Persistencia
O’Henry debe de haberse agitado miles de veces en su
tumba, gruñendo ante los innumerables finales sorpresa de segunda categoría que
se escriben y que se supone sorprenderán al lector con su inesperado giro. Sin
embargo el autor de «Persistencia» probablemente habrá merecido un asentimiento
–y no un gruñido– del Maestro. El final de su realmente corta historia me
sorprendió de la mejor manera posible.
A.E. van Vogt
Gobernar la nave se hace cada vez más problemático. Los
hombres están in- quietos; sólo la más ardua disciplina, las más dulces
promesas, las más absurdas amenazas mantienen a la tripulación activa y
dispuesta. Una humanidad que ya no se asombra de nada nos vio partir hacia el
más allá: estaba ya habituada a una desfalleciente fascinación.
Comprendo a todos; estos han sido años de sucesos
terribles, de convulsiones. Muertes masivas, guerras, inventos maravillosos;
¿quién podía entusiasmarse por una conquista de aquel espacio que ya nada nuevo
promete a hombres hartos de progreso? Los costos son elevados, pero ya nadie se
fija en cifras. Corre sangre y corre dinero en estos años en que somos, a la
vez creadores y asesinos.
Amo y odio a mis compañeros. En cierto sentido, son la
hez del universo; en otro son
balbucientes niños en cuyas manos se moldea el futuro. Abriremos una ruta que
liberará a este planeta del hambre, de las multitudes crecientes que ya no
encuentran un lugar bajo el sol y que sólo esperan aterradas y resignadas, un
juicio final del que desconfío: ¿cómo se puede ser tan supersticioso en estos
tiempos de triunfo de la ciencia, del arte, de una nueva promesa de libertad
como la que encarna esta nave?
Hemos partido hace meses; en este tiempo solitario hemos
recorrido la inmensidad de cambiantes colores, reducidos a lo mínimo. Nos hemos
visto convertidos en criaturas desnudas, flotando en la creación: los hombres
tienen miedo. Sabían que existía este vació; lo supieron siempre. Pero ahora
que se sienten devorados por él, sus miradas se han endurecido para siempre. El
final es un lejano punto que no logro construirles.
Huimos de un mundo de miseria y hartazgo; de violencia y
caridad; de revolución y orden. Habremos de retornar, sin duda, pero tampoco
puedo garantizárselo a ellos. Ven el vacío; no son capaces de perseguir un sueño
a plenitud.
No hay comunicación con u pasado que sólo recobraremos
como futuro. Y mi soledad es mayor: ¡ay de los que poseemos la verdad y la
seguridad! Una sola lagrima nuestra, descubierta por ellos, equivaldría a una
desesperada muerte.
Pero es inmensa la recompensa: al otro lado nos esperamos
a nosotros mismos, encarnados en esa libertad y en esa abundancia de que ahora
carece nuestro planeta. Debemos durar, debemos resistir, no solo porque el
retorno es imposible, sino porque mienten cuando dicen preferir la seguridad de
la prisión que dejaron. La verdad, me digo, es obligatoria. Y el encargo que
llevamos nos ha sido encomendado por todos los hombres de la tierra, aun por
aquellos que no saben de este viaje e ignoran lo miserable de su existencia.
El viaje continuará, así tuviese que matarlos a todos y
gobernar yo sólo la nave. Nadie puede escapar, si no es a través de su propia
muerte: confío en sus instintos, más que en sus razonados temores. Hasta ahora
no hemos encontrado las horribles pesadillas que algunos timoratos previeron.
Sé que todo marchará bien, o todos moriremos juntos; si así fuera, si lo último
se cumpliera, otros retomarán la esperanza y esa huida que será un gran
encuentro. El cielo es negro sobre nosotros, pero miles de luces nos acompañan;
son como cirios de esperanza. Ellos las miran con temor y odio; no quieren
comprender que son guardianes y guías: ¡Cómo no sentirse hermano de las
estrellas, que observan, comprensivas, nuestra soledad que es la de ellas?
Me siento solo, y no me siento solo. ¿Habrá alguien que
pueda comprender esta atracción por un abismo que para mi no es sino una ruta
más? Es cierto que a veces tengo miedo,
como todos. No soy sino un hombre frente a fuerzas desconocidas: las intuyo,
pero no las domino; las comprendo pero no son mías. Pero sin miedo no hay
esperanza.
Y sin embargo, el tiempo es largo, sobre todo para ellos.
El viaje se les aparece infinito. Empiezan a sentirse privados de toda
realidad; se creen fantasmas de sí mismos. Sus ojos me amenazan, porque siempre
hay un culpable. La nave cruje y se mece, la inmensidad es cada vez más
aplastante, pese a esos signos que, desde hace un par de días, nos aseguran que
no hay error, que mis cálculos son correctos.
Debo anotar, pues, que ojalá se cumplan los pronósticos
favorables antes que el temor termine totalmente con la confianza. Rogaré al
Señor para que tal cosa no ocurra. Danos, pues, Señor, la gracia de poder
cumplir nuestra misión antes que finalice este octubre de 1492.
José B. Adolph
(1980)