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9 de diciembre de 2018

El viaje, una metáfora, Alejandro Nicotra



El viaje, una metáfora


Hace casi treinta años, en 1977, se publicó en la colección literaria “Entre Ríos”, de la Editorial Colmegna-Santa Fe-, Cuaderno de viaje, segundo libro de poemas de Dora Hoffmann*. Al año
siguiente su autora falleció en Gualeguaychú, la ciudad donde había nacido y donde residió la mayor parte de su vida. Se frustraba así, con su muerte, una de las voces jóvenes más promisorias de la poesía argentina de la época.
“Dos libros le bastaron a Dora Hoffmann -dijo entonces el diario La Prensa- para confirmar un destino literario inusualmente maduro desde sus primeros poemas. Los años que le fueron concedidos no le permitieron recoger en vida los frutos seguros de tanta excelencia. (...) Un futuro no lejano le dará, tal vez, su verdadero lugar en nuestras letras a quien conjugó de manera notable sensibilidad y sentido, emoción y forma, imaginación y música verbal”.
Pero ya se sabe que la poesía es hoy apenas escuchada y que la mayoría de las veces se atiende sólo las apariciones del momento.
Quisiéramos, sin embargo, porque creemos que la palabra lírica es “palabra en el tiempo” contra el tiempo, ofrecer un ejemplo de su secreta perdurabilidad en los intactos versos de la poetisa entrerriana, acompañándolos de un breve comentario.
Para ello, abrimos otra vez aquel cuaderno suyo de 1977. Tal vez su título, Cuaderno de viaje, pudiera inducir a error. Tal vez pudiéramos creer que sus páginas no fueran sino espejos de lugares: apuntes, dibujos, fotografía verbal. Sin embargo, son otra cosa muy diversa: una meditación de la existencia a través de imágenes organizadas alrededor de una metáfora, la del viaje.
La mención de sitios geográficos y las estilizadas descripciones no tienen en ellas otra significación que la de un recurso para encarnar el tema en figuras concretas, propias de la poesía.
La autora sabe que el poema es más un fruto que un espejo:

Cuando nos deslizamos
entre cielos provisorios,
no esperemos
que alguna raíz crezca bajo nuestra
sombra.

En otra página, una de las iniciales, la indicación de su naturaleza reflexiva es explícita:

Los grandes viajes
los verdaderos grandes viajes,
comienzan
en nosotros.

Comienzan con una despedida. De ahí que la primera sección de la obra trate Del adiós. En cinco breves poemas se repite, con diferentes expresiones, esta afirmación esencial: “Todo crece en forma de huida”. Aunque, curiosamente, sólo una vez se usa en todo el libro la voz tiempo, la noción de temporalidad discurre por cada uno de los versos. Noción y temblor, pues Dora Hoffmann tiene la rara habilidad de reunir la reflexión intelectual y la captación de lo sensible. Su pensar es, sin embargo, como esperamos de un poeta, más que abstracto, imaginativo:

Se fueron las cenizas
que esparcimos girando,
ceñidos hasta el hueso,
cada vez más desnudos.
Se fue lo que no fuimos.

Tales versos, y los demás del libro, no quieren, por supuesto, transmitir una simple noticia personal sino una verdad compartida, o compartible, por todos. Por eso utiliza preferentemente el plural de la primera persona: un nosotros que comprende, de inmediato, al lector. Y por la misma causa sus imágenes se orientan, a veces, no sin riesgo hacia la alegoría, de mayor objetividad que el símbolo:

enterramos una música,
un perfil roto o una llave,
y en el fondo de la casa un ángel de polvo.

o hacia definiciones líricas, como en esta acumulación de sabor levemente gongorino:

Herramientas dulces,
o torres del amor,
moradas simples como el agua
o calientes torbellinos parejos,
todas las manos maduran
para ese único gesto de adiós.

Si el adiós, el olvido, y la certidumbre de la irreparable fugacidad de todo (Es hora de apagar / la última lámpara: /que sólo la sombra / sobreviva a la sombra), son los temas únicos de la primera sección, en la segunda -titulada Los viajes- se advierte inicialmente alguna invitación alentadora. Aunque muy plásticas, sus imágenes no limitan la idea; vagas entidades redentoras se vislumbran a través de figuraciones felices:

Quizás en alguna parte
alguien urde nuevos paisajes
o sopla grandes racimos de nubes
con forma de león tendido o de paloma.

