hacia el más allá: estaba ya habituada a una desfalleciente fascinación.
Comprendo a todos; estos han sido años de sucesos terribles, de convulsiones. Muertes masivas, guerras, inventos maravillosos; ¿quién podía entusiasmarse por una conquista de aquel espacio que ya nada nuevo promete a hombres hartos de progreso? Los costos son elevados, pero ya nadie se fija en cifras. Corre sangre y corre dinero en estos años en que somos, a la vez creadores y asesinos.
Amo y odio a mis compañeros. En cierto sentido, son la hez del universo;   en otro son balbucientes niños en cuyas manos se moldea el futuro. Abriremos una ruta que liberará a este planeta del hambre, de las multitudes crecientes que ya no encuentran un lugar bajo el sol y que sólo esperan aterradas y resignadas, un juicio final del que desconfío: ¿cómo se puede ser tan supersticioso en estos tiempos de triunfo de la ciencia, del arte, de una nueva promesa de libertad como la que encarna esta nave?
Hemos partido hace meses; en este tiempo solitario hemos recorrido la inmensidad de cambiantes colores, reducidos a lo mínimo. Nos hemos visto convertidos en criaturas desnudas, flotando en la creación: los hombres tienen miedo. Sabían que existía este vació; lo supieron siempre. Pero ahora que se sienten devorados por él, sus miradas se han endurecido para siempre. El final es un lejano punto que no logro construirles.
Huimos de un mundo de miseria y hartazgo; de violencia y caridad; de revolución y orden. Habremos de retornar, sin duda, pero tampoco puedo garantizárselo a ellos. Ven el vacío; no son capaces de perseguir un sueño a plenitud.
No hay comunicación con u pasado que sólo recobraremos como futuro. Y mi soledad es mayor: ¡ay de los que poseemos la verdad y la seguridad! Una sola lagrima nuestra, descubierta por ellos, equivaldría a una desesperada muerte.
Pero es inmensa la recompensa: al otro lado nos esperamos a nosotros mismos, encarnados en esa libertad y en esa abundancia de que ahora carece nuestro planeta. Debemos durar, debemos resistir, no solo porque el retorno es imposible, sino porque mienten cuando dicen preferir la seguridad de la prisión que dejaron. La verdad, me digo, es obligatoria. Y el encargo que llevamos nos ha sido encomendado por todos los hombres de la tierra, aun por aquellos que no saben de este viaje e ignoran lo miserable de su existencia.
El viaje continuará, así tuviese que matarlos a todos y gobernar yo sólo la nave. Nadie puede escapar, si no es a través de su propia muerte: confío en sus instintos, más que en sus razonados temores. Hasta ahora no hemos encontrado las horribles pesadillas que algunos timoratos previeron. Sé que todo marchará bien, o todos moriremos juntos; si así fuera, si lo último se cumpliera, otros retomarán la esperanza y esa huida que será un gran encuentro. El cielo es negro sobre nosotros, pero miles de luces nos acompañan; son como cirios de esperanza. Ellos las miran con temor y odio; no quieren comprender que son guardianes y guías: ¡Cómo no sentirse hermano de las estrellas, que observan, comprensivas, nuestra soledad que es la de ellas?
Me siento solo, y no me siento solo. ¿Habrá alguien que pueda comprender esta atracción por un abismo que para mi no es sino una ruta más? Es cierto   que a veces tengo miedo, como todos. No soy sino un hombre frente a fuerzas desconocidas: las intuyo, pero no las domino; las comprendo pero no son mías. Pero sin miedo no hay esperanza.
Y sin embargo, el tiempo es largo, sobre todo para ellos. El viaje se les aparece infinito. Empiezan a sentirse privados de toda realidad; se creen fantasmas de sí mismos. Sus ojos me amenazan, porque siempre hay un culpable. La nave cruje y se mece, la inmensidad es cada vez más aplastante, pese a esos signos que, desde hace un par de días, nos aseguran que no hay error, que mis cálculos son correctos.
Debo anotar, pues, que ojalá se cumplan los pronósticos favorables antes que el temor termine totalmente con la confianza. Rogaré al Señor para que tal cosa no ocurra. Danos, pues, Señor, la gracia de poder cumplir nuestra misión antes que finalice este octubre de 1492.

