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27 de febrero de 2019

Nicolas Loyseur, Juez, Marcel Schwob



Nicolas Loyseur, Juez, Marcel Schwob




Nació el día de la Asunción, y fue devoto de la Virgen. Tenía la costumbre de invocarla en todas las circunstancias de su vida y no podía oír su nombre sin que sus ojos se llenaran de lágrimas. Después de terminar sus estudios en un pequeño desván de la calle Saint-Jacques bajo la férula de un clérigo flaco y en compañía de tres niños que mascullaban el Donado y los salmos de la Penitencia, aprendió penosamente la Lógica de Okam. De esa manera pronto llegó a ser bachiller y maestro en artes. Las venerables personas que lo instruían notaron en él una gran dulzura y una unción encantadora. De sus labios gruesos se deslizaban palabras de adoración. En cuanto obtuvo su bachillerato de teología, la Iglesia puso sus ojos en él. Ofició primeramente en la diócesis del obispo de Beauvais que advirtió sus cualidades y se sirvió de él para avisarles a los ingleses que sitiaban Chartres sobre diversos movimientos de las tropas francesas. Alrededor de los treinta y cinco años, lo nombraron canónigo de la catedral de Ruan. Allí fue buen amigo de Jean Brumot, canónigo y chantre, con el cual salmodiaba bellas letanías en honor de María.
A veces amonestaba a Nicole Coppequesne, que pertenecía a su cabildo, por su molesta predilección por santa Anastasia. Nicole Coppequesne no se cansaba de admirar el hecho de que una doncella tan juiciosa hubiese fascinado a un prefecto romano hasta el punto de hacer que se enamorara, en una cocina, de las marmitas y los calderos, que besaba con fervor; tanto que, con el rostro tiznado, llegó a parecerse a un demonio. Pero Nicolas Loyseleur le demostraba la superioridad del poder de María cuando devolvió la vida a un monje ahogado. Era un monje lúbrico, pero que nunca había dejado de venerar a María. Una noche, al levantarse para cumplir sus malas acciones, tuvo la precaución, mientras pasaba delante del altar de Nuestra Señora, de hincarse de rodillas y saludarla, Aquella misma noche, su lubricidad lo llevó a ahogarse en el río. Pero los demonios no consiguieron llevárselo, y cuando al día siguiente los monjes sacaron su cuerpo del agua, abrió los ojos reanimado por la graciosa María. "¡Ah, esta devoción es un reme-dio selecto! –suspiraba el canónigo–, y una persona venerable y discreta como vos, Coppequesne, debería sacrificarle el amor de Anastasia",
La gracia persuasiva de Nicolás Loyseleur no fue olvidada por el obispo de Beauvais cuando comenzó a instruir en Ruan el proceso de Juana la Lorenesa.
Nicolas se vistió con hábitos cortos, laicos, y, con su tonsura oculta por una caperuza,  con-siguió introducirse en la celdita redonda, situada bajo una escalera, donde estaba encerrada la prisionera.
–Juanita dijo, manteniéndose en la sombra–, me parece que es Santa Catalina la que me envía a visitarte,
–Y en nombre de Dios ¿quién eres? I
– Un pobre zapatero remendón de Greu –dijo Nicolas–, de nuestro desgraciado país, ¡ay! Y los "gotones" me han encarcelado igual que a ti, hija mía. ¡Ojalá recibas alabanzas del cielo! Vamos, cómo no habría de conocerte, si te he visto tantas y tantas veces cuando ibas a rezar a la Santísima Madre de Dios, en la iglesia de Sainte-Marie de Bermont. Y contigo he oído las misas de nuestro buen párroco Guillaume Front, ¡Ay! ¿y te acuerdas de Jean Moreau y de Jean Barre de Neufcháteau?    .
            Entonces Juana lloró. '
–Juanita, ten confianza en mí –dijo Nicolas– Cuando era niño me ordenaron clérigo. Mira la tonsura: Confiésate, hija mía, confiésate con toda libertad; pues soy amigo de nuestro gracioso rey Carlos.
–De todo corazón me confesaré contigo, amigo mío –dijo la buena de Juana.
Ahora bien, en la muralla había abierto un agujero, y afuera, bajo un peldaño de la escalera, Guillaume, Manchon y Bois-Guillaume inscribían las minutas de la confesión. Y Nicolas Loyseleur decía:
–Juanita, persiste en tus palabras y sé constante. Los ingleses no se atreverán a hacerte daño. 
Al día siguiente, Juana compareció ante los jueces. Nicolás Loyseleur se había colocado junto con un notario en el hueco de una ventana, detrás de un paño de sarga, a fin de anotar sólo los cargos y dejar en blanco las excusas. Pero los otros dos escribanos protestaron. Cuando Nicolás apareció en la sala, le hizo unas señas discretas a Juana para que no pareciera sorprendida, y asistió severamente al interrogatorio.