Seguramente hay quien
extrae de la nada
rostros y piedras
y los modela para la memoria...

Pero no tarda en sobrevenir la duda, inclinada interrogativamente hacia el vacío: 

Pero,
¿y si en cambio fuéramos
los protagonistas,
pobres marionetas de una historia
que alguien olvidó inventar?

También en esta parte, por consiguiente, la poesía de Dora Hoffman nace del sentimiento de la ausencia. Casi no leemos otra amación que la de aquello que no existe: un si del no. Lo más lejano, lo que podremos asir, resulta al fin la presencia segura:

Hay estatuas y calles que flotan sin destino,
Un jardín imposible,
Un cielo que no encuentra lugar en la mirada.

Sus antítesis se reiteran en la tercera sección, Las piedras dormidas, en que motivos de civilizaciones precolombinas le sirven de pretexto para dibujar purísimas figuras, cuyos relieves, tocados por la luz, esconden un tras fondo de sombra:

Bajo la piel desposeída,
bajo la lámina
de sol,
ondula el perfil henchido
de la noche.

Muy pocos de estos poemas escapan a tal movimiento pendular: la presentación, primero, de una apariencia firme o luminosa o serena, y luego, de otra, opuesta, que se supone más representativa de lo real:

Bajo los pilares rectos
de la sabiduría,
y el cielo pulido del templo,
gruesos agujeros,
desgarramientos de la tierra,
empujan
a lo profundo.

Sabemos qué le deparan esas profundidades: en lo más hondo de la visión que Dora Hoffman ha ido configurando a lo largo del libro (y que habrá podido apreciarse por las fragmentarias transcripciones) aguarda, como otra Doncella del Cenote, la poesía de la Nada:

Yo soy la constructora de la noche,
la purísima nadadora del reino circular.
No tengo orillas
porque crezco en la muerte y me derramo.

Frente a esta mística de la noche se destaca, del lado de la luz, la estrofa final de uno de los poemas en que la autora asume el yo autobiográfico; un poema de emotividad más acentuada que en los otros, el que comienza: “Camino por una ciudad desconocida”. El mundo, aun el de la experiencia cotidiana, resulta siempre extraño o teñido de irrealidad para los ojos de quien se descubre, esencialmente, un viajero. Pero también el viajero es, a su vez, un desconocido para el mundo:

Camino por una ciudad desconocida.
Quien soy
Sino la desconocida que camina por la ciudad.

Ahora, nadie piensa en mí,
suavemente
inclinándose bajo una lámpara.

Mi rostro no cae por el silencio de nadie.

Entonces, en medio del total abandono se yergue, según decíamos, una estrofa de aislada y herida afirmación:
Pero aun
soy un terco ejército de huesos,
una arena ordenada
un hambre circular.
Aún me alimento bajo mis párpados
y llevo a cuestas mi pedazo de existencia,
mi pan raído.

Desde el primer verso del libro (“Sobre los trenes que parten”) hasta el último (“El agua me repite que no existe el regreso”), Dora Hoffman ha desarrollado, pues, un tema, el del viaje, y ha delineado impecablemente una visión. No es frecuente leer conjuntos de poemas con tan impresionante unidad de figura y de sentido. Tal vez convenga recordar, en ese aspecto, un libro publicado por las mismas fechas que el de Hoffman, Las cacerías, de Amelia Biagioni. Casi no hay página, en uno u otro volumen, que no responda a su respectiva metáfora central y es de señalar otra similitud entre ambos, cierta perspectiva de lo real. Esencia voraz del Universo, en Amelia Biagioni, y fugacidad y nihilismo, en Dora Hoffman. Si bien las dos poetisas atestiguan, heroicamente, en algunos versos, la esperanza de redención por el amor “Mensaje de lunauta”, de Las Cacerías o, como hemos visto, la voluntad de resistencia a pesar de todo
“Camino por una ciudad desconocida”, de Cuaderno de viaje-.

Alejandro Nicotra

*Su primer libro: Huéspedes de la memoria, Franciso A. Colombo, Buenos Aires, 1975. Póstumamente, se publicó un tercer volumen: La casa y otras ausencias, Ediciones Comarca, Buenos Aires, 1981.