José B. Adolph  (1980)

8 de mayo de 2019

El Anti-Bestseller, José B. Adolph


El Anti-Bestseller

¿Cómo era la canción de los Beatles?
¿All you need is love?
¿Es cierto? ¿Todo lo que se necesita es amor?
Uno quisiera creerlo, sobre todo cuando está enamorado y los fantasmas ace- chan.
Fantasmas ectoplasmáticos pero otros, menos gaseosos, también.
¿Qué destruyó al amor de Romeo y Julieta y a ellos mismos? La guerra entre Capuletos y Montescos, se dirá.
O el mundo. O la envidia de los emocionalmente estériles. O la represión. O la buena suerte.
¿Cómo?
¿La buena suerte?
Sí, la buena suerte.
Olvidemos a Shakespeare, ese magnífico autor de bestsellers. Apliquemos simplemente una pizca de experiencia no-literaria y otra pizca de sentido común. Con experiencia y sentido común no se fabrican bestsellers, ni los buenos ni los malos. No se fabrican con realidades ni con sueños desmesurados. Los bestsellers se fabrican con deseos modestos. Con sueños ocultos, vergonzosos y frustrados.
He aquí algunos:
El amor eterno. La fortuna bien o mal obtenida pero bien aplicada. La supe- ración individual de barreras como la raza, la clase, la religión o la familia hostil. La casita en Canadá. La victoria del bien. La derrota del mal.
Cambiemos el nombre de Romeo por el mío y el de Julieta por el tuyo. No tenemos catorce años ni vivimos en Verona.
Tenemos, respectivamente, treinta y ocho y veintinueve ¿okey?. Okey.
Vivimos en Lima, Perú, ¿okey? Okey.
No hubo familias opositoras, ni guerras o revoluciones que nos separaran co- mo al Dr. Zhivago y a su noviecita. Yo no era ni soy pobre. Tú tampoco. Y no somos obscena y peligrosamente ricos. Nada nos separa; nada nos exige sacrifi- cios.
Tampoco apareció, como caído del cielo o subido del infierno «el otro» o «la otra». Ninguna penosa y destructiva enfermedad interfiere. Es imposible que algún terrible día descubramos, como en una telenovela clásica, que en realidad somos hermanos: nacimos en continentes diferentes.
No hay espada de Damocles alguna sobre nuestras cabezas. Somos una versión olvidable de Romeo y Julieta.
No tuvimos suerte.
En vez de morir continuamos. Nos casamos. Fuimos felices. Hemos sido ben- decidos, como suele decirse, con un par de hijos lindos e inteligentes. Nuestros suegros y suegras nos aman. Nuestros amigos nos envidian. Nos llaman la pareja perfecta.
Entonces:
¿Por qué nos odiamos, después de aburrirnos y antes de separarnos o asesinar- nos?
¿Dónde falla la vida y dónde la literatura? Shakespeare fue inteligente. Los mató a tiempo. Una muerte espectacular, sangrienta, teatral.
Ningún lento gotear de los años.
Nada de «buenos días» por encima del periódico del desayuno.

José B. Adolph
Del Libro de cuentos titulado «Los fines del mundo».