El 9 de mayo opinó en la gran torre del castillo que era urgente que empezaran los tormentos.
El 12 de mayo, los jueces se reunieron en la casa del obispo de Beauvais, a fin de deliberar si era útil torturar a Juana. Guillaume Erart pensó que no valía la pena, puesto que ya había material suficientemente amplio y sin torturas. El abogado Nicolás Loyseleur dijo que le parecía que como medicina de su alma convendría que la torturasen. Pero su consejo no prevaleció.
El 24 de mayo, Juana fue llevada al cementerio de Saint-Ouen, donde la hicieron subir a un cadalso de yeso. Se encontró con Nicolás Loyseleur que le hablaba al oído mientras Guillaume Erart le predicaba. Cuando la amenazaron con el fuego, palideció, y el canónigo que la sostenía guiñaba un ojo a los jueces y decía: "Abjurará". Le guió la mano para que trazara una cruz y un círculo en el pergamino que le tendieron. Luego la acompañó hasta una puertita baja y le acarició los dedos:
–Mi Juanita –le dijo–, has tenido un día bueno, gracias a Dios. Has salvado tu alma. Ten confianza en mí, porque si lo deseas te liberarán. Acepta tu ropa de mujer, haz todo lo que te ordenen. En caso contrario, correrías un peligro de muerte, Y si haces lo que te digo, te salvarás, te hará un gran bien y nada malo te pasará. Quedarás en poder de la Iglesia.
Ese mismo día, después de cenar, vino a verla en su nueva prisión. Era una habitación mediana del castillo a la que se llegaba por ocho peldaños. Nicolás se sentó en la cama junto a la cual había un grueso tronco atado a una cadena de hierro.
–Juanita –le dijo–, ya ves cómo Dios y Nuestra Señora te han concedido en el día de hoy una gran misericordia, puesto que te han recibido en la gracia y la misericordia de nuestra Santa Madre Iglesia. Tendrás que obedecer, humildemente las sentencias y dictámenes de los jueces y personas eclesiásticas, desechar tus antiguas imaginaciones y no volver a ellas, sin lo cual la Iglesia te abandonaría para siempre. Toma, aquí tienes ropas honestas de mujer púdica. Cuídalas bien, Juanita, y haz que te rapen esos cabellos que te estoy viendo cortados en redondo.
Cuatro días más tarde, Nicolás se deslizó de noche en la habitación de Juana y le robó la camisa y la saya que le había dado. Cuando le anunciaron que se había vuelto a poner sus ropas de hombre, dijo:
–¡Ay!, es relapsa y ha caído muy profundamente en el mal.        
Y en la capilla del arzobispado repitió las palabras del doctor Gilles de Duremort:
–A nosotros, jueces, sólo nos queda declarar a Juana herética y abandonarla a la justicia secular, rogando que no sea dura con ella.
Antes que la llevaran al sombrío cementerio, vino a exhortarla en compañía de Jean Toutmouillé.
–¡Oh, Juanita! –le dijo–, no ocultes más la verdad. Ahora sólo hay que pensar en la salvación de tu alma. Hija mía, creéme: dentro de poco, ante la asamblea, te humillarás y harás de rodillas tu confesión pública. Que sea pública, Juana, humilde y pública, como medicina para tu alma.
Y Juana le pidió que se lo recordara por temor a no atreverse en medio de tanta gente.
Se quedó para ver cómo la quemaban. Fue entonces que se manifestó visiblemente su devoción a la Virgen. En cuanto oyó los llamados de Juana a Santa María, empezó a llorar a lágrima viva. Tanto lo conmovía el nombre de Nuestra Señora. Los soldados ingleses creyeron que se apiadaba de Juana, lo abofetearon y lo persiguieron blandiendo sus espadas. Si el conde de Warwlck no hubiese extendido su mano sobre él, lo hubieran degollado. Penosa-mente montó en un caballo del conde y huyó.
Durante muchos días anduvo errante por los caminos de Francia, no atreviéndose a regresar a Normandía y temiendo a la gente del rey. Llegó finalmente a Basilea. En el puente de madera, entre las casas puntiagudas, cubiertas de tejas estriadas en ojivas, y las atalayas azules y amarillas, sintió un deslumbramiento repentino ante la luz del Rin. Creyó que se ahogaba, como el monje lúbrico, en medio del agua verde que hacía remolinos en sus ojos. El nombre de María se ahogó en su garganta y murió con un sollozo.