Hojas de poesía Año 8 - N° 19 - Mayo 2006



8 de diciembre de 2018

Noches, Alejandro Nicotra


NOCHES

I
Se ha levantado, a mitad de la noche.

-En los vidrios, hay astros
y un espectro lunar,
como restos de un sueño...

Él duda, entre dos sombras.

Pero todo lo borra, en la luz de la lámpara,
un flotante desierto.

II
Tras los vidrios, el hielo de las cumbres:
su flor irreal,
hierática.

Pero aquí arde,
áspera leña, el tiempo:
echa sombras, reflejos tortuosos,
de un azar.

III
El hombre,
en su sillón, frente a la chimenea,
mira cerrarse el párpado
de la última brasa.
(Afuera,
se oyen los pasos, fantasmales,
que inauguran el alba.)
Pero aún él espera
la confidencia, también última, de la noche,
antes que el día en cierne,
ávido de realidad,
le clausure el secreto.

Alejandro Nicotra

7 de diciembre de 2018

Córdoba en la poesía de Rafael Alberto Arrieta, Alejandro Nicotra




Córdoba en la poesía de Rafael Alberto Arrieta


La reciente visita de la Academia Argentina de Letras a la ciudad de Córdoba (1) talvez sea un buen motivo para recordar la que en su momento realizó a nuestras sierras un hondo y delicado lírico, que fuera miembro de número de esa corporación: Rafael Alberto Arrieta. Digo, que quizá resulte oportuno traer a estas páginas el recuerdo de los versos que esa visita motivó y que, por cierto, no se limitan a ser sólo la constancia estética de una circunstancia sino que además tienen una importante significación dentro de la obra misma de su autor y un decisivo relieve en la configuración del paisaje literario de Córdoba (2).
En su discurso de recepción del poeta platense a la Academia, en 1935, describió muy bien Carlos Obligado su rumbo estético y el camino inicial, con la siguiente imagen: “Amanecido al final del modernismo, el poeta retoma hacia el templo clásico a través del primoroso parque rubendariano, pero no se embelesa ante sus cisnes estilizados en demasía sobre lagos demasiado tersos. Busca mundo más fresco y natural...”. Mundo éste que encontró fiel expresión en el libro Estío Serrano, de 1926, donde Arrieta reúne las composiciones inspiradas por las sierras de Córdoba.
En las obras previas, tal vez las imágenes más perfectas y adecuadas a su sentir de entonces fuesen las relativas a la descripción dc interiores, recintos crepusculares o nocturnos donde se refugia y late la intimidad del artista -así, en esa lámina magistral titulada “La Medalla”. Muy diferentes, en cambio, son los cuadros de Estío Serrano, pintura al aire libre de una naturaleza agreste con matices arcádicos, idílicos. No creo que tales tonalidades se deban únicamente a las reminiscencias eglógicas que puedan suscitar las serranías cordobesas, sino también a que, en su fondo, en su motivación más intima, a veces explícita, a veces secreta, ese libro es un libro de amor.
Se percibe fácilmente que, para el autor, los paisajes que describe están “vestidos de hermosura”, como en la lira de San Juan, por la presencia -visible o invisible- de la
amada. Y esto así, sin que ellos varíen en nada su apariencia, “con sola su figura”, pues
en ningún otro poemario de Arrieta se refleja con tal inmediatez el mundo exterior. El
poeta es consciente de ello; de ahí que nos anuncie, desde el umbral del libro: “Mi sueño
esconde apresuradamente / su tablado de títeres. Y salgo/ a descubrir el mundo en su
primera / mañana, con los ojos asombrados /y la memoria matinal desierta”.
De tal modo, como con ojo virginal, de mañana del Paraíso, mira “el precipitante/ senderito rojo/ de la escarpadura” o los “álamos de Córdoba, /pastores de acequias” o el arroyo en cuyo cauce “sobre la piedra/ pulida y blanca/ corre y desciende, /sin voz, el agua”. Con actitud adámica, va nombrando, celebrando, las cosas del lugar que visita, no en su sesgo platónico, sino en su singularidad terrena. No se trata de caminos alegóricos, sino de puntuales senderos montañeses; no del árbol genérico, pero si de los álamos de Córdoba; no de cualquier curso de agua, sólo del que discurre, silencioso, sobre la piedra blanca de un arroyo serrano. Ejemplos semejantes podrían extraerse de cada página del volumen. Yo querría proponer aquí el de una deliciosa acuarela, segunda parte del tríptico titulado “Paseo matinal”:

La campiña olorosa
me celebra la esposa.

Esponjase el poleo, arborescente y vano,
pidiendo la caricia de tu mano.

Como no alcanzan más, la menta y el tomillo
perfúmante el zapato y el tobillo.

Pero elevan, ufanos, a tus ojos,
su doradita umbela los hinojos.

En otra breve composición, una suerte de grabado en claroscuro, se advierte también el propósito de fijar la imagen en un tiempo y un espacio bien definidos. El trabajo estilístico, conducido en esa dirección, es recatado y sutil, como puede observarse:

Noche de enero, quieta y luminosa,
junto al rio, entre piedras, y a tu lado.

Mi corazón maduro
para la maravilla y el milagro.

Si una estrella cayese,
tendería la mano...

Quizá no sería aventurado conjeturar la influencia, sobre Estío serrano, de la poesía de Antonio Machado, tanto en el “procedimiento de crear una circunstancialidad” -la expresión es de Julián Marías- y de impregnar de una temporalidad muy fluida la trama del poema, como en la atención a los rasgos propios de un determinado paisaje. Pero también habría que recordar que ya se había oído entonces la voz de Fernández Moreno, su compañero de generación, quien, como dijo Borges en frase de cita inexcusable, “después de saludar a Rubén Darío en su dialecto de astros y rosas, había ejecutado un acto que siempre es asombroso y que en 1915 era insólito: había mirado a su alrededor”. Asimismo, en los años que median entre Las iniciales del misal y Estío serrano otros poetas, como Juan Carlos Dávalos en Salta o Luis Franco en Catamarca, describían con aplicación la comarca nativa y los seres y cosas de su suelo. Así, las figuras, típicas, de “La aguaterita”, el “Pastor serrano” y los “Calcheros”, dibujadas con minuciosa pulcritud por la pluma de Arrieta, resultan, pues, familiares de las que pueblan algunos libros dela época.
Pero su poesía siempre trasciende los límites del mero color local.
También como en Machado, su norte son las intuiciones que el autor de Soledades denominó “ideas cordiales", “universales del sentimiento”. Aun en un libro tan ahincado en la circunstancia autobiográfica, como es Estío serrano, y que hace de la precisión del aquí y el ahora un presupuesto estético y hasta diría una virtud el horizonte de su poesía no difiere de aquellas esenciales visiones, o -para seguir utilizando la terminología machadiana “palpitaciones”, del espíritu. La formación simbolista de Arrieta, coincidente con tal objetivo, aflora y se renueva, de un modo patente, en páginas como las tituladas “Al palidecer la tarde”, “Las sombras” o “Nocturno”.
No podría dar fin a esta ligera relación de su visita ~lírica- a nuestras serranías, sin referirme a una de las poesías más bellas de Arrieta: “Motivo de otoño”. Este texto, aunque no adscripto, lógicamente, a Estío Serrano, fue publicado en el mismo volumen, en una addenda titulada “Otros poemas”, y, a nuestro sentir, consiste justamente en una reflexión complementaria de la experiencia condensada eii aquel libro. Como en Rilke, vida y muerte se hermanan aquí en una tradicional imagen del amor y la sabiduría: la del fruto maduro.
Con esa imagen, que encierra también, para nosotros, una casi tangible sugestión de huertas cordobesas, concluyo estas líneas:

En cestillo de plata
brindas, Otoño colector, el fruto
jugoso, almibarado: ¡la carnuda
delicia que deshace
su corazón en aguanieve; el vivo
panal de forma cincelada que abre
su corazón de almendra; el ya postrero
néctar que aumenta su dulzura herido
por el fúnebre anuncio! Así la muerte
mezcla al vino de amor su gota hermana,
y el hombre pasajero
sacia su sed de eternidad, amando
con un ansia mayor lo que perece.

¡Embriágueme tu fruto
sensual! Sangre la maca
dolorida su miel, nunca más dulce,
y en la ablandada intimidad, ya dócil
al roedor que desmorona el túnel
de su constancia, déme
consuelo y fuerza tu licor, Otoño,
¡dime, maestro, tu lección preciosa!


Alejandro Nicotra

(1) Durante los días 13 y 14 de setiembre, de 2000
(2) Véase Paisaje literario cordobés, de Oscar Caeiro




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