Memoria de Alejandra
No la mataron en ningún lugar histórico
de nuestro siglo despiadado.
No la mataron en Treblinka ni en My Lai
ni en Camirí ni en Texas,
pero igualmente la mataron
en el lugar inexorable
donde está cada uno,
donde a todos nos puede de pronto suceder
que se nos viene encima una tiniebla
que odia y aplasta todo cuanto vive.
Sólo fantasmas mudos, ah, en su cuarto.
Y allí, entre los fantasmas,
ella de pronto hablaba como los volcanes,
como los condenados, como los horizontes:
a fuego puro y hondo.
Y era una niña triste que creía en la magia,
que conjuraba a los demonios,
que soñaba con pálidos vampiros
y barbazules quejumbrosos
y rubias baronesas más crueles de palabra
que en realidad de obra.
¡Oh la palabra y todo lo que inventa!
¡Amores, glorias, universos!
Pero la pobre, la infinita
palabra no la pudo defender
de esa tiniebla que odia
y aplasta todo cuanto vive.
Alejandra murió.
La pequeña, la triste, la que armaba
zapatos con cabellos y aureolas de ángel,
dalias en cuyo centro fulguraba el amor.
La que estaba fundada en poesía
y no lo supo en el momento necesario,
los literatos no se lo dijeron,
yo no le dije, nadie se lo dijo,
y ella se descuidó, se alejó de su lámpara,
se perdió en la tiniebla
que odia y aplasta todo cuanto vive.
¿Dónde estará con sus tristezas,
con sus endriagos y sus larvas?
¿Se quedará con ellos para siempre?
¿O la espera Endimión tras el espejo?
Su amado tan amado.
Me dijo amigo, me miró,
me dijo amigo hasta la vuelta,
pero no regresó.
Se me quedó su voz temblando en un poema.
Raúl Gustavo Aguirre