Marcel Schwob de Vidas imaginarias (1896)


Marcel Schwob (Chaville, Hauts-de-Seine, 1867 – París, 1905) fue un escritor, crítico literario y traductor judío francés, autor de relatos y de ensayos donde combina erudición y experiencia vital. La brevedad de su vida no le impidió desarrollar una obra singular y personal, muy próxima al simbolismo.

Jorge Luis Borges escribió que sus Vidas imaginarias (1896) fueron el punto de partida de su narrativa.

26 de febrero de 2019

Prologo de Vidas Imaginarias Marcel Schwob, Versión española de Eduardo Paz Leston



Prologo de Vidas Imaginarias Marcel Schwob, Versión española de Eduardo Paz Leston


En lo que respecta a los individuos, la ciencia histórica nos llena de incertidumbre. Sólo nos revela aquellos puntos por los cuales estaban vinculados a las acciones generales. Nos dice que el día de Waterloo Napoleón estaba enfermo, que la excesiva actividad intelectual de Newton hay que atribuirla a su temperamento, que Alejandro estaba ebrio cuando mató a Clitos y que la fístula de Luis XIV pudo ser la causa de algunas de sus resoluciones. Pascal reflexiona sobre lo que hubiera pasado si la nariz de Cleopatra hubiese sido más corta, o sobre un grano de arena en la uretra de Cromwell. Todos esos hechos individuales valen solamente porque han modificado los acontecimientos o porque hubieran podido alterar la serie. Son causas reales o posibles; pertenecen al dominio de los eruditos.
El arte se opone a las ideas generales; describe lo individual, desea lo único. No clasifica; desclasifica. En lo que nos concierne, nuestras ideas generales pueden ser parecidas a las que tienen vigencia en el planeta Marte y tres líneas que se cortan forman un triángulo en cualquier parte del universo. Pero observad en la hoja de un árbol sus nervaduras caprichosas, sus tonos que varían con la sombra y el sol, la hinchazón que ha provocado una gota de lluvia, la picadura que ha dejado un insecto, el rastro plateado de un caracolito, la primera doradura mortal que deja el otoño. Buscad una hoja exactamente igual en todos los bosques de la tierra: no la encontraréis. No. existe ninguna ciencia del tegumento de un foliolo, de los filamentos de una célula, de las sinuosidades de una vena, de la manía de una costumbre ni de las reacciones intempestivas de un carácter. Que un hombre haya tenido la nariz torcida, un ojo más alto que el otro, la articulación de los brazos nudosa, que acostumbrara a comer pechuga de pollo a tal hora y haya preferido la malvasía al Chateau-Margaux, son cosas que no tienen paralelo en el mundo. Al igual que Sócrates, Tales hubiera podido decir 1'/(,) ta_a!J'tov, pero no se hubiera frotado la pierna de la misma manera en la cárcel, antes de beber la cicuta. Las ideas de los grandes hombres son el patrimonio común de la humanidad; cada uno de ellos no poseyó en realidad más que sus extravagancias. E1 libro que describiera a un hombre con todas sus anomalías sería una obra de arte semejante a una estampa japonesa donde se ve eternamente la imagen de una pequeña oruga percibida una vez a una determinada hora del día.
Las historias callan estas cosas. En la inmensa colección de materiales proporcionados por los testimonios, no hay muchos resquicios singulares e inimitables. Los biógrafos antiguos son al respecto especialmente avaros. Como sólo apreciaban la vida pública y la gramática, nos han transmitido de los grandes hombres sus discursos y los títulos de sus libros. Es el propio Aristófanes quien nos da la alegría de saber que era calvo, y si la nariz chata de Sócrates no hubiera servido a comparaciones literarias, si su costumbre de caminar descalzo no hubiera formado parte de su sistema filosófico de desprecio por el cuerpo, sólo habríamos conservado de él sus interrogatorios morales. Los comadreos de Sustancio no son más que polémicas llenas de rencor. El genio benéfico de Plutarco lo convirtió a veces en artista, pero no entendió la esencia de su arte, puesto que imaginó "paralelos" ¡cómo si dos hombres descritos con detalle pudieran parecerse! No nos queda sino consultar a Ateneo, Aulo Gelio, los escoliastas y Diógenes Laercio, quien creyó haber compuesto una especie de historia de la filosofía.