7 de mayo de 2019

Nosotros no, José B. Adolph



NOSOTROS NO- José B. Adolph


Aquella tarde, cuando tintinearon las campanillas de los teletipos y fue repartida la noticia como un milagro, los hombres de todas las latitudes se confundieron en un solo grito de triunfo. Tal como había sido predicho doscientos años antes, finalmente el hombre había conquistado la inmortalidad en 2168.
Todos los altavoces del mundo, todos los transmisores de imágenes, todos los boletines destacaron esta gran revolución biológica. También yo me alegre, naturalmente, en un primer instante.
¡Cuanto habíamos esperado este día!
Una sola inyección, de cien centímetros cúbicos, era todo lo que hacia falta para no morir jamás. Una sola inyección, aplicada cada cien años, garantizaba que ningún cuerpo humano se descompondría nunca. Desde ese día, solo un accidente podría acabar con una vida humana. Adiós a la enfermedad, a la senectud, a la muerte por desfallecimiento orgánico.
Una sola inyección, cada cien años.
Hasta que vino la segunda noticia, complementaria de la primera. La inyección solo surtiría efecto entre los menores de veinte años. Ningún ser humano que hubiera traspasado la edad del crecimiento podría detener su descomposición interna a tiempo. Solo los jóvenes serian inmortales. El gobierno federal se aprestaba ya a organizar el envió, reparto y aplicación de la dosis a todos los niños y adolescentes de la tierra. Los compartimentos de medicina de los cohetes llevarían las ampolletas a las más lejanas colonias terrestres del espacio.
Todos serían inmortales.
Menos nosotros, los mayores, los formados, en cuyo organismo la semilla de la muerte estaba ya definitivamente implantada.
Todos los muchachos sobrevivirían para siempre. Serían inmortales, y de hecho animales de otra especie. Ya no seres humanos; su psicología, su visión, su perspectiva, eran radicalmente diferentes a las nuestras. Todos serían inmortales. Dueños del universo para siempre. Libres. Fecundos. Dioses.
Nosotros, no. Nosotros, los hombres y mujeres de más de 20 años, éramos la última generación moral. Éramos la despedida, el adiós, el pañuelo de huesos y sangre que ondeaba, por última vez, sobre la faz de la tierra.
Nosotros, no. Marginados de pronto, como los últimos abuelos de pronto nos habíamos convertido en habitantes de un asilo para ancianos, confusos conejos asustados entre una raza de titanes. Estos jóvenes, súbitamente, comenzaban a ser nuestros verdugos sin proponérselo. Ya no éramos sus padres. Desde ese día éramos otra cosa; una cosa repulsiva y enferma, ilógica y monstruosa. Éramos Los Que Morirían. Aquellos Que Esperaban la Muerte. Ellos derramarían lágrimas, ocultando su desprecio, mezclándolo con su alegría. Con esa alegría ingenua con la cual expresaban su certeza de que ahora, ahora sí, todo tendría que ir bien.
Nosotros solo esperábamos. Los veríamos crecer, hacerse hermosos, continuar jóvenes y prepararse para la segunda inyección, una ceremonia - que nosotros ya no veríamos - cuyo carácter religioso se haría evidente. Ellos no se encontrarían jamás con Dios. El último cargamento de almas rumbo al más allá, era el nuestro. ¡Ahora cuanto nos costaría dejar la tierra! ¡Como nos iría carcomiendo una dolorosa envidia! ¡Cuantas ganas de asesinar nos llenaría el alma, desde hoy y hasta el día de nuestra muerte!
Hasta ayer. Cuando el primer chico de quince años, con su inyección en el organismo, decidió suicidarse. Cuando llegó esa noticia, nosotros, los mortales, comenzamos recientemente a amar y a comprender a los inmortales.
Por que ellos son unos pobres renacuajos condenados a prisión perpetua en el verdoso estanque de la vida. Perpetua. Eterna. Y empezamos a sospechar que dentro de 99 años, el día de la segunda inyección, la policía saldrá a buscar a miles de inmortales para imponérsela.
Y la tercera inyección, y la cuarta, y el quinto siglo, y el sexto; cada vez menos voluntarios, cada vez más niños eternos que implorarán la evasión, el final, el rescate. Será horrenda la cacería. Serán perpetuos miserables.
Nosotros, no.

José B. Adolph


José B. Adolph
 (Stuttgart, Alemania, 1933, Lima Perú 20/02/2008)

Residió en el Perú desde 1938. Fue ciudadano peruano desde 1974. Periodista colegiado. Publicó los siguientes libros de cuentos: El retorno de Aladino (Lima, 1968), Hasta que la muerte (Lima, 1971), Invisible para las fieras (Lima, 1972), Cuentos del relojero abominable (Lima, 1973), Mañana fuimos felices (Lima, 1974), La batalla del café (Lima, 1984), Un dulce horror (Lima, 1989), Diario del sótano (Lima, 1996). También las novelas La ronda de los generales (Lima, 1973), Mañana, las ratas (Lima, 1984), y Dora (Lima, 1989), y Teatro, (Lima, 1986), que incluye cuatro obras premiadas. Tiene cuentos traducidos al inglés, alemán, sueco, flamenco, francés, polaco, húngaro e italiano. Cuentos publicados en antologías y textos universitarios de Estados Unidos, España, Argentina, México, Suecia, Bélgica, Alemania, Polonia.

6 de mayo de 2019

La nueva escena, Rodolfo Godino


La nueva escena

Otro cielo común de luz creciente
esperaban, otro amanecer,
cuando algo expulsó
la pompa que los calmaba,
algo inició el saqueo del orden
armado sobre voces y reflejos.

Y vieron al terror estirando sus patas,
al conjunto deslizándose
contra natura y aquella humillación:
en las calles cualquiera danzaba
la melodía que sus mayores
reservaron para un futuro armonioso.

Rodolfo Godino

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