El viaje, una metáfora
Hace casi treinta años, en 1977, se publicó en la
colección literaria “Entre Ríos”, de la Editorial Colmegna-Santa Fe-, Cuaderno
de viaje, segundo libro de poemas de Dora Hoffmann*. Al año
siguiente su autora falleció en Gualeguaychú, la ciudad
donde había nacido y donde residió la mayor parte de su vida. Se frustraba así,
con su muerte, una de las voces jóvenes más promisorias de la poesía argentina
de la época.
“Dos libros le bastaron a Dora Hoffmann -dijo entonces el
diario La Prensa- para confirmar un destino literario inusualmente maduro desde
sus primeros poemas. Los años que le fueron concedidos no le permitieron
recoger en vida los frutos seguros de tanta excelencia. (...) Un futuro no
lejano le dará, tal vez, su verdadero lugar en nuestras letras a quien conjugó de
manera notable sensibilidad y sentido, emoción y forma, imaginación y música
verbal”.
Pero ya se sabe que la poesía es hoy apenas escuchada y
que la mayoría de las veces se atiende sólo las apariciones del momento.
Quisiéramos, sin embargo, porque creemos que la palabra
lírica es “palabra en el tiempo” contra el tiempo, ofrecer un ejemplo de su secreta
perdurabilidad en los intactos versos de la poetisa entrerriana, acompañándolos
de un breve comentario.
Para ello, abrimos otra vez aquel cuaderno suyo de 1977.
Tal vez su título, Cuaderno de viaje, pudiera inducir a error. Tal vez
pudiéramos creer que sus páginas no fueran sino espejos de lugares: apuntes,
dibujos, fotografía verbal. Sin embargo, son otra cosa muy diversa: una
meditación de la existencia a través de imágenes organizadas alrededor de una metáfora,
la del viaje.
La mención de sitios geográficos y las estilizadas
descripciones no tienen en ellas otra significación que la de un recurso para
encarnar el tema en figuras concretas, propias de la poesía.
La autora sabe que el poema es más un fruto que un
espejo:
Cuando nos deslizamos
entre cielos provisorios,
no esperemos
que alguna raíz crezca bajo nuestra
sombra.
En otra página, una de las iniciales, la indicación de su
naturaleza reflexiva es explícita:
Los grandes viajes
los verdaderos grandes viajes,
comienzan
en nosotros.
Comienzan con una despedida. De ahí que la primera
sección de la obra trate Del adiós. En cinco breves poemas se repite, con
diferentes expresiones, esta afirmación esencial: “Todo crece en forma de
huida”. Aunque, curiosamente, sólo una vez se usa en todo el libro la voz
tiempo, la noción de temporalidad discurre por cada uno de los versos. Noción y
temblor, pues Dora Hoffmann tiene la rara habilidad de reunir la reflexión
intelectual y la captación de lo sensible. Su pensar es, sin embargo, como
esperamos de un poeta, más que abstracto, imaginativo:
Se fueron las cenizas
que esparcimos girando,
ceñidos hasta el hueso,
cada vez más desnudos.
Se fue lo que no fuimos.
Tales versos, y los demás del libro, no quieren, por
supuesto, transmitir una simple noticia personal sino una verdad compartida, o
compartible, por todos. Por eso utiliza preferentemente el plural de la primera
persona: un nosotros que comprende, de inmediato, al lector. Y por la misma
causa sus imágenes se orientan, a veces, no sin riesgo hacia la alegoría, de
mayor objetividad que el símbolo:
enterramos una música,
un perfil roto o una llave,
y en el fondo de la casa un ángel de polvo.
o hacia definiciones líricas, como en esta acumulación de
sabor levemente gongorino:
Herramientas dulces,
o torres del amor,
moradas simples como el agua
o calientes torbellinos parejos,
todas las manos maduran
para ese único gesto de adiós.
Si el adiós, el olvido, y la certidumbre de la
irreparable fugacidad de todo (Es hora de apagar / la última lámpara: /que sólo
la sombra / sobreviva a la sombra), son los temas únicos de la primera sección,
en la segunda -titulada Los viajes- se advierte inicialmente alguna invitación
alentadora. Aunque muy plásticas, sus imágenes no limitan la idea; vagas
entidades redentoras se vislumbran a través de figuraciones felices:
Quizás en alguna parte
alguien urde nuevos paisajes
o sopla grandes racimos de nubes
con forma de león tendido o de paloma.