El sentimiento de lo individual se manifestó plenamente en los tiempos modernos. La obra de Boswell sería perfecta si hubiera considerado necesario citar la correspondencia de Johnson y digresiones sobre sus libros. Las "Vidas de personas eminentes" de John Aubrey son más satisfactorias. Sin duda alguna, Au¬brey tenía el instinto de la biografía. Es lamentable que el estilo de este excelente anticuario no esté a la altura de su concepción. Su libro hubiera sido la recreación eterna de los espíritus sagaces. Aubrey no sintió nunca la necesidad de establecer una relación entre los detalles indivi-duales y las ideas generales.
Le bastaba que otros hubiesen otorgado la celebridad a las personas por las cuales se nteresaba. La mayor parte de las veces no sabemos si se refiere a un matemático, a un estadista, a un poeta o a un relojero. Pero cada uno de ellos tiene su rasgo único que lo diferencia para siempre entre los hombres.
El pintor Hokusai esperaba llegar al ideal de su arte cuando cumpliera ciento diez años. En ese momento, decía, todo punto, toda línea trazados por un pincel tendrían vida. Por vida entendía individualidad. Nada más parecido que puntos y líneas: la geometría se funda en ese postulado. El arte perfecto de Hokusai exigía que nada fuera más diferente. Así el ideal del biógrafo sería de diferenciar infinitamente el aspecto de dos filósofos que han inventado aproximadamente la misma metafísica. Por eso es que Aubrey, que se interesa únicamente en los hombres, no alcanza la perfección, puesto que no pudo llevar a cabo la milagrosa transformación que Hokusai esperaba de la semejanza en la diversidad. Pero Aubrey no llegó a la edad de ciento diez años. Sin embargo es muy estimable, Y él mismo se daba cuenta del alcance de su libro. "Recuerdo", dice en su prólogo a Anthony Wood, "una frase del general Lambert –that the best of men are but men at the best– de la que encontraréis varios ejemplos en esta grosera y apresurada colección. Por consiguiente, no deberían exponerse estos arcanos a la luz del día antes de treinta años. Conviene, en efecto, que el autor y los personajes (al igual que los nísperos) se hayan podrido,"
Se podría descubrir entre los precursores algunos rudimentos de su arte. Así Diógenes Laercio nos enseña que Aristóteles llevaba sobre el estómago un odre lleno de aceite caliente, y que después de su muerte se encontraron en su casa cantidades de ánforas. Nunca sabremos qué hacía Aristóteles con todos esos cacharros. y el misterio es tan agradable como las conjeturas que Boswell nos propone sobre el uso que hacia Johnson de las cáscaras de naranja secas que acostumbraba a guardar en los bolsillos. Aquí Diógenes Laercio llega a ser casi tan sublime como el inimitable Boswell. Pero esos placeres no abundan. En cambio, Aubrey nos los da en cada línea. Milton, nos dice, "pronunciaba la letra R con mucha dureza". Spenser "era bajito, llevaba el pelo corto, una gorguera pequeña y pequeños puños de encaje". Barclay "vivía en Inglaterra tempore R. Jacobi. Era por entonces un viejo de barba blanca y llevaba sombrero can plumas, lo que escandalizaba a ciertas personas de costumbres severas". A Erasmo "no le gustaba el pescado, si bien había. nacido en una ciudad de pescadores". Por lo que respecta a Bacon, "ninguno de sus criados se atrevía a aparecer delante de él en botas que no fueran de cuero de España, porque sentía inmediatamente el olor del cuero de becerro y le resultaba muy desagradable". El doctor Fuller "estaba tan absorbido por su trabajo que, paseando y meditando antes de cenar, comía un pan muy ordinario sin darse cuenta". En cuanto a Sir William Davenant, hace esta observación:
"Asistí a su entierro; el ataúd era de nogal. Sir John Denham aseguró que nunca había visto un ataúd más hermoso". A propósito de Ben Johnson, escribe: "Le oí decir a Lacy, el actor, que tenía la costumbre de usar una capa abierta bajo las axilas, como la de los cocheros". Esto es lo que le llama la atención en Wílliam Prynne: "Trabajaba de la siguiente manera: se ponía un gorro largo y puntiagudo que le caía por lo menos dos o tres pulgadas sobre los ojos y que le servía de pantalla para proteger sus ojos de la luz, y aproximadamente cada tres horas su criado le traía un pedazo de pan y un jarro de cerveza para reanimar su espíritu. De manera que trabajaba, bebía y mascaba pan entreteniéndose así hasta la noche; sólo entonces comía bien". Hobbes "se volvió muy calvo en su vejez; sin embargo, en su casa, acostumbraba a estudiar con la cabeza descubierta; y decía que nunca se resfriaba, pero que su mayor fastidio era impedir que las moscas se posaran en su calva". Nada nos dice de la Oceana de John Harrington; pero nos cuenta que su autor, "A. D. 1660, fue encarcelado en la Torre, donde permaneció un tiempo, luego fue llevado a Portsey Castle. Su estada en esas cárceles (puesto que era un gentilhombre de espíritu elevado y excitable) fue la causa procatártica de su delirio o locura que no fue furiosa, pues conversaba de un modo bastante razonable y su compañía era muy grata. Pe-ro se apoderó de él la fantasía de que su sudor se transformaba en moscas y a veces en abejas, ad cetera sobrius, e hizo construir una casita portátil en el jardín del señor Hart (frente a St. James Park) para hacer la experiencia. La colocaba al sol y se sentaba enfrente; luego hacía traer sus colas de zorro para espantar y exterminar todas las moscas y abejas que allí se descubrieran, y enseguida cerraba las ventanas. Pero sólo llevaba a cabo esta experiencia en verano, de manera que algunas moscas se ocultaban en las hendijas y en los pliegues de las cortinas. Después de un cuarto de hora, más o menos, el calor hacía salir a una mosca de su agujero, o dos, o más. Entonces exclamaba: .. ¿No veis que es evidente que salen de mí?".
Y esto es todo lo que nos dice de Meriton: "Su verdadera apellido era Head. El señor Bovey lo conocía bien. Nació en... Era librero en Little Britain. Había vivido entre gitanos. Su mirada burlona le daba aspecto de pillo. Podía adoptar cualquier forma. Quebró dos o tres veces. Al final fue librero, o hacia el final. Se ganaba la vida con sus garabatos. Le pagaban veinte chelines por hoja. Fue autor de varios libros: The English Rogue, The Art of Wheadling, etc. Se ahogó en alta mar, cuando se dirigía a Plymouth, hacia 1676; tenía alrededor de cincuenta años".
Finalmente hay que citar su biografía de Descartes: "Sr. RENATUS DES CARTES
                Nobilis Gallus, Perroni Dominus, summus Mathematicus et Philosophus, natus Turonum, pridie Calendas Apriles 1596. Denatus Holmioe, calendis Februarii, 1650. (Encuentro esta inscripción en su retrato por C. V. Dalen.) Cómo empleó el tiempo en su juventud y cómo llegó a ser tan sabio lo cuenta al mundo en su tratado titulado Del método. La Sociedad de Jesús se enorgullece de haber tenido el honor de educarlo. Vivió varios años en Egmont (cerca de La Haya) donde fechó varios libros suyos. Era un hombre demasiado sensato para cargar con una mujer; pero, por ser hombre, tenía deseos y apetitos de hombre; mantenía pues a una hermosa mujer de buena familia a quien amaba, y de la cual tuvo algunos hijos (creo que dos o tres), Sería muy sorprendente que siendo hijos de tal padre no hubiesen recibido una buena educación. Era tan eminentemente culto que todos los hombres cultos iban a visitarlo y muchos de ellos le pedían que les mostrase sus... instrumentos (en aquella época la ciencia matemática estaba muy ligada al conocimiento de los instrumentos y, como decía sir H. S, al empleo de trucos), Entonces abría un cajón de la mesa y les mostraba un compás que tenía rota una de sus piernas; y luego, se valía de una hoja de papel doblada en dos, que hacía las veces de regla."
Es evidente que Aubrey fue muy consciente de su trabajo. No creáis que desconociera el valor de las ideas filosóficas de Descartes o de Hobbes. No era eso lo que le interesaba. Nos dice atinadamente que el propio Descartes expuso al mundo su método, No ignora que Harvey descubrió la circulación de la sangre, pero prefiere señalar que este gran hombre pasaba sus insomnios paseándose en camisón, que tenía mala letra y que los más célebres médicos de Londres no hubieran dado un centavo por ninguna de sus recetas. Está seguro de habernos revelado la personalidad de Francis Bacon al contar-nos que tenía ojos vivaces y delicados, de color avellana y parecidos a los de una víbora. Pero no es un artista tan grande como Holbein. No sabe fijar por la eternidad a un individuo mediante sus rasgos especiales sobre un fondo de semejanza con el ideal. Da vida a un ojo, a una nariz, a la pierna, al ges-to de sus modelos; no sabe, sin embargo, dar vida a la figura. El viejo Hokusai se daba: cuenta perfectamente que había que llegar a transformar lo general en individual. Aubrey careció de la misma penetración. Si el libro de Boswell no pasara de diez páginas seria la obra de arte esperada. La sensatez del doctor Johnson se compone de los lugares comunes más vulgares; expresado con la extraña violencia que Boswell supo pintar, posee una calidad única en el mundo. Sólo que este pesado catálogo se parece a los propios diccionarios del doctor; de él podría extraerse una Scientia Johnsonniana, con un índice. Boswell no tuvo el coraje estético de seleccionar.
El arte del biógrafo consiste precisamente en la selección. No debe preocuparse por ser verdadero; debe crear un caos con rasgos humanos. Leibniz dice que Dios, para crear el mundo, eligió lo mejor entre lo posible. El biógrafo, como una divinidad inferior, sabe elegir lo que es único entre los posibles humanos. No debe equivocarse respecto del arte, así como Dios no se equivocó respecto de la bondad. Es necesario que el instinto de ambos sea infalible. Pacientes demiurgos han reunido para el biógrafo ideas, movimientos de fisonomía, hechos. Su obra se halla en las crónicas, las memorias, las correspondencias y los escolios. De ese grosero conjunto, el biógrafo elige los elementos para componer una forma que no se parezca a ninguna otra. No es indispensable que se asemeje a la que antaño creó un dios superior, basta con que sea única, como cualquier otra creación.
Por desgracia, la mayoría de los biógrafos creyeron que eran historiadores. Y' nos han privado, así, de retratos admirables. Han supuesto que solamente la vida de los grandes hombres podía interesarnos. El arte es ajeno a esas consideraciones. Para el pintor, el retrato que hizo Cranach de un desconocido tiene tanto valor como el retrato de Erasmo. No es gracias al nombre de Erasmo que este retrato es inimitable. El arte del biógrafo consistiría en valorar la vida de un pobre actor tanto como la de Shakespeare. Un bajo instinto nos lleva a observar la contracción del esternomastoideo en el busto de Alejandro o el mechón sobre la frente en el retrato de Napoleón. La sonrisa de Monna Lisa, de quien nada sabemos (quizá sea el rostro de un hombre), es más misteriosa. Una mueca dibujada por Hokusai induce a meditaciones más profundas. Si se practicara el arte en que se destacaron Boswell y Aubrey, sin duda no habría que describir minuciosamente al hombre más grande de su tiempo, o señalar las características de los hombres más célebres del pasado, sino narrar con el mismo cuidado las existencias únicas de los hombres, hayan sido divinos, mediocres o criminales.




25 de febrero de 2019

Oración a la mujer del “sweater” rojo, Jaime Saenz


Oración a la mujer del “sweater” rojo

Para H. S. L.

Te pareces a mí mismo.
Tus ojos grandes y fijos en no se qué,
están sosteniendo como Soles
a estados de neurosis que tienen formas de Planetas.

Miras el espacio. El eterno infinito.
Lo que no existe.
Tus ojos grandes y fijos,
iluminan algo que hay entre tu cabeza
y el suelo.
Algo que encuentras en el más allá de lo que no hay.

Y tu mano horrorosa, que siempre tiene que quedarse estática.
Porque esa cosa que miras,
con tus ojos grandes y fijos,
no puede ser palpada con ninguna clase de dedos.

Quizá durante el tiempo que has estado contemplando,
tu brazo cubierto de lana roja se ha quedado paralizado.
Y por eso tu mano se ha enfriado,
y ha tomado la forma de un muerto.

Tu contemplación es muy grande.
No puede darte criterio
para ocultar al mundo tu mano.

¡Eres tan audaz, que ni siquiera has sacado
el anillo de esa mano de muerto!


Jaime Saenz

24 de febrero de 2019

Tu calavera, Jaime Saenz


TU CALAVERA

A Silvia Natalia Rivera

Estas lluvias,
yo no sé por qué me harán amar un sueño que
tuve, hace muchos años,
con un sueño que tuviste tú
-se me aparecía tu calavera. Y tenía un alto encanto;
no me miraba a mí -te miraba a ti.
Y se acercaba a mi calavera, y yo te miraba a ti.
Y cuando tú me mirabas a mí, se te aparecía mi calavera;
no te miraba a ti.
Me miraba a mí.
En la alta noche, alguien miraba;
y yo soñaba tu sueño - bajo una lluvia silenciosa,
tú te ocultabas en tu calavera, y yo me ocultaba en ti-.

Jaime Saenz

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