Seguramente hay quien
extrae de la nada
rostros y piedras
y los modela para la memoria...
Pero no tarda en sobrevenir la duda, inclinada
interrogativamente hacia el vacío:
Pero,
¿y si en cambio fuéramos
los protagonistas,
pobres marionetas de una historia
que alguien olvidó inventar?
También en esta parte, por consiguiente, la poesía de
Dora Hoffman nace del sentimiento de la ausencia. Casi no leemos otra amación
que la de aquello que no existe: un si del no. Lo más lejano, lo que podremos
asir, resulta al fin la presencia segura:
Hay estatuas y calles que flotan sin destino,
Un jardín imposible,
Un cielo que no encuentra lugar en la mirada.
Sus antítesis se reiteran en la tercera sección, Las
piedras dormidas, en que motivos de civilizaciones precolombinas le sirven de
pretexto para dibujar purísimas figuras, cuyos relieves, tocados por la luz,
esconden un tras fondo de sombra:
Bajo la piel desposeída,
bajo la lámina
de sol,
ondula el perfil henchido
de la noche.
Muy pocos de estos poemas escapan a tal movimiento
pendular: la presentación, primero, de una apariencia firme o luminosa o
serena, y luego, de otra, opuesta, que se supone más representativa de lo real:
Bajo los pilares rectos
de la sabiduría,
y el cielo pulido del templo,
gruesos agujeros,
desgarramientos de la tierra,
empujan
a lo profundo.
Sabemos qué le deparan esas profundidades: en lo más
hondo de la visión que Dora Hoffman ha ido configurando a lo largo del libro (y
que habrá podido apreciarse por las fragmentarias transcripciones) aguarda,
como otra Doncella del Cenote, la poesía de la Nada:
Yo soy la constructora de la noche,
la purísima nadadora del reino circular.
No tengo orillas
porque crezco en la muerte y me derramo.
Frente a esta mística de la noche se destaca, del lado de
la luz, la estrofa final de uno de los poemas en que la autora asume el yo
autobiográfico; un poema de emotividad más acentuada que en los otros, el que comienza:
“Camino por una ciudad desconocida”. El mundo, aun el de la experiencia
cotidiana, resulta siempre extraño o teñido de irrealidad para los ojos de quien
se descubre, esencialmente, un viajero. Pero también el viajero es, a su vez,
un desconocido para el mundo:
Camino por una ciudad desconocida.
Quien soy
Sino la desconocida que camina por la ciudad.
Ahora, nadie piensa en mí,
suavemente
inclinándose bajo una lámpara.
Mi rostro no cae por el silencio de nadie.
Entonces, en medio del total abandono se yergue, según
decíamos, una estrofa de aislada y herida afirmación:
Pero aun
soy un terco ejército de huesos,
una arena ordenada
un hambre circular.
Aún me alimento bajo mis párpados
y llevo a cuestas mi pedazo de existencia,
mi pan raído.
Desde el primer verso del libro (“Sobre los trenes que
parten”) hasta el último (“El agua me repite que no existe el regreso”), Dora
Hoffman ha desarrollado, pues, un tema, el del viaje, y ha delineado
impecablemente una visión. No es frecuente leer conjuntos de poemas con tan
impresionante unidad de figura y de sentido. Tal vez convenga recordar, en ese
aspecto, un libro publicado por las mismas fechas que el de Hoffman, Las
cacerías, de Amelia Biagioni. Casi no hay página, en uno u otro volumen, que no
responda a su respectiva metáfora central y es de señalar otra similitud entre
ambos, cierta perspectiva de lo real. Esencia voraz del Universo, en Amelia
Biagioni, y fugacidad y nihilismo, en Dora Hoffman. Si bien las dos poetisas atestiguan,
heroicamente, en algunos versos, la esperanza de redención por el amor “Mensaje
de lunauta”, de Las Cacerías o, como hemos visto, la voluntad de resistencia a
pesar de todo
“Camino por una ciudad desconocida”, de Cuaderno de
viaje-.
Alejandro Nicotra
*Su primer libro: Huéspedes de la memoria, Franciso A.
Colombo, Buenos Aires, 1975. Póstumamente, se publicó un tercer volumen: La
casa y otras ausencias, Ediciones Comarca, Buenos Aires, 1981.